domingo, 17 de abril de 2011
La insurrección secuestrada
Por Tulio Hernandez
Cuando me preguntan desde el extranjero si en Venezuela se van a presentar levantamientos populares como los que desde enero ocurren en el Oriente Medio, rápidamente respondo que probablemente no.
Entre otras razones porque en Venezuela ya ocurrió. Se produjo el 11 de abril de 2002.
Pero una élite de poder que se autodesignó gobierno, con un dirigente empresarial a la cabeza, sustituyó la voluntad de los millares de venezolanos que habían salido a expresar su rechazo, vació la calle de su presencia y terminó atornillando a Hugo Chávez en su sillón de Miraflores.
Es lamentable. Pero es la verdad. Tanto, que desde entonces hasta el presente, a pesar de que la situación nacional se ha agravado, los abusos de poder se han hecho inocultables y la corrupción una epidemia denigrante, nunca más se ha logrado movilizar en Venezuela a una masa popular de tan descomunal tamaño y extraordinaria disciplina cívica como aquella de abril de 2002.
Los hechos son todavía muy recientes como para poder juzgarlos con la serenidad que se requiere. Pero no hay duda de que aquello que pudo haber quedado registrado en la historia como un día glorioso ¬un día de insurrección popular¬ quedó convertido para el recuerdo en una opereta bufa con un efímero jefe de gobierno seleccionado a hurtadillas por una cúpula de militares, sacerdotes y empresarios sin ninguna representatividad política.
El Carmonazo, como tristemente se recuerda la escaramuza, además de hacer retroceder, por desencanto, el movimiento de resistencia democrática, tuvo otros efectos decisivos. En primer lugar, hizo que Hugo Chávez, cuya popularidad se hallaba en caída libre, recobrara por solidaridad automática el apoyo perdido entre un porcentaje importante de sus seguidores. En segundo lugar, le hizo ganar una gran simpatía ¬que, por suerte, ya perdió de manera contundente¬ en cierta opinión pública internacional “progresista”, siempre tentada por el sentimiento antinorteamericano. Y, en tercer lugar, ofreció el gran pretexto que el militar que dirige el país necesitaba para radicalizar sus prácticas autoritarias, criminalizar la protesta social y fortalecer su estrategia de intentar degradar moralmente a sus opositores.
A partir de entonces, la estrategia comunicacional fue implacable. En el discurso oficialista “opositor” y “golpista” fue convertido en sinónimo. Obviando el hecho de que muchos dirigentes políticos, comunicadores e intelectuales opuestos al chavismo salimos públicamente a condenar lo que obviamente era un acto violatorio de la Constitución y un desconocimiento de los partidos políticos, el oficialismo manipuló de la manera más burda la información para satanizar la disidencia y, en vez de actuar para sanar la herida, revisar las razones del rechazo popular y reunificar el país, desde entonces se cerró a cualquier posibilidad de diálogo y se dedicó a jugar a la polarización extrema desconociendo plenamente la existencia de la oposición democrática.
Han pasado nueve años y los muertos de abril de 2002 aún duelen en la conciencia. Las imágenes de civiles oficialistas disparando desde Puente Llaguno, y la de metropolitanos haciendo lo mismo en sentido inverso, anunciaban los tiempos duros por venir. Como todas las fechas históricas complejas, cada quien tiene su “yo estuve allí”, sus recuerdos personales y sus lutos.
Unos meses antes, en una columna de El País de Madrid, Moisés Naim exhortaba a los venezolanos demócratas a que dejaran que Hugo Chávez, por entonces disminuido en el aprecio popular y ya con pruebas suficientes de ineptitud gubernamental, terminara de caerse por su propio peso. Pero nadie le oyó. Y ya no tiene sentido reflexionar sobre la hipótesis. Tal vez sólo queda preguntarnos si algo aprendimos los venezolanos demócratas de aquellos hechos. Si aprendimos, por ejemplo, que no podemos confiarles de nuevo a los militares la salida del drama político que vivimos. Que, como decía, Manuel Caballero, nadie sale de una pesadilla cambiando de monstruo; que se sale de la pesadilla al despertar. Si aprendimos que para hacer transiciones democráticas eficientes se necesitan de buenos partidos políticos. Y si aprendimos que Hugo Chávez es la mayor, pero no la única, amenaza a la democracia. ¿Lo aprendimos?
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