Francisco Fernández-Carvajal 28 de febrero de 2019
—
Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del matrimonio. Unidad e
indisolubilidad.
—
Apostolado sobre la naturaleza del matrimonio. Ejemplaridad de los cónyuges.
Santidad de la familia.
— El
matrimonio cristiano.
I. Nos
muestra el Evangelio de la Misa1 a
Jesús enseñando a una multitud que llegaba de todas las poblaciones vecinas. Y
en medio de estas gentes sencillas que reciben con avidez la Palabra de Dios se
presentan unos fariseos con intenciones torcidas, queriendo enfrentar a Cristo
con la Ley de Moisés. Le preguntan si es lícito al marido repudiar a su mujer.
Jesús les dijo: ¿Qué os mandó Moisés? Ellos dijeron: Moisés
permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla. Esto era por
todos admitido, pero se discutía si era lícito repudiar a la mujer por
cualquier motivo2,
por una causa insignificante, incluso sin motivo alguno.
Jesucristo,
Mesías e Hijo de Dios, conoce perfectamente el sentido de dicha Ley: Moisés
había permitido el divorcio por la dureza de corazón de su
pueblo, y protegió la condición de la mujer, pues era tan denigrante que era
considerada en muchos casos como una esclava sin derecho alguno, prescribiendo
un documento (el libelo de repudio) por el cual la mujer
repudiada recuperaba de nuevo la libertad. Este certificado significaba un
verdadero avance social para aquellos tiempos de barbarie en tantas costumbres3.
Pero
Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del matrimonio, según lo
instituyera Dios al principio de la Creación: los hizo Dios varón y
hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola
carne. Por tanto, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.
Esta
enseñanza resonó extraordinariamente exigente en los oídos de todos, de tal
manera que los mismos discípulos –según relata San Mateo– le dijeron: Si
tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse4.
Y la conversación debió de alargarse, porque de nuevo, ya en casa, volvieron a
preguntarle. Y Jesús declaró para siempre: Cualquiera que repudie a su
mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia
a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
El
Señor señala cómo Dios estableció en un principio la unidad y la
indisolubilidad del matrimonio. San Juan Crisóstomo, comentando esta enseñanza,
expresa en fórmula sencilla y clara que el matrimonio es de uno con una y para
siempre5. El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete de la ley
natural y divina, ha enseñado de modo constante que el matrimonio fue
instituido por Dios con lazo perpetuo e indisoluble, y «que fue
protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor
mismo de la naturaleza, Dios, y el restaurador de la misma naturaleza, Cristo
Señor; leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los
hombres, ni siquiera al arbitrio contrario de los mismos cónyuges»6.
El matrimonio no es un simple contrato privado, no puede romperse por voluntad
de los contrayentes. No existe razón humana, por fuerte que pueda parecer,
capaz de justificar el divorcio, que es contrario a la ley natural y a la
divina.
Juan
Pablo II alentaba a los esposos cristianos para que, aun viviendo en ambientes
donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la debida consideración o
sufran una fuerte presión contraria, sean fieles al proyecto cristiano de la
vida familiar7. Y nosotros debemos pedir con frecuencia por la estabilidad de
las familias –comenzando por la propia–, y hemos de procurar ser siempre
instrumentos de unión a través del servicio gustoso, de la alegría continua, de
un apostolado eficaz que lleve a todos a Dios. ¿Pedimos cada día por aquel de
la familia que más lo necesita? ¿Tenemos más atenciones con el más débil, con
el que más flaquea? ¿Cuidamos con esmero de quien se encuentra enfermo?
II. El
cristiano no debe dejarse impresionar, a la hora de recordar el valor y la
santidad del matrimonio, por las dificultades o incluso por las burlas que
puede encontrar en el ambiente, de igual manera que al Señor no le importó que
el clima existente en el pueblo de Israel fuese contrario a sus enseñanzas. Al
defender la indisolubilidad de la institución matrimonial llevamos a cabo un
bien inmenso a todos.
Jesucristo,
en contra del ambiente de aquella época acerca de la institución matrimonial,
le devuelve toda su dignidad originaria y la eleva al orden sobrenatural, al
instituir el matrimonio como uno de los siete sacramentos que habrían de
santificar a los cónyuges y la vida familiar. Y hoy, cuando en tantos ambientes
se ataca la dignidad de este sacramento y sus propiedades esenciales, o tratan
de ridiculizarlo con toscas parodias, es deber de los cristianos, como hiciera
Jesús en su tiempo, hacer su apología y poner las bases para que la familia,
unida y sólida, sea cimiento de la misma sociedad.
La familia
«tiene que ser objeto de atención y de apoyo por parte de cuantos intervienen
en la vida pública. Educadores, escritores, políticos y legisladores han de
tener en cuenta que gran parte de los problemas sociales y aun personales
tienen sus raíces en los fracasos o carencias de la vida familiar. Luchar
contra la delincuencia juvenil o contra la prostitución de la mujer y favorecer
al mismo tiempo el descrédito o el deterioro de la institución familiar es una
ligereza y una contradicción.
