Francisco Fernández-Carvajal 05 de febrero de 2023
@hablarcondios
— Los cristianos debemos ser sal y luz en
medio del mundo. El ejemplo ha de ir por delante.
— Ejemplaridad en la vida familiar,
profesional, etc.
— Ejemplares en la caridad y en la
templanza. Para nada sirve la sal insípida.
I. En
el Evangelio de la Misa de este domingo1 nos
habla el Señor de nuestra responsabilidad ante el mundo: Vosotros sois
la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo. Y nos lo dice a cada
uno, a quienes queremos ser sus discípulos.
La sal da
sabor a los alimentos, los hace agradables, preserva de la corrupción y era un
símbolo de la sabiduría divina. En el Antiguo Testamento se prescribía que todo
lo que se ofreciera a Dios llevase la sal2,
significando la voluntad del oferente de que fuera agradable. La luz es la
primera obra de Dios en la creación3,
y es símbolo del mismo Señor, del Cielo y de la Vida. Las tinieblas, por el
contrario, significan la muerte, el infierno, el desorden y el mal.
Los discípulos de Cristo son la sal de la tierra: dan un sentido más alto a todos los valores humanos, evitan la corrupción, traen con sus palabras la sabiduría a los hombres. Son también luz del mundo, que orienta y señala el camino en medio de la oscuridad. Cuando viven según su fe, con su comportamiento irreprochable y sencillo, brillan como luceros en el mundo4, en medio del trabajo y de sus quehaceres, en su vida corriente. En cambio, ¡cómo se nota cuando el cristiano no actúa en la familia, en la sociedad, en la vida pública de los pueblos! Cuando el cristiano no lleva la doctrina de Cristo allí donde se desarrolla su vida, los mismos valores humanos se vuelven insípidos, sin trascendencia alguna, y muchas veces se corrompen.
Cuando
miramos a nuestro alrededor nos parece como si, en muchas ocasiones, los
hombres hubieran perdido la sal y la luz de Cristo.
«La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de las ideologías
secularizadas, que van, desde la negación de Dios o la limitación de la
libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico
respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el
materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y
unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un
“nihilismo” que desarma la voluntad para afrontar problemas cruciales como los
de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de
los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo»5.
Hay muchos males que se derivan de «la defección de bautizados y creyentes de
las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión
cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a personas y comunidades»6.
Se ha llegado a esta situación –en la que es preciso evangelizar de nuevo a
Europa y al mundo7–
por el cúmulo de omisiones de tantos cristianos que no han sido sal y luz,
como el Señor les pedía.
Cristo
nos dejó su doctrina y su vida para que los hombres encuentren sentido a su
existencia y hallen la felicidad y la salvación. No puede ocultarse una
ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla
debajo del celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de
la casa, nos sigue diciendo el Señor en el Evangelio de la Misa. Alumbre
así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Y para eso es
necesario, en primer lugar, el ejemplo de una vida recta, la limpieza de
conducta, el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas en la vida sencilla
de todos los días. La luz, el buen ejemplo, ha de ir por delante.
II.
Frente a esa marea de materialismo y de sensualidad que ahoga a los hombres, el
Señor «quiere que de nuestras almas salga otra oleada –blanca y poderosa, como
la diestra del Señor–, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo
materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen
–y a más– los hijos de Dios»8,
a llevar a Cristo a tantos que conviven con nosotros, a que Dios no sea un extraño
en la sociedad.
Transformaremos
de verdad el mundo –comenzando por ese mundo quizá pequeño en el que se lleva a
cabo nuestra actividad y en el que se despiertan nuestras ilusiones– si la
enseñanza comienza con el testimonio de la vida personal: si somos ejemplares,
competentes y honrados en el trabajo profesional; en la familia, dedicando a
los hijos, a los padres, el tiempo que necesitan; si nos ven alegres, también
en medio de la contradicción y del dolor; si somos cordiales..., «creerán a
nuestras obras más que a cualquier otro discurso»9 y
se sentirán atraídos a la vida que muestran nuestras acciones. El ejemplo
prepara la tierra en la que fructificará la palabra. Sin nada que no sea propio
de cristianos corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de verdad al
Señor en el quehacer cotidiano, como hicieron los primeros cristianos. San
Pablo lo urgía así a los fieles de Éfeso: os conjuro a que os portéis
de una manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados10.
