Francisco Fernández-Carvajal 14 de noviembre de 2021
@hablarcondios
—
Aumentar el fervor de la oración en momentos de oscuridad.
— La
dirección espiritual, camino normal por el que Dios actúa en el alma.
— Fe y
sentido sobrenatural en este medio de crecimiento interior.
I. Ocurrió -leemos
en el Evangelio de la Misa1- que
al llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando.
Algunos Padres de la Iglesia señalan que este ciego a las puertas de Jericó es imagen «de quien desconoce la claridad de la luz eterna»2, pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de ceguera y de oscuridad. El camino despejado que vislumbró un día se puede tornar desdibujado y menos claro, y lo que antes era luz y alegría ahora son tinieblas, y una cierta tristeza pesa sobre el corazón. Muchas veces esta situación está causada por pecados personales, cuyas consecuencias no han sido del todo zanjadas, o por la falta de correspondencia a la gracia: «quizá el polvo que levantamos al andar –nuestras miserias– forma una nube opaca, que impide el paso de la luz»3; en otras ocasiones, el Señor permite esa difícil situación para purificar el alma, para madurarla en la humildad y en la confianza en Él. En esa situación es lógico que todo cueste más, que se haga más difícil, y que el demonio intente hacer más honda la tristeza, o aprovecharse de ese momento de desconcierto interior.
Sea
cual sea su origen, si alguna vez nos encontramos en ese estado, ¿qué haremos?
El ciego de Jericó –Bartimeo, el hijo de Timeo4–
nos lo enseña: dirigirnos al Señor, siempre cercano, hacer más intensa nuestra
oración, para que tenga piedad y misericordia de nosotros. Él, aunque parece
que sigue su camino y nosotros quedamos atrás, nos oye. No está lejos. Pero es
posible que nos suceda lo que a Bartimeo: Y los que iban delante le
reprendían para que se callara. El ciego encontraba cada vez más
dificultades para dirigirse a Jesús, como nosotros «cuando queremos volver a
Dios, esas mismas flaquezas en las que hemos incurrido, acuden al corazón,
nublan el entendimiento, dejan confuso el ánimo y querrían apagar la voz de
nuestras oraciones»5.
Es el peso de la debilidad o del pecado, que se hace sentir.
Tomemos
ejemplo del ciego: Pero él gritaba mucho más: Hijo de David, ten piedad
de mí. «Ahí lo tenéis: aquel a quien la turba reprendía para que callase,
levanta más y más la voz; así también nosotros (...), cuanto mayor sea el
alboroto interior, cuanto mayores dificultades encontremos, con más fuerza ha
de salir la oración de nuestro corazón»6.
Jesús
se paró en el camino cuando daba la impresión de que seguía hacia Jerusalén y
mandó que llamaran al ciego. Bartimeo se acercó y Jesús le dijo: ¿Qué
quieres que te haga? Ut videam, que vea, Señor. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te
ha salvado. Y al instante vio, y le seguía, glorificando a Dios.
A
veces será difícil conocer las causas por las que el alma pasa esa situación
difícil en que todo parece costar más. No sabremos quizá su origen, pero sí el
remedio siempre eficaz: la oración. «Cuando se está a oscuras, cegada e
inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita,
insiste con más fuerza, “Domine, ut videam!” —¡Señor, que vea!... Y se hará el
día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá»7.
II.
Jesús, Señor de todas las cosas, podía curar a los enfermos –podía obrar
cualquier milagro– del modo que estimara oportuno. A algunos los curó con una
sola frase, con un simple gesto, a distancia... A otros por etapas, como al
ciego del que nos habla San Juan8...
Hoy es muy frecuente que dé la luz a las almas a través de otros. Cuando los
Magos se quedaron en tinieblas al desaparecer la estrella que les había guiado
desde un lugar tan lejano, hacen lo que el sentido común les dicta: interrogar
a quien debía saber dónde había nacido el rey de los judíos. Le preguntan a
Herodes. «Pero los cristianos no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a
los sabios de la tierra. Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la
doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya
personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente
el camino (...). Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras,
incluso en cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al
buen pastor (...), al que, dando su vida por los demás, quiere ser, en la
palabra y en la conducta, un alma enamorada: un pecador quizá también, pero que
confía siempre en el perdón y en la misericordia de Cristo»9.