»El
bien de la familia en todos sus aspectos tiene que ser una de las
preocupaciones fundamentales de la actuación de los cristianos en la vida
pública. Desde los diversos sectores de la vida social hay que apoyar el
matrimonio y la familia, facilitándoles todas aquellas ayudas de orden
económico, social, educativo, político y cultural que hoy son necesarias y
urgentes para que puedan seguir desempeñando en nuestra sociedad sus funciones
insustituibles (cfr. Familiaris consortio, n. 45).
»Hay
que advertir, sin embargo, que el papel de las familias en la vida social y
política no puede ser meramente pasivo. Ellas mismas deben ser “las primeras en
procurar que las leyes no solo no ofendan, sino que sostengan y defiendan
positivamente los derechos y deberes de la familia” (Ibídem, n. 44),
promoviendo así una verdadera “política familiar” (Ibídem)»8.
La
ejemplaridad y la alegría de los esposos cristianos han de preceder en el
apostolado con sus hijos y con otras familias a quienes tratan por razones de
amistad, relaciones sociales, objetivos comunes en la educación de los hijos,
etc. Esa alegría, en medio de las dificultades normales de toda familia, nace
de una vida santa, de la correspondencia a la vocación matrimonial. Y los
hijos, siguiendo su propia vocación, realizan un bien muy grato al Señor cuando
se esfuerzan en poner todos los medios a su alcance para mantener el ambiente
propio de una familia cristiana en la que todos viven las virtudes humanas y
las sobrenaturales: alegría, cordialidad, sobriedad, laboriosidad, respeto
mutuo...
III. Al
quedar elevado al orden sobrenatural, todo amor humano se engrandece y afianza
porque, en el sacramento cristiano, el amor divino penetra en el amor humano,
lo engrandece y lo santifica. Es Dios quien une con vínculo sagrado y
santificante a hombre y mujer en el matrimonio; por eso, lo que Dios ha
unido no lo separe el hombre. Precisamente porque Dios une con vínculos
divinos, lo que eran dos cuerpos y dos corazones se hacen una caro,
una sola carne, como un solo cuerpo y un mismo corazón, a semejanza de la unión
de Cristo con su Iglesia9.
El
matrimonio no es solo una institución social; no es solo un estado jurídico,
civil y canónico; es también una nueva vida, abnegada, rebosante de amor,
santificante de los cónyuges y santificadora de todos los que componen la
familia.
Es
bueno que nos detengamos durante la oración con el Señor para examinar
distintos aspectos de la conducta diaria: la convivencia cordial y afectuosa
–libre de discusiones, de críticas o quejas–; la disponibilidad para el cuidado
de la casa y para la atención material de los hijos, de los hermanos, de los
abuelos...; el aprovechamiento del tiempo en los días festivos, evitando el
ocio o los pasatiempos inútiles; la serenidad ante las contrariedades; la
sencillez en el modo de vivir las celebraciones, el sentido cristiano de
santificar las fiestas, de plantear un viaje o un período de vacaciones; el
respeto por la libertad y opiniones de los demás, junto con el oportuno
consejo; el interés por los estudios y la formación en las virtudes humanas y
cristianas de los hijos, de los hermanos más pequeños...; la atención de
aquellos que requieran un cuidado y comprensión más esmerados y más
sacrificados, etc.
Si los
padres se aman, con amor humano y sobrenatural, serán ejemplares y los hijos se
mirarán en ellos para encontrar respuesta a tantos interrogantes como les
plantea la vida. En un ambiente alegre, en el que el ejercicio de las virtudes
humanas ocupará un lugar muy importante, se mantendrá el ideal cristiano y los
nobles afanes humanos. Entonces, la familia se convierte en un lugar
privilegiado para la «renovación constante de la Iglesia»10,
para la nueva evangelización del mundo, a la que el Papa actual nos llama.
Pidamos
a la Santísima Virgen, Madre del Amor Hermoso, la gracia abundante de su Hijo
Jesucristo para la familia propia y para todas las familias cristianas de la
tierra.
1 Mc 10,
1-12. —
2 Mt 19,
3. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc.
—
4 Mt 19,
10. —
5 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 62, 1. —
6 Pío XI,
Enc. Casti connubii, 31-XII-1930. —
7 Cfr. Juan
Pablo II, Homilía durante la Misa para las familias cristianas,
Madrid 2-XI-1982. —
8 Conferencia
Episcopal Española, Instruc. Past. Los católicos en la vida
pública, 22-IV-1986, nn. 160-162. —
9 Cfr. Ef 22.
—
10 Juan
Pablo II, Alocución 21-IX-1978.
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