Francisco Fernández-Carvajal 28 de noviembre de 2021
@hablarcondios
—
Alegría del Adviento. Alegría al recibir al Señor en la Sagrada Comunión.
— Señor,
yo no soy digno... Prepararnos para recibir al Señor. Imitar en sus
disposiciones al Centurión de Cafarnaúm.
—
Otros detalles referentes a la preparación del alma y del cuerpo para recibir
con fruto este sacramento. La Confesión frecuente.
I. El
Salmo 121, que leemos en la Misa de hoy, era un canto de los peregrinos que se
acercaban a Jerusalén: Qué alegría –recitaban los peregrinos
al aproximarse a la ciudad– cuando me dijeron: «Vamos a la casa del
Señor». Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén1.
Esta alegría es imagen también del Adviento, en el que cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor. Es además imagen de la alegría que experimenta nuestro corazón cuando nos acercamos bien dispuestos a la Sagrada Comunión.
Es
inevitable que, junto a esta alegría, nos sintamos cada vez más indignos, a
medida que se aproxima el momento de recibir al Señor, y si decidimos hacerlo,
es porque Él quiso quedarse bajo las apariencias de pan y de vino precisamente
para servir de alimento y, por tanto, de fortaleza para los débiles y enfermos.
No se quedó para ser premio de los fuertes, sino remedio de los débiles. Y
todos somos débiles y nos encontramos algo enfermos.
Toda
preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a
Jesús. Así exhortaba San Juan Crisóstomo a sus fieles para que se dispusieran
dignamente a recibir la Sagrada Comunión: «¿Acaso no es un absurdo tener tanto
cuidado de las cosas del cuerpo que, al acercarse la fiesta, desde muchos días
antes prepares un hermosísimo vestido..., y te adornes y embellezcas de todas
las maneras posibles, y, en cambio, no tengas ningún cuidado de tu alma,
abandonada, sucia, escuálida, consumida de hambre...?»2.
Si
alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar
de comulgar. Procuraremos salir de este estado ejercitando más la fe, la
esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras
manos el remover esa situación, pues contamos con la ayuda de la gracia. Pero
no debemos confundir otros estados, por ejemplo de cansancio, con la situación
de una mediocridad espiritual aceptada o de una rutina que crece por días. Cae en
la tibieza el que no se prepara, el que no pone lo que está en su mano para
evitar las distracciones cuando Jesús viene a su corazón. Es tibieza acercarse
a comulgar manteniendo nuestra imaginación con otras cosas y pensamientos.
Tibieza es no dar importancia al sacramento que se recibe.
La
digna recepción del Cuerpo del Señor será siempre una oportunidad para
encendernos en el amor. «Habrá quien diga: por eso, precisamente, no comulgo
más a menudo, porque me veo frío en el amor (...). Y ¿porque te ves frío
quieres alejarte del fuego? Precisamente porque sientes helado tu corazón debes
acercarte más a menudo a este Sacramento, siempre que alimentes sincero deseo
de amor a Jesucristo. Acércate a la Comunión –dice San Buenaventura– aun cuando
te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más
enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico»3.
Nosotros,
al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más
íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa
del Señor...!
El
Señor se alegra también cuando ve nuestro esfuerzo por estar bien dispuestos para
recibirle. Meditemos sobre los medios y el interés que ponemos en preparar la
Santa Misa, en evitar las distracciones y desechar la rutina, en que nuestra
acción de gracias sea intensa y enamorada, de forma que nos haga estar unidos a
Cristo todo el día.
II. El
Evangelio de la Misa4 nos
trae las palabras de un hombre gentil, un centurión del ejército romano.
Estas
palabras están recogidas en la liturgia de la Misa desde muy antiguo, y han
servido para la preparación inmediata de la Comunión a los cristianos de todos
los tiempos: Domine, non sum dignus —Señor, yo no soy digno.
Los
jefes judíos de la ciudad pidieron a Jesús que aliviara la pena de este gentil,
curando a un siervo suyo al que estimaba mucho, que estaba a punto de morir5.
La razón por la que deseaban favorecerle era que les había construido una
sinagoga.
Cuando
Jesús estuvo cerca de la casa, el centurión pronunció las palabras que se
repiten en todas las Misas (diciendo «alma» en lugar de «siervo»): Señor,
yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo
quedará sano. Una sola palabra de Cristo sana, purifica, alienta y llena de
esperanza.
El
centurión es un hombre con profunda humildad, generoso, compasivo y con un
altísimo concepto de Jesús. Como es gentil, no se atreve a dirigirse
personalmente al Señor, sino que envía a otros, que considera más dignos, para
que intercedan por él. Fue la humildad, comenta San Agustín, «la puerta por
donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía»6.
