Francisco Fernández-Carvajal 16 de noviembre de 2021
@hablarcondios
—
Instaurar en Cristo todas las cosas.
— El
rechazo de Jesús.
—
Extender el reinado de Cristo.
I. Estaba Jesús cerca de Jerusalén y muchos esperaban una llegada inminente del Reino de Dios, un reino –según esa falsa opinión– de carácter temporal. El Señor, pensaban, entraría triunfalmente en la ciudad después de vencer al poder romano, y ellos tendrían un puesto privilegiado cuando llegara ese momento. Esta ilusión, tan alejada de la realidad, era una prolongación de la mentalidad existente en muchos círculos judíos de la época. Para corregir a fondo ese error, Jesús expuso una parábola, que recoge el Evangelio de la Misa1.
Un
hombre de origen noble marchó a un país lejano a recibir la investidura real.
Era costumbre que los reyes de territorios dependientes del imperio romano
recibieran el poder real de manos del emperador, y a veces tenían incluso que
ir a Roma. En la parábola, este personaje ilustre dejó la administración de su
territorio a diez hombres de su confianza y se marchó a recibir la investidura.
Les dio diez minas. La mina no era una moneda
acuñada, pero sí se utilizaba como unidad contable; equivalía a 35 gramos de
oro. Estos hombres recibieron un encargo: Negociad hasta mi vuelta.
Se trataba de hacer rendir su pequeño tesoro. Y estos hombres cumplieron su
encargo: hicieron préstamos con interés, visitaron ferias, compraron y
vendieron. Trabajaron bien para su señor durante semanas, meses y años... Y
esto es lo que sigue haciendo la Iglesia desde Pentecostés, donde recibió el
inmenso Don del Espíritu Santo y, con Él, enviado por Cristo, la infalible
Palabra de Dios, la fuerza de los sacramentos, las indulgencias... «En veinte
siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado –comentaba
San Josemaría Escrivá–, el afán de algunos por menospreciar la tarea de los que
nos precedieron. En veinte siglos se ha realizado una gran labor y, con
frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras veces ha habido desaciertos,
regresiones, como también ahora hay retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo
que no falta valentía, generosidad. Pero la familia humana se renueva
constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar
a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario
inculcar el mandato del amor al Creador y a nuestro prójimo»2.
La vida es un tiempo para hacer fructificar los bienes divinos.
Nos
toca a nosotros, a cada cristiano, hacer rendir ahora el tesoro de gracias que
el Señor deposita en nuestras manos, mientras «vivificados y reunidos en su
Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana,
la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Restaurar en
Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra (Ef 1,
10)»3. Este es nuestro cometido mientras el Señor vuelve para cada
uno en el momento, quizá no muy lejano, de la muerte: procurar con empeño que
el Señor esté presente en todas las realidades humanas. Nada es ajeno a Dios,
pues todas las cosas han sido creadas por Él, y a Él se dirigen, conservando su
propia autonomía: los negocios, la política, la familia, el deporte, la
enseñanza...
Vengo
presto -nos dice hoy el Señor-, y conmigo mi
recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el
primero y el último, el principio y el fin4.
Solo en Él encuentra sentido nuestro quehacer aquí en la tierra. La Iglesia
entera, y cada cristiano, es depositaria del tesoro de Cristo: crece la
santidad de Dios en el mundo cuando cada uno luchamos por ser fieles a nuestros
deberes, a los compromisos que, como ciudadanos, como cristianos, hemos
contraído.
II.
Mientras aquellos administradores fieles procuraban con empeño hacer rendir el
tesoro de su señor, muchos ciudadanos de aquel país le odiaban y
enviaron una