Por Mercedes Malavé
No dudo en afirmar que
la pandemia es una tragedia de dimensiones fácilmente comparables al deslave de
Vargas. La investigadora Carlota Pérez (USB) hablaba de dos deslaves en el
siglo XXI: uno geográfico (Vargas) y uno económico (la ruina de Pdvsa). Hoy podemos
añadir un tercer deslave humanitario-sanitario, donde miles de personas
agonizan asfixiadas por falta de atención, monitoreo continuo, tratamientos y
terapias adecuadas.
Un paciente covid-19
con criterios de hospitalización es un enfermo que no puede valerse por sí
mismo para nada (ni para necesidades fisiológicas). Si a eso le sumas el
aislamiento de los familiares por el contagio, tenemos que la carga para el
personal sanitario es desmedida. Un enfermo covid-19 puede ahogarse en
cualquier momento; de un instante a otro puede requerir mayor carga de oxígeno
o un ingreso a UCI. El monitoreo debe ser ininterrumpido y por eso es tan
importante la rotación del personal. Se requiere el triple o el cuádruple de lo
habitual.
El papa Francisco
advertía, no obstante, la necesidad de revisar ciertos protocolos para no
aislar excesivamente a las personas que en momentos de gravedad es cuando más
necesitan a sus familiares: «Vimos lo que sucedió con las personas mayores en
algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así (…)
No advertimos que aislar a los ancianos y abandonarlos a cargo de otros sin un
adecuado y cercano acompañamiento de la familia, mutila y empobrece a la misma
familia» (Fratelli tutti, 19).
Las soluciones políticas requieren, ciertamente, de diagnósticos, pero sobre todo de actores inteligentes con vocación al bien común integral que sepan traducir en acciones concretas y ejecutables las megasoluciones que requiere el país para su reconstrucción en plena pandemia.
Soluciones que no son,
o no deberían ser, ni minimalistas (de ambiciones cortas, mezquinas o
canibalístas) ni maximalistas (el famoso todo-nada, conmigo-contra mí), sino
realistas y humanas; centradas en las personas, especialmente en quienes están
sufriendo más, y adaptadas a las posibilidades reales, hoy-aquí-ahora, para
llegar hasta donde se pueda y avanzar en función del bienestar y la salvación
de vidas humanas: principal, básica y esencial obligación de cualquier Estado.
El fin de la democracia
no son las elecciones, ni las megaelecciones, sino brindar soluciones de bien
común al pueblo, en quien reside la soberanía. Las soluciones se basan en
decisiones ejecutables —»aprobado, cúmplase»— y es casi una tradición
continental el famoso dicho «se acata mas no se cumple», haciendo referencia a
la incapacidad del gobierno central de poner en marcha sus propias decisiones.
Nada nuevo bajo el sol.
Rumores sobre bachaqueo criminal de oxígeno, de vacunas, de tratamientos
costosos que deberían ser gratuitos —como en los Estados Unidos, el país más
capitalista del planeta— evidencian no solo la incapacidad de un gobierno con
siete cabezas y ningún brazo (excepto el de la represión) sino también indicios
de una cultura de sobrevivencia, de los fuertes sobre los débiles, que se ha
instalado en nuestra mentalidad y de la que no escapa, ni siquiera, nuestro
heroico personal de salud que también muere de hambre y de asfixia económica.
El llamado es al
esfuerzo común, de hermanos todos, como nos recuerda el papa Francisco. El que
no quiera —o no pueda— vivir la fraternidad se incapacita para ser parte de la
solución por muchos y muy altos cargos que ocupe. Los hay (capaces/incapaces)
en el chavismo y en la oposición.
Mercedes Malavé es Político.
Doctora en Comunicación Institucional (UCAB/PUSC) y profesora en la UMA.
12-04-21
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