La fe,
la humildad y la delicadeza se unen en el alma de este hombre. Por esto, la
Iglesia nos propone su ejemplo y sus mismas palabras como preparación para
recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la Sagrada Comunión: Señor,
yo no soy digno...
La
Iglesia nos invita no solo a repetir sus palabras, sino a imitar sus
disposiciones de fe, de humildad y de delicadeza. «Queremos decir a Jesús que
aceptamos su inmerecida y singular visita, multiplicada sobre la tierra, hasta
llegar a nosotros, hasta cada uno de nosotros, y decirle también que nos
sentimos atónitos e indignos de tanta bondad, pero felices; felices de que se
nos haya concedido a nosotros y al mundo; también queremos decirle que un
prodigio tan grande no nos deja indiferentes e incrédulos, sino que pone en nuestros
corazones un entusiasmo gozoso, que no debería nunca faltar en los verdaderos
creyentes»7.
Es
admirable observar cómo aquel centurión de Cafarnaúm quedó doblemente unido al
sacramento de la Eucaristía: por las palabras que el sacerdote y los fieles
dicen antes de comulgar en la Misa, y porque fue en la sinagoga de Cafarnaúm,
que él había construido, donde Jesús dijo por primera vez que debíamos
alimentarnos de su Cuerpo para tener vida en nosotros: Este es el pan
bajado del cielo –dijo Jesús–; no como el pan que comieron los
padres y murieron; el que come este pan vivirá para siempre. Y precisa San
Juan: Esto lo dijo enseñando en Cafarnaúm, en la sinagoga8.
III.
Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar
recibirle en gracia. Cometería una gravísima ofensa, un sacrilegio, quien fuera
a comulgar en pecado mortal. Nunca debemos acercarnos a recibir al Señor si hay
una duda fundada de haber cometido un pecado grave de pensamiento, de palabra o
de obra. Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será
reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Por ello, continúa San
Pablo: Examínese el hombre a sí mismo y entonces coma el pan y beba el
cáliz, pues el que sin discernir come y bebe el Cuerpo del Señor, se come y se
bebe su propia condenación9.
«Hay
que recordar al que libremente comulga el mandato: Que se examine cada
uno a sí mismo (1 Cor 11, 28). Y la práctica de la Iglesia
declara que es necesario este examen para que nadie, consciente de pecado
mortal, por contrito que se crea, se acerque a la Sagrada Eucaristía sin que
haya precedido la Confesión sacramental»10.
«La
participación en los beneficios de la Eucaristía depende además de la calidad
de las disposiciones interiores, pues los Sacramentos de la nueva ley, al mismo
tiempo que actúan ex opere operato, producen un efecto tanto mayor
cuanto más perfectas son las condiciones en las que se reciben»11.
De ahí
la conveniencia de una esmerada preparación del alma y del cuerpo: deseos de
purificación, de tratar con delicadeza este santo sacramento, de recibirlo con
la mayor piedad posible. Es una excelente preparación la lucha por vivir en
presencia de Dios durante el día, y el hecho mismo de procurar cumplir lo mejor
posible nuestros deberes cotidianos, sintiendo, cuando cometemos un error, la
necesidad de desagraviar al Señor llenando la jornada de acciones de gracias y
de comuniones espirituales Así se hará habitual, poco a poco, que en el
trabajo, en la vida de familia, en las diversiones, en cualquier actividad
tengamos el corazón puesto en el Señor.
Junto
a estas disposiciones interiores, y como su necesaria manifestación, están las
del cuerpo: el ayuno prescrito por la Iglesia, las posturas, el modo de vestir,
etcétera, que son signos de respeto y reverencia.
Pensemos
al terminar nuestra oración cómo recibió María a Jesús después del anuncio del
Ángel. Pidámosle que nos enseñe a comulgar «con aquella pureza, humildad y
devoción» con que Ella le recibió en su Seno bendito, «con el espíritu y fervor
de los Santos», aunque nos sintamos indignos y poca cosa.
1 Sal 121,
1-2. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilía 6; PG 48, 756. —
3 San
Alfonso Mª de Ligorio, Práctica del
amor a Jesucristo, 2.—
4 Mt 8,
5-13. —
5 Cfr. Lc 7,
1-10. —
6 San
Agustín, Sermón 6. —
7 Pablo
VI, Homilía, 25-V-67. —
8 Jn 6,
58-59. —
9 1
Cor 11, 27-28. —
10 Pablo VI,
Instr. Eucharisticum
Mysterium, 37. —
11 San Pío X, Decr. Sacra
Tridentina Synodus, 20-XII-1905.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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