Francisco Fernández-Carvajal 05 de marzo de 2019
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Fomentar la conversión del corazón, especialmente durante este tiempo.
—
Obras de penitencia: Confesión frecuente, mortificación, limosna...
— La
Cuaresma, un tiempo para acercarnos más al Señor.
I. Comienza
la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la
Pascua del Señor1.
La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a
recomenzar de nuevo.
Dice
el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto,
con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios
nuestro, porque es compasivo y misericordioso...2,
leemos en la Primera lectura de la Misa de hoy. Y, en el momento de la
imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las
palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia
pulvis es... Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de
convertir3.
Memento
homo... Acuérdate... Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin
el Señor no somos nada. «De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que
este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este
Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con
nuestra propia substancia»4.
Quiere
el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a Él, y
que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida
y de la alegría: «Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la
Cuaresma. Es Él mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable
del Evangelio»5.
Volver
el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los
medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos,
no intentar servir a dos señores6,
amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado
deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia,
etc., propias de cada cual.
Jesús
busca en nosotros un corazón contrito conocedor de sus faltas y pecados y
dispuesto a eliminarlos. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de
vuestros días que no fueron buenos...7.
El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en
la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y
penitencia hechas por amor: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de
nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así
volver a empezar siempre, avanzar cada día»8.
Para
fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone, en la liturgia del día de
hoy, el Salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento y con el que
tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en
estos momentos de oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por
tu inmensa compasión borra mi culpa, le decimos a Jesús.
Lava
del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre
presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé.
Oh
Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no
me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme
la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás
los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.
El
Señor nos atenderá si en el día de hoy le repetimos de corazón, a modo de
jaculatoria: Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro
con espíritu firme.
II. La
verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han
de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia,
en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la
convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la
preparación y cuidado de la Confesión frecuente.
El
Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que
ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que «fortifica el espíritu,
mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la
concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone
al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo»9.
Durante
la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (la abstinencia de
carne a partir de los 14 años, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos), que
nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna
que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al
que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra
apostólica para bien de las almas. «Todos los cristianos pueden ejercitarse en
la limosna, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y
aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer
limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen»10.
El
desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican
nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor en nuestro quehacer diario.
Porque «quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de
noche y, de noche, no lo encontrará»11.
La fuente de esta mortificación estará principalmente en la labor diaria: en el
orden, en la puntualidad al comenzar el trabajo, en la intensidad con que lo
realizamos, etc.; en la convivencia con los demás encontraremos ocasiones de
mortificar nuestro egoísmo y de contribuir a crear un clima más grato en
nuestro entorno. «Y la mejor mortificación es la que combate –en pequeños
detalles, durante todo el día– la concupiscencia de la carne, la concupiscencia
de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los
demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos.
Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus
egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a
veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las
habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para
todos, para ganar a todos (1 Cor 9, 22)»12.
Cada uno debe hacerse un plan concreto de mortificaciones que ofrecer al Señor
diariamente en esta Cuaresma.
III. No
podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y
eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del
Señor. San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa, nos dice que este es un
tiempo excelente que debemos aprovechar para una conversión: Os
exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (...).
Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación13.
Y el Señor nos repite a cada uno, en la intimidad del corazón: Convertíos.
Volved a Mí de todo corazón.
Ahora
se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a
estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico
que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y
de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y de mortificación.
«Cuando
uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy
suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida,
por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso;
no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos,
es una manera de desorientar la búsqueda»14.
A veces, cierta apatía o tristeza espiritual puede estar motivada por el
cansancio, por la enfermedad..., pero más frecuentemente se fragua por la falta
de generosidad en lo que el Señor nos pide, en la poca lucha por mortificar los
sentidos, en no preocuparse por los demás. En definitiva, por un estado de
tibieza.
Junto
a Cristo encontramos siempre el remedio a una posible tibieza y las fuerzas para
vencer en aquellos defectos que de otra manera nos resultarían insuperables.
«Cuando alguien diga: “Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no
puedo terminar las cosas que emprendo”, debería pensar (hoy): “Yo no estoy lo
suficientemente cerca de Cristo”.
»Por
eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como
dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo:
“No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy
cerca de Cristo”. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la
culpa es de la familia, de los padres o de los hijos... No. La culpa íntima es
de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete!
“Volveos a Mí de todo corazón!”.
»(...)
Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que
alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha
llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus
defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la
Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza»15.
2 Joel 2,
12. —
3 Gen 3,
19. —
4 J.
Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 117.
—
5 Juan
Pablo II, Homilía Miércoles de Ceniza, 28-II-1979. —
6 Cfr. Mt 6,
24. —
7 Ez 36,
31-32. —
8 Juan
Pablo II, Carta, Novo incipiente. 8-lV-1979. —
9 San
Francisco de Sales, Sermón sobre el ayuno. —
10 San
León Magno, Liturgia de las Horas, Segunda lectura del Jueves
después de Ceniza. —
11 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 3. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 9. —
13 Segunda
lectura de la Misa. 2 Cor 5, 20-6, 2. —
14 A.
Mª García Dorronsoro, Tiempo para creer, p. 118. —
15 Ibídem.
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