Francisco Fernández-Carvajal 02 de marzo de 2019
— La
muerte, consecuencia del pecado. De esta vida solo nos llevaremos el mérito de
las buenas obras y el débito de los pecados.
—
Sentido cristiano de la muerte.
—
Frutos de la meditación sobre las postrimerías.
I. Nos
enseña San Pablo en la Segunda lectura de la Misa1 que
cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista de inmortalidad, la muerte
será definitivamente vencida. Entonces podremos preguntar: ¿Dónde está,
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la
muerte es el pecado... Fue el pecado quien introdujo la muerte en el
mundo. Cuando Dios creó al hombre, junto con los dones sobrenaturales de la
gracia le otorgó también otros dones que perfeccionaban la naturaleza en su
mismo orden. Entre ellos figuraba el de la inmortalidad corporal, que nuestros
primeros padres debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de
origen llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este don de la
inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado2,
entró en un mundo que había sido concebido para la vida. La Revelación nos
enseña que Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los
vivientes3.
Pero,
con el pecado, la muerte llegó para todos: «lo mismo muere el justo y el impío,
el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios y el que
no. La misma suerte corre el bueno y el que peca. El que jura, lo mismo que el
que teme el juramento. De igual modo se reducen a pavesas y a cenizas hombres y
animales»4.
Todo lo material se acabará: cada cosa a su hora. El mundo corpóreo y cuanto
existe en él está abocado a un fin. También nosotros.
Con la
muerte, el hombre pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la
parábola, el Señor dirá al que solo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y
comodidad: ¡Insensato!... ¿De quién será cuanto has acumulado?5.
Cada uno llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y el débito
de sus pecados. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya
desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que sus
obras los acompañan6.
Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna, según
advertía el Señor: luego viene la noche, cuando nadie puede trabajar7.
Con la muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda
en la amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia por toda la
eternidad.
La
meditación de nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la
tibieza, ante la posible desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento a
las cosas de aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a santificar
el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer.
Recordamos
hoy que somos barro que perece, pero también sabemos que hemos sido creados
para la eternidad, que el alma no muere jamás y que nuestros propios cuerpos
resucitarán gloriosos un día para unirse de nuevo al alma. Y esto nos llena de
alegría y de paz y nos mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo.
II. Con la
Resurrección de Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al
hombre; es este quien la tiene bajo su dominio8.
Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en que estamos unidos a Aquel
que posee las llaves de la muerte9.
La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la tremenda separación –el
alma separada de Dios–, junto a la cual la otra separación, la del
cuerpo y el alma, es menos importante y, además, provisional. Quien
cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que
vive y cree en mí no morirá jamás10.
«En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado su aguijón, la
muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede parecer paradójica
cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres afligidos por la certeza de la
muerte y confundidos por el tormento del dolor. Ciertamente, el dolor y la
muerte desconciertan al espíritu humano y siguen siendo un enigma para aquellos
que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la
victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro
Redentor»11.
El
materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al
negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia
de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las
conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que se hayan
dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo. Es bueno
que quienes vengan detrás nos recuerden, pero el Señor nos enseña más: No
temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed más bien al
que puede arrojar alma y cuerpo en el Inferno12.
Este es el santo temor de Dios, que tanto nos puede ayudar en
ocasiones a alejarnos del pecado.
Para
toda criatura, la muerte es un trance difícil, pero después de la Redención
obrada por Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta.
Ya no es solo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado como
justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la entrega en manos
de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al Padre13;
el paso a una vida nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a Cristo,
podremos decir con el Salmista: aunque haya que pasar por un valle
tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo14.
Esta serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza en
Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con sus
flaquezas, a excepción del pecado15,
para destruir por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto
es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte andaban
sujetos a servidumbre16.
Por eso enseña San Agustín que «nuestra herencia es la muerte de Cristo»17:
por ella podemos alcanzar la Vida.
La
incertidumbre de nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia
divina y a ser muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en
servicio de Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener
presente, y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor
es un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios quien
nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de mi
Padre...!
La
amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la vida, el sabernos hijos de
Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte con serenidad: será el encuentro
de un hijo con su Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de esta
vida. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno,
porque Tú estás conmigo.
III. La
Iglesia recomienda la meditación de los Novísimos, pues de su
consideración podemos sacar muchos frutos. El pensamiento de la brevedad de la
vida no nos aleja de los asuntos que el Señor ha puesto en nuestras manos:
familia, trabajo, aficiones nobles... Nos ayuda a estar desprendidos de los
bienes, a situarlos en el lugar que les corresponde, y a santificar todas las
realidades terrenas, con las que hemos de ganarnos el Cielo. Cuando muera un
amigo, un familiar, una persona querida, puede ser un momento oportuno, entre
otros, para llevar a nuestra consideración estas verdades ineludibles.
El
Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón
en la noche18,
y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno. Aferrarse
a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas tan pronto sería un grave
error. Hemos de caminar con los pies en la tierra; estamos en medio del mundo y
a eso nos llama la vocación de cristianos, pero sin olvidar que somos
caminantes que tienen la vista en Cristo y en su Reino, que será lo definitivo.
Debemos vivir todos los días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen
–muy deprisa– hacia el encuentro con Dios. Cada mañana damos un paso más hacia
Él, cada tarde nos encontramos más cerca. Por eso viviremos como si el Señor
fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en que quiso dejar el Señor el
fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada jornada como si fuera la
última, preparados siempre y dispuestos a «cambiar de casa»19.
De todas formas, ese día «no puede estar muy lejos»20;
cualquier día puede ser el último. Hoy han muerto miles de personas en
circunstancias diversísimas; posiblemente, muchas jamás imaginaron que ya no
tendrían más tiempo para merecer.
Cada
día nuestro es una hoja en blanco en la que podemos escribir maravillas o
llenarla de errores y manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan para el
final del libro, que un día verá nuestro Señor.
La
amistad con Jesucristo, el amor a nuestra Madre María, el sentido cristiano con
que nos hemos empeñado en vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad
nuestro encuentro definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte,
que tuvo a su lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito
de este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con
nuestro Padre Dios.
San
Pablo se despide de los primeros cristianos de Corinto con estas palabras
consoladoras con las que termina la Segunda lectura. Podemos
considerarlas nosotros como dirigidas a cada uno en particular: Por
tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando
siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es en vano en el
Señor. Madre nuestra –acudimos, para terminar nuestra oración, a la Virgen
Santísima–, alcánzanos de tu Hijo la gracia de tener siempre presente la meta
del Cielo en todos nuestros quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada
puesta en la eternidad: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros
pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
1 1
Cor 15, 54-58. —
2 Rom 6,
23. —
3 Sab 1,
13-14. —
4 San
Jerónimo, Epístola 39, 3. —
5 Lc 12,
20-21. —
6 Apoc 14,
13. —
7 Jn 9,
4. —
8 Cfr. 1
Cor 3, 2. —
9 Apoc 1,
18. —
10 Jn 11,
25-26. —
11 Juan
Pablo II, Homilía 16-II-1981. —
12 Mt 10,
28. —
13 Cfr. Jn 13, 1. —
14 Sal 22, 4. —
15 Cfr. Hebr 4, 15. —
16 Hebr 2,
14-15. —
17 San
Agustín, Epístola 2, 94. —
18 1
Tes 5, 2. —
19 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 744. —
20 San
Jerónimo, Epístola 60, 14.
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