RAFAEL LUCIANI 11 de marzo de 2017
@rafluciani
El mal
es una realidad que nos afecta a todos y que se manifiesta a través de nuestras
decisiones, acciones y estilos de vida. Aun cuando no nos demos cuenta todos
somos vulnerables, de una u otra forma, a los procesos cotidianos de
deshumanización que estamos viviendo.
Decía
Jacques Maritain, explicando al Aquinate, que las acciones malas presuponen un
decaimiento en la voluntad humana. Tienen su origen en «una ausencia de mirada»
de la realidad que nos rodea y una parálisis que frena toda posible acción. En
otras palabras, surge cuando nuestra voluntad «no se activa, se deshace, se
anonada, se hurta». Esta inhabilidad de ver y actuar se agudiza cuando existen
sendos procesos de deshumanización que buscan acostumbrarnos a vivir una falsa
normalidad cotidiana sin límites ni presupuestos éticos. La Shoá reveló que hay
opciones que pueden llevarnos a un punto de no retorno si dejamos adormecer
nuestras conciencias y apaciguamos nuestras voluntades para entregamos al reino
de la indiferencia.
Generalmente,
a la pregunta sobre el mal humano padecido, se le une la del rol de Dios en
ello: ¿por qué Dios lo permitió? Lo más usual es creer en un Dios retributivo
que permite el mal como prueba de fe y crecimiento. Sin embargo, esto es algo
absurdo, al menos desde lo que nos revela la vida de Jesús de Nazaret. Dios no
es causa del mal y tampoco lo permite. Ante la pregunta ¿dónde está Dios cuando
alguien padece el mal?, Elie Wiesel responde: «tres cuellos fueron introducidos
en tres lazos. ‘Viva la libertad’, gritaron los adultos. Pero el niño no dijo
nada. ¿Dónde está Dios?, preguntó uno detrás de mí. Las tres sillas cayeron al
suelo. Nosotros desfilamos por delante. Los dos hombres ya no vivían, pero la
tercera cuerda aún se movía. El niño era más leve y todavía vivía. Detrás de mí
oí que el mismo hombre preguntaba: ¿dónde está Dios ahora? Y dentro de mí oí
una voz que me respondía: ‘ahí está, colgado de la horca’». El mal también
afecta a Dios.
¿Cómo
aceptar esto? Hans Jonas sostiene que «si a pesar del mal se quiere mantener la
fe en Dios, entonces sólo queda la eliminación de alguno de sus atributos
clásicos: o bien la omnipotencia, o bien la bondad suprema». Jesús nunca habló
de un Dios todopoderoso, sino de uno bondadoso y compasivo. El problema es que
en muchos contextos culturales el imaginario religioso dominante se empeña en
la imagen de un Dios omnipotente que actúa con razones ocultas y permite
ciertos hechos trágicos en razón de un bien mayor. Sin embargo, para Jesús,
Dios hace lo que los poderosos no hacen: toma postura a favor de todas las
víctimas y rechaza a los victimarios e indolentes. Cabe, pues, hacernos primero
la pregunta sobre la imagen que tenemos de Dios: ¿es la que nos enseñaron de
pequeños? ¿Un Dios sin rostro? ¿Selectivo?
El
rabino Hugo Gryn contaba que «en los campamentos de concentración había
descubierto a Dios, pero No el Dios de mi juventud. A ése lo perdí en los
crematorios de Auschwitz cuando no hizo nada. Pero luego, cuando pude ver con
claridad las distintas experiencias, entonces lo redescubrí. Y cuando miro
retrospectivamente a mis experiencias y sufrimientos, y veo que aún estoy vivo,
no me queda nada más a quien respetar en este mundo, sino a Dios».
La
pregunta por el mal nos ha de ayudar a discernir nuestras propias
responsabilidades a lo largo del tiempo que hemos vivido, pensando que siempre
hay posibilidad de cambiar la dirección que hemos querido dar a nuestras vidas.
Es lo que los cristianos llamamos la «conversión».
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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