Marta de la Vega 12 de abril de 2021
Esta
pregunta, que se han hecho desde hace al menos tres lustros pensadores críticos
del chavismo como proyecto de dominación, que juristas y defensores de derechos
humanos han buscado responder con acciones que rompan los cabos que mantienen
la permanencia, hasta ahora y a primera vista inexplicable, de los gobiernos
del difunto barinés en 1999 y, luego, del sucesor Maduro, no puede ser aún
contestada.
En Ante
el dolor de los demás, Susan Sontag afirmaba: «Recordar es una acción
ética, tiene un valor ético. La memoria es, dolorosamente, la única relación
que podemos sostener con los muertos». En honor a quienes han sucumbido a
las calamidades cada vez más atroces de un Estado paralelo, dominado por una
camarilla militar civil que con crueldad ha hundido en el abismo esperanzas,
sueños, proyectos, honradez, decencia, dignidad y la vida misma de muchos
venezolanos, tenemos el deber de escarbar la verdad.
No
podemos dejar de poner a la luz el trágico absurdo de un espacio físico, vital
y emocional que ha dejado de ser un país.
Se ha
intentado desenmascarar el horror para que cese la pesadilla cotidiana para
tantos. Se ha demostrado el carácter delincuencial de quienes detentan el poder
y no solo en los gobiernos de Maduro sino desde Chávez, mediante denuncias documentadas
de corrupción y uso criminal del poder, de abusos comprobados y violaciones
reiteradas de los más elementales derechos, de delitos de lesa humanidad.
Nada
parece suficiente pese a la recopilación de evidencias incriminatorias, la
identificación con nombres y apellidos de quienes han violentado impunemente la
Constitución vigente, el modo cómo han destruido las instituciones, arruinado
la economía, quebrados la cohesión, la confianza mutua y el tejido social. Una
sociedad cada vez más atomizada, ya herida de injusticias por una deuda social
acumulada, produjo la irrupción de un supuesto justiciero, en realidad verdugo
de la democracia.
Quiso
imponerse primero por la fuerza y, después, por elecciones que le fueron
favorables por el hartazgo de la gente en contra de la corrupción generalizada
transformada en mecanismo de participación.
El
populismo demagógico, el favoritismo clientelar y el amiguismo utilitario de
los líderes políticos extraviaron la visión del bien común a favor de miopes
intereses particulares, alianzas acomodaticias y el desprestigio de la política
como vocación de servicio, con la pérdida de credibilidad de los partidos
hegemónicos tradicionales.
La
esperanza de transparencia en la gestión, de dignificación de los sectores más
vulnerables vueltos «invisibles» para el Estado y recurrentemente olvidados en
las políticas públicas, el saneamiento de la administración gubernamental, la
promesa de profundización de la democracia, favorecieron la llegada de un outsider y
una opción «revolucionaria» de poder.
Pocos
se dieron cuenta de que se trataba del resurgimiento del militarismo que nunca
fue superado y se había mantenido latente durante la modernización de
Venezuela, lograda bajo una modalidad estatista, dirigista, paternalista y
asistencial, que abrió de nuevo el camino al populismo. Ya no de conciliación
de élites sino de un caudillo carismático, mesiánico, redentor, movilizador de
masas. Surge un neopopulismo autoritario, concentrador del poder, que impone un
modelo de organización social basado en la planificación centralizada y la
propiedad estatal. Con un agravante, que no fue suficientemente desenmascarado.
El
primer y gran aliado, Fidel Castro, aspiraba a apoderarse de la riqueza
petrolera e influir en el modelaje de la futura sociedad y del «hombre nuevo»
que Chávez soñaba para Venezuela. Inspirado en la revolución cubana que, a
partir de 1961, fue convertida en dictadura comunista de corte totalitario e
inspiración staliniana, Chávez enlazó los dos países en una sola entidad a
favor de su proyecto delirante de una sola «patria grande».
Hay
una diferencia decisiva entre la autocracia tropical de Castro y el stalinismo
soviético, impulsor del desarrollo industrial. Cuba, como hoy Venezuela, se ha
sostenido por los negocios ilícitos vinculados con el narcotráfico, que giran
en la órbita del crimen organizado transnacional. Fue así como Venezuela dejó
de ser un país. Hoy es, a pedazos, un conjunto de dominios fragmentados. Zonas
repartidas en la propia capital entre bandas criminales. Hoy es un eslabón en
la cadena de poderosos intereses económicos de apropiación de materias primas
estratégicas que en la geopolítica mundial controlan Rusia, Irán y China
principalmente.
Venezuela
volverá a ser un país cuando sean desalojados los ocupantes indeseados y los aliados
internacionales que apoyan la tiranía usurpadora.
Reconstruir
país pasa por recuperar territorio, soberanía, gobierno y, en especial,
población desperdigada por el mundo. No podemos solos.
Marta
de la Vega
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