Francisco Fernández-Carvajal 03 de marzo de 2019
— Dios
llama a todos. Necesidad del desprendimiento para seguir a Cristo.
— La
respuesta a la personal vocación.
—
Pobreza y desprendimiento en nuestra vida corriente.
I. Nos
dice el Evangelio de la Misa1 que
salía ya Jesús de una ciudad y se ponía en camino hacia otro lugar, cuando vino
un joven corriendo y se detuvo ante el Señor. Los tres Evangelistas que nos
relatan el suceso nos dicen que era de buena posición social. Se arrodilló a
los pies de Cristo, y le hizo una pregunta fundamental para todo hombre: Maestro,
le dice, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús
está de pie, rodeado de sus discípulos, que contemplan la escena; el joven, de
rodillas. Es un diálogo abierto, en el que el Señor comienza dándole una
respuesta general: Guarda los mandamientos. Y los enumera: no
matarás, no cometerás adulterio, no robarás... Él respondió: Maestro,
todo esto lo he guardado desde mi adolescencia... ¿Qué me falta aún?,
recoge San Mateo2.
Es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez ante el desencanto íntimo
de las cosas que siendo buenas no acaban de llenar el corazón, y ante la vida
que va pasando sin apagar esa sed oculta que no se sacia. Y Cristo tiene una
respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida.
Jesús
sabía que en el corazón de aquel joven se hallaba un fondo de generosidad, una
capacidad grande de entrega. Por eso lo miró complacido, con amor de
predilección, y le invitó a seguirle sin condición alguna, sin ataduras. Se
quedó mirándolo fijamente, como solo Cristo sabe mirar, hasta lo más profundo
del alma. «Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada
paso. Se puede decir también que en esta “mirada amorosa” de Cristo está
contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva (...).
Al hombre le es necesaria esta “mirada amorosa”; le es necesario saberse amado,
saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la
eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de
elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de
Cristo»3. Así nos ve el Señor ahora y siempre, con amor hondo, de
predilección.
El
Maestro, con una voz que tendría una entonación particular, le dijo: Una
cosa te falta aún. Una sola. ¡Con qué expectación aguardaría aquel joven la
respuesta del Maestro! Era, sin duda, lo más importante que iba a oír en toda
su existencia. Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres... Luego
ven y sígueme. Era una invitación a entregarse por entero al Señor. No
esperaba esto aquel joven. Los planes de Dios no siempre coinciden con los
nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación, en nuestros ensueños.
Los proyectos divinos, de una forma u otra, siempre pasan por el
desprendimiento de todo aquello que nos ata. Para seguir a Cristo necesitamos
tener el alma libre. Las muchas riquezas de este joven fueron el gran obstáculo
para aceptar el requerimiento de Jesús, lo más grande que ocurrió en su vida.
Dios
llama a todos: a sanos y a enfermos, a personas con grandes cualidades y a las
de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces;
a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer
debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. Y a todos nos
llama a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, a la entrega; a
todos nos dice en nuestro interior: ven y sígueme. No cabe la
mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de «media
entrega», con condicionamientos.
Este
joven ve de repente su vocación: la llamada a una entrega plena. Su encuentro
con Jesús le descubre el sentido y el quehacer fundamental de su vida. Y ante
Él se pone al descubierto su verdadera disponibilidad. Había creído realizar la
voluntad de Dios porque cumplía los mandamientos de la Ley. Cuando Cristo le
pone delante una entrega completa, se descubre lo mucho que está apegado a sus
cosas y el poco amor a la voluntad de Dios. También hoy se repite esta escena.
«Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia
y buen estudiante. —Pero que no “encaja”: si le hablas de sacrificio y
apostolado, se entristece y se te va.
»No te
preocupes. —No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el
Evangelista: “si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a
los pobres” (sacrificio)... “y ven después y sígueme” (apostolado).
»El
adolescente “abiit tristis” —se retiró también entristecido: no quiso
corresponder a la gracia»4.
Se marchó lleno de tristeza, porque la alegría solo es posible cuando hay
generosidad y desprendimiento. Entonces la vida se llena de gozo en esa
disponibilidad absoluta ante el querer de Dios que se manifiesta cada día en
cosas pequeñas y en momentos bien precisos de nuestra vida. Digámosle hoy al
Señor que nos ayude con su gracia para que, en todo momento, pueda contar
efectivamente con nosotros para lo que quiera, sin condiciones ni ataduras.
«Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos
los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me
separe de Ti», le decimos en este diálogo con Él.
II. «La
tristeza de este joven –comenta el Papa Juan Pablo II– nos lleva a reflexionar.
Podremos tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de
este mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del
Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la
llamada de Jesús a seguirlo: ¡no estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí
mismo, a decir sí al amor y no a la huida! El amor verdadero es exigente (...).
Porque fue Jesús –nuestro mismo Jesús– quien dijo: Vosotros sois mis
amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15, 14). El amor
exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios.
