Moisés Naím 17 de noviembre de 2021
@moisesnaim
Quienes
no gozan de legitimidad real tienen que contentarse con la artificial y espuria
legitimidad que les dan las elecciones amañadas.
La proliferación de autócratas enamorados de las elecciones presidenciales es un sorprendente fenómeno político. No es que a los dictadores les gusten los comicios libres y justos en los cuales ellos podrían perder. Eso no. Lo que buscan es el pasajero aroma democrático del que les impregna una elección popular, siempre y cuando su victoria esté garantizada. Y lo extraño es que a pesar de que, dentro y fuera del país, la gente sabe que la elección es una farsa, los autócratas siguen montando estas obras de teatro electoral que simulan una elección democrática.
Las
elecciones falsas tienen un largo historial. A Sadam Husein, Muamar el Gadafi,
o los líderes de la Unión Soviética y sus satélites les encantaban las
elecciones que ganaban con el 99% de los votos, o con el 96,6% cuando eran
reñidas. Más recientemente, el tirano de Corea del Norte, Kim Jong-un, Hugo
Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, Vladímir Putin en Rusia o Aleksandr
Lukashenko en Bielorrusia han ganado elecciones fraudulentas.
Un
caso extremo de estos intentos de perpetuarse en el poder es el de Daniel
Ortega en Nicaragua. Hace unos años alegó ante la Corte Suprema de su país que
el derecho a la reelección indefinida es un derecho humano fundamental. Esta
barbaridad fue aceptada por los magistrados quienes, obviamente, eran sus
lacayos. Inevitablemente, las cortes internacionales que consideraron esta
aspiración la declararon inválida. Esto no detuvo a Ortega. En 2011, el
presidente violó la Constitución y se lanzó como candidato a un tercer mandato.
Ganó esa elección usando todo tipo de trucos y trampas. Hace unas semanas lo
volvió a hacer. Se declaró ganador por abrumadora mayoría de la elección que lo
deja en la presidencia por un cuarto mandato.
Ortega,
un líder marxista que en los años setenta contribuyó a través de la lucha
armada al derrocamiento de la dictadura de Anastasio Somoza, se ha convertido a
sus 75 años en un tirano clásico, el hombre fuerte que desde hace dos décadas
gobierna con mano de hierro a uno de los países más pobres del mundo. Su
marxismo juvenil contrasta con su opulencia y la de su familia.
A
Ortega le gustan las elecciones. Siempre que pueda encarcelar a los principales
líderes de la oposición, empresarios, periodistas, académicos, activistas
sociales y líderes estudiantiles. Los puso a todos en la cárcel, incluyendo a
siete candidatos a la presidencia. También reprimió brutalmente las
manifestaciones callejeras que denunciaban la corrupción de su Gobierno y
pedían cambios. El uso abusivo de los recursos del Estado a favor de su campaña
electoral, la coacción de funcionarios públicos que fueron obligados a votar a
favor del Gobierno, la censura de los medios de comunicación social y el férreo
control de las fuerzas armadas son los ingredientes de las elecciones que le
gustan a este tipo de tiranos.
Las
elecciones fraudulentas no solo obligan a todo un pueblo a continuar viviendo
con los líderes y las políticas que profundizan la miseria, la inequidad y la
injusticia. También sirven para revelar lo desprovista que está la comunidad
internacional de estrategias que aumenten los costos y riesgos que enfrentan
quienes atentan contra la democracia en un determinado país. Estados Unidos, la
Unión Europea y la mayoría de países de América han denunciado estridentemente
el abuso y la ilegalidad de Daniel Ortega. EE UU ha amenazado con más sanciones
contra los jefes y principales beneficiarios del monstruoso régimen
nicaragüense.
Lamentablemente,
nada de eso hará que Ortega entregue el poder mal habido que detenta. Porque el
dictador nicaragüense encarna aquella observación de George Orwell: “Sabemos
que nadie toma el poder con la intención de dejarlo”.
Paradójicamente,
la democracia está basada justo en lo contrario, en la premisa de que el poder
de los gobernantes elegidos libremente por el pueblo en elecciones justas debe
ser limitado en el tiempo. Las más longevas y consolidadas democracias del
mundo han logrado instaurar leyes, instituciones y reglas que frenan los
intentos de mandatarios que buscan concentrar excesivamente el poder y
perpetuarse en él. Otros países, en cambio, han sido víctimas de la cita de
Orwell: tienen líderes que suponen que, una vez conquistado, el poder no se
abandona.
Así,
lo que estamos viendo en el mundo es que, apenas electos, algunos presidentes
comienzan a buscar la forma de alargar su permanencia en el poder y debilitar
los pesos y contrapesos que limitan su poder.
Daniel
Ortega, su familia y sus cómplices deben estar celebrando el resultado de las
elecciones. La de Nicaragua es un buen modelo del tipo de elección que tanto
les gustan a los dictadores.
Quienes
no gozan de legitimidad real tienen que contentarse con la artificial y espuria
legitimidad que les dan las elecciones amañadas.
Moisés
Naím
@moisesnaim
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