Nos
han de conocer como hombres y mujeres leales, sencillos, veraces, alegres,
trabajadores, optimistas; nos hemos de comportar como personas que cumplen con
rectitud sus deberes y que saben actuar en todo momento como hijos de Dios, que
no se dejan arrastrar por cualquier corriente. La vida del cristiano
constituirá entonces una señal por la que conocerán el espíritu de Cristo. Por
eso, debemos preguntarnos con frecuencia en nuestra oración personal si
nuestros compañeros de trabajo, nuestros familiares y amigos, al presenciar
nuestras acciones, se ven movidos a glorificar a Dios, porque ven en ellas la
luz de Cristo: será un buen signo de que hay luz en nosotros y no oscuridad,
amor a Dios y no tibieza. «Él –nos dice el Papa Juan Pablo II– tiene necesidad de
vosotros... De algún modo le prestáis vuestro rostro, vuestro corazón, toda
vuestra persona, convencidos, entregados al bien de los demás, servidores
fieles del Evangelio. Entonces será Jesús mismo el que quede bien; pero si
fueseis flojos y viles, oscureceríais su auténtica identidad y no le haríais
honor»11. No perdamos nunca de vista esta realidad: los demás han de
ver a Cristo en nuestro sencillo y sereno comportamiento diario: en el trabajo,
en el descanso, al recibir buenas o malas noticias, cuando hablamos o
permanecemos en silencio... Y para esto es necesario seguir muy de cerca al
Maestro.
III. En
la Primera lectura12,
el Profeta Isaías enumera una serie de obras de misericordia, que darán al
cristiano la posibilidad de manifestar la caridad de su corazón, y que
consisten en amar a los demás como nos ama el Señor13:
compartir el pan y el techo, vestir al desnudo, desterrar los gestos
amenazadores y las maledicencias. Entonces –canta el Salmo
responsorial– romperá tu luz como la aurora (...), brillará tu luz en las
tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía14.
La caridad ejercida a nuestro alrededor, en las circunstancias más diferentes,
será un testimonio que atraerá a muchos a la fe de Cristo, pues Él mismo
dijo: En esto conocerán que sois mis discípulos15.
Las mismas normas corrientes de la convivencia, que para muchas personas se
quedan en algo exterior y solo las practican porque hacen más fácil el trato
social, para los cristianos deben ser fruto también de la caridad –de su unión
con Dios, que llena de contenido sobrenatural esos gestos–, manifestación externa
de aprecio y de interés. «Ahora adivino –escribe Santa Teresa de Lisieux– que
la verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en no
extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores virtudes; pero he
aprendido especialmente que la caridad no debe quedar encerrada en el fondo del
corazón, pues no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín,
sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Me
parece que esta antorcha representa la caridad que debe iluminar y alegrar no
solo a aquellos que más quiero, sino a todos los que están en la casa»16,
a toda la familia, a cada uno de los que comparten nuestro trabajo... Caridad
que se manifestará en muchos casos a través de las formas usuales de la
educación y de la cortesía.
Otro
aspecto importante, en el que los cristianos hemos de ser esa sal y luz de
la que nos habla el Señor, es la templanza y la sobriedad.
Nuestra época «se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a
cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo,
auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva,
palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan
incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y
su contenido»17. Por ello, es particularmente urgente dar testimonio generoso
de templanza y de sobriedad, que manifiestan el
señorío de los hijos de Dios, utilizando los bienes «según las necesidades y
deberes, con la moderación del que los usa, y no del que los valora demasiado y
se ve arrastrado por ellos»18.
Le
pedimos hoy a la Virgen que sepamos ser sal, que impide la
corrupción de las personas y de la sociedad, y luz, que no solo
alumbra sino que calienta, con la vida y con la palabra; que estemos siempre
encendidos en el amor, no apagados; que nuestra conducta refleje con claridad
el rostro amable de Jesucristo. Con la confianza que Ella nos inspira, pidamos
en la intimidad de nuestro corazón: Señor Dios nuestro, tú que hiciste de
tantos santos una lámpara que a la vez ilumina y da calor en medio de los
hombres, concédenos caminar con ese encendimiento de espíritu, como hijos
de la luz19.
1 Mt 5,
13-16. —
2 Cfr. Lev 2,
13. —
3 Gen 1,
1-5.—
4 Cfr. Flp 2,
15. —
5 Juan
Pablo II, Discurso 9-XI-1982. —
6 Ibídem.
—
7 ídem, Discurso 11-X-1985.
—
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 23. —
9 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre San Mateo, 15, 9. —
10 Ef 4,
1. —
11 Juan
Pablo II, Homilía, 29-V-1983. —
12 Is 58,
7-10. —
13 Cfr. Jn 15,
12. —
14 Cfr. Sal 3,
4-5. —
15 Cfr. Jn 13,
35. —
16 Santa
Teresa de Lisieux, Historia de un alma, IX, 24. —
17 A.
del Portillo, Carta 25-XII-1985, n. 4. —
18 San
Agustín, Sobre las costumbres de la Iglesia católica, 1,
21. —
19 Cfr. Oración
colecta de San Bernardo Abad.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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