Significa sacrificio y disciplina, pero significa también alegría y realización
humana (...). Con la ayuda de Cristo y a través de la oración vosotros podréis
responder a su llamada (...). Abrid vuestros corazones a este Cristo del
Evangelio, a su amor, a su verdad, a su alegría. ¡No os vayáis tristes!»5.
La
llamada del Señor a seguirle de cerca exige una actitud de respuesta continua,
porque Él, en sus diferentes llamamientos, pide una correspondencia dócil y
generosa a lo largo de la existencia. Por eso debemos ponernos con frecuencia
delante del Señor –cara a cara con Él, sin anonimato– y preguntarle, como este
joven: ¿Qué me falta?, ¿qué exigencias tiene hoy, en estas
circunstancias mi vocación de cristiano?, ¿qué caminos quieres que siga? Seamos
sinceros: quien tiene verdaderos deseos de saber, llega a conocer con claridad
los caminos de Dios. «El cristiano va descubriendo así, en medio de su vida
corriente, cómo su vocación debe desplegarse a través de un tejido menudo y
cotidiano de llamadas y sugerencias divinas (...), de instantes significativos,
de “vocaciones” concretas, para realizar, por amor a su Señor, pequeñas o
grandes tareas en el mundo de los hombres. Es en medio de este diálogo con el
Señor como un hombre puede escuchar esa voz divina que le pide tomar unas
decisiones definitivas, radicales (...). La palabra de Dios puede llegar con el
huracán o con la brisa (1 Rey 19, 22)»6.
Pero para seguirla debemos estar desprendidos de toda atadura: solo Cristo
importa. Todo lo demás, en Él y por Él.
III.
Aquel joven se levantó del suelo, esquivó aquella mirada de Jesús y su
invitación a una vida honda de amor, y se marchó –todos se dieron cuenta– con
la tristeza señalada en el rostro. «El instinto nos indica que la negativa de
aquel momento fue definitiva»7.
El Señor vio con pena cómo se alejaba; el Espíritu Santo nos revela el motivo
de aquel rechazo a la gracia: tenía muchos bienes, y estaba muy
apegado a ellos.
Después
de este incidente, la comitiva emprende su camino. Pero antes, o quizá mientras
recorren los primeros pasos, Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus
discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen
riquezas! Ellos quedaron impresionados por sus palabras. Y el Señor
repitió con más fuerza: Es más fácil a un camello pasar por el ojo de
una aguja que a un rico entrar en el Reino. Hemos de considerar con
atención la enseñanza de Jesús y aplicarla a nuestra vida: no se pueden
conciliar el amor a Dios, el seguirle de cerca, y el apegamiento a los bienes
materiales: en un mismo corazón no caben esos dos amores. El hombre puede
orientar su vida proponiéndose como fin a Dios, al que se alcanza, con la ayuda
de la gracia, también a través de las cosas materiales, usándolas como medios,
que eso son; o puede, desgraciadamente, poner en las riquezas la esperanza de
su plenitud y felicidad: deseo desmedido de bienes, de lujo, de comodidad,
ambición, codicia...
Hoy
puede ser una buena ocasión para que examinemos valientemente en la intimidad
de nuestra oración qué nos mueve en nuestro actuar, dónde tenemos puesto el
corazón: si tenemos planteado un verdadero empeño por andar desprendidos de los
bienes de la tierra, o bien si, por el contrario, sufrimos cuando padecemos
necesidad; si estamos vigilantes para reaccionar ante un detalle que manifieste
aburguesamiento y comodidad, servidos a menudo por los reclamos de la sociedad
de consumo; si somos parcos en las necesidades personales, si frenamos la
tendencia a gastar, si evitamos los gastos superfluos, si no nos creamos falsas
necesidades de las que podríamos prescindir con un poco de buena voluntad, si
nos esforzamos por no ceder en los caprichos y antojos que fácilmente se pueden
presentar, si cuidamos con esmero las cosas de nuestro hogar y los bienes que
usamos; si actuamos con la conciencia clara de ser solo administradores que han
de dar cuenta a su verdadero Dueño, Dios nuestro Señor; si llevamos con alegría
las incomodidades y la falta de medios; si somos generosos en la limosna a los
más necesitados y en el sostenimiento de obras buenas, privándonos de cosas que
nos agradaría poseer... Solo así viviremos con la alegría y la libertad
necesaria para ser discípulos del Señor en medio del mundo.
Seguir
de cerca a Cristo es nuestro supremo ideal; no queremos marcharnos como aquel
joven, con el alma impregnada de profunda tristeza porque no supo desprenderse
de unos bienes de escaso valor ante la riqueza inmensa de Jesús.
1 Mc 10,
17-27. —
2 Mt 19,
20. —
3 Juan
Pablo II, Carta a los jóvenes, 31-I-1985, n. 7. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 807. —
5 Juan
Pablo II, Homilía en el Boston Common, 1-X-1979. —
6 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, pp. 82-83. —
7 R.
A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid
1962, p. 141.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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