Por Francisco Suniaga
Al escuchar la palabra
“descuadernado”, la imagen que se evoca es clara, el viejo cuaderno al que se
le han desgajado los pliegos y está desbaratado, roto. Así lo describe el
Diccionario de la Lengua Española, siempre exasperante en su parquedad, al
referirse a su etimología: “De des– y cuaderno”. En Margarita,
sin embargo, en particular en su mundo marinero, hay una imagen más poderosa:
La del bote que pierde las cuadernas (esos soportes curvos que se apoyan en la
quilla y forman su estructura en forma de costillar) y, descuadernado, más que
irse a pique, se desintegra en el agua. Esta última es exactamente la imagen
que tengo al pensar y afirmar que Venezuela se está descuadernando.
No es un proceso nuevo.
Para muchos esto comenzó en 1999, para otros, un tanto más atrás, en 1989 con
el Caracazo, o en 1992 con las dos intentonas militares, o en 1993 con la
defenestración de Carlos Andrés Pérez (CAP). Para los chavistas impenitentes,
los que aún dicen que esta catástrofe ocurre porque “Maduro no es
Chávez”, comenzó exactamente el 5 de marzo de 2013. Cada quien puede
poner una fecha a su arbitrio, lo cierto es que Venezuela se desencuaderna, y
que en estos últimos meses lo hace de una manera margariteña.
Lo irrebatible es que
desde1999, cuando Hugo Chávez, votado por la mayoría (eufórica entonces) de los
venezolanos, se encargó del timón, el barco empezó a crujir apenas zarpó. Desde
aquel entonces hasta hoy han transcurrido veintidós años -cuatro períodos constitucionales
de los de antes- y un par de meses. Estamos en un punto donde ya no se puede
creer que la destrucción causada en todos los ámbitos haya sido
producto de una deriva tan propia de los barcos. No se puede llamar deriva a
la ignorancia que, junto con el resentimiento y
la corrupción, han sido la brújula de un rumbo que
resultó devastador, único en la historia conocida. Un derrotero escogido
con premeditación y seguido con una perseverancia digna de mejores
causas.
Nada se ha salvado. Las
instituciones del Estado y de la sociedad, desde el Parlamento nacional hasta
el jardín de infancia de un pueblito andino, pasando por las fiestas de la
Quinta Esmeralda y la Semana Santa de La Asunción, han sido demolidas.
Los servicios públicos de educación, salud, seguridad, electricidad, agua,
la economía, finanzas públicas, el sistema bancario, en fin, nada se
salvó.
“Vuelve a su casa y
espera que ocurra un milagro de la Virgen del Valle y, para compensarse, piensa
que por lo menos ahí está a salvo de la pandemia”
Traducido en términos de gente, significa que a los venezolanos nos partieron en dos mitades. Los que se fueron, dejaron aquí su vida y sueños, y se llevaron consigo la vida y los sueños de los que aquí nos quedamos, huérfanos ambos grupos. Somos, en un paralelismo trágico, “los que vivimos” (parafraseando el título de la novela de la estadounidense Ayn Rand –We the living, 1936-, ahora tan cerca de nuestra realidad), en una búsqueda inútil de mundos privados, de burbujas, que nos aíslen y salven de esta realidad tan opresiva y tan omnipresente. Pero son meras pompas de jabón, evanescentes, que en cualquier momento nos dejan a la intemperie en esta atmósfera venusiana, absolutamente desvalidos. Si no fuese por Internet, ni siquiera podríamos comunicarnos, pero será cuestión de tiempo, por ahora, los náufragos nos hablamos, pero es de noche y el oleaje es duro.
En la cotidianidad
individual se aprecia de muchas maneras. Quien vino
a Margarita a construir su burbuja (i.e. el arriba firmante), un día
cualquiera amanece sin gas para cocinar porque el camión de las
bombonas no ha vuelto a pasar por su calle y no está adscrito al CLAP. No
hay electricidad porque está racionada durante cuatro horas, y por tanto
no puede preparar café en la cocinita que tiene prevista para cuando falta el
gas. No tiene Internet porque está caída desde hace una semana pues,
dicen, se rompió el cable que viene de Cumaná. No tiene efectivo en
bolívares y tampoco puede usar la tarjeta de débito porque no le
hicieron el depósito de un dinero que le debían (el deudor dice que no tiene
Internet). Tienes veinte dólares pero nadie le va a cambiar porque no hay
billetes de 10, 5 y 1. Como vive un tanto alejado del centro de la ciudad
(quería aislarse), debe irse a pie porque su carro no tiene gasolina. El
pescadero que siempre le fía le reclama “mijo, cómo te fío, si no has pagado el
carite de la semana pasada”. El carnicero nunca te ha dado crédito porque no le
fía carne a nadie (por la misma razón por la que nadie fía caña). No puede llamar
a sus familiares para que lo auxilien porque no tiene saldo en el celular.
Ellos no lo llaman porque no quieren gastar su saldo. Vuelve a su casa y espera
que ocurra un milagro de la Virgen del Valle y, para compensarse,
piensa que por lo menos ahí está a salvo de la pandemia. Por cierto, que
tiene una carraspera rara. ¿Se podrá vivir más descuadernado?
07-04-21
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