Nadie,
de ordinario, puede guiarse a sí mismo sin una ayuda extraordinaria de Dios. La
falta de objetividad con que nos vemos a nosotros mismos, las pasiones... hacen
difícil, quizá imposible, encontrar esos senderos, a veces pequeños, pero
seguros, que nos llevan en la dirección justa. Por eso, desde muy antiguo, la
Iglesia, siempre Madre, aconsejó ese gran medio de progreso interior que es la
dirección espiritual. No esperemos gracias extraordinarias, en los días
corrientes y en aquellos en que más necesitamos luz y claridad, si no
quisiéramos utilizar aquellos medios que el Señor ha puesto a nuestro alcance.
¡Cuántas veces Jesús espera la sinceridad y la docilidad del alma para obrar el
milagro! Nunca niega el Señor su gracia si acudimos a Él en la oración y en los
medios por los cuales derrama sus gracias.
Santa
Teresa, con la humildad de los santos, escribía: «Había de ser muy continua
nuestra oración por estos que nos dan luz. ¿Qué seríamos sin ellos entre tan
grandes tempestades como ahora tiene la Iglesia?»10.
Y San Juan de la Cruz señalaba igualmente: «El que solo quiere estar, sin
arrimo y guía, será como el árbol que está solo y sin dueño en el campo, que
por más fruta que tenga, los viadores se la cogerán y no llegará a sazón.
»El
árbol cultivado y guardado con los buenos cuidados de su dueño, da la fruta en
el tiempo que de él se espera.
»El
alma sola sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está
solo; antes se irá enfriando que encendiendo»11.
No
dejemos de acudir al Señor, con una oración más intensa cuanto mayores sean los
obstáculos interiores o externos que tratan de impedir que nos dirijamos a
Jesús que pasa a nuestro lado. No dejemos de acudir a esos medios normales, por
los que Él obra milagros tan grandes.
III.
Nuestra intención al acercarnos a la dirección espiritual es la de aprender a
vivir según el querer divino. En el mismo San Pablo, a pesar del inicio
extraordinario de su vocación, Dios quiso después seguir con él el camino
normal, es decir, formarle y transmitirle su voluntad a través de otras
personas. Ananías le impuso las manos y al instante cayeron de sus ojos
una especie de escamas y recobró la vista12.
En
quien nos ayuda vemos al mismo Cristo, que enseña, ilumina, cura y da alimento
a nuestra alma para que siga su camino. Sin este sentido sobrenatural,
sin esta fe, la dirección espiritual quedaría desvirtuada. Se transformaría en
algo completamente distinto: un intercambio de opiniones, quizá. Este medio es
una gran ayuda y presta mucha fortaleza cuando lo que realmente deseamos es
averiguar la voluntad de Dios sobre nosotros e identificarnos con ella. No
busquemos en la dirección espiritual a quien pueda resolver nuestros asuntos
temporales; nos ayudará a santificarlos, nunca a organizarlos ni a resolverlos.
No es esa su misión.
La
conciencia de que, a través de aquella persona que cuenta con una gracia
particular de Dios, nos acercamos al mismo Cristo, determinará nuestra
confianza, la delicadeza, la sencillez y la sinceridad en este medio. Bartimeo
se acercó a Jesús como quien camina hacia la Luz, a la Vida, a la Verdad, al
Camino. Así nosotros, porque esa persona es un instrumento del Señor, a través
de quien nos comunica gracias semejantes a las que habríamos obtenido si nos
hubiéramos encontrado con Él en los caminos de Palestina. En la continuidad de
la dirección espiritual se va forjando el alma; y, poco a poco, con derrotas y
con victorias, vamos construyendo el edificio sobrenatural de la santidad:
«¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? —Un ladrillo,
y otro. Miles, Pero, uno a uno. —Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que
suponen poco, ante la mole del conjunto. —Y trozos de hierro. —Y obreros que
trabajan, día a día, las mismas horas...
»¿Viste
cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... —¡A fuerza de cosas
pequeñas!»13. Un cuadro se pinta pincelada a pincelada, un libro se
escribe página a página, con amor paciente, y una maroma capaz de aguantar
grandes pesos está tejida por un sinfín de hebras finas.
Si
llevamos bien este medio de dirección espiritual, nos sentiremos como Bartimeo,
que seguía en el camino a Jesús glorificando a Dios, lleno de
alegría.
1 Lc 18,
35-43. —
2 Cfr. San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 1, 2, 2.
—
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 34. —
4 Mc 10,
46-52. —
5 San
Gregorio Magno, o. c., 1, 2, 3. —
6 Cfr. Ibídem,
1, 2, 4. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 862. —
8 Cfr. Jn 9,
1 ss. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 34. —
10 Santa
Teresa, Vida, 13, 10. —
11 San
Juan de la Cruz, Dichos de luz y de amor, Apostolado de la
Prensa, Madrid 1966, pp. 958-964. —
12 Cfr. Hech 9,
17-18. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 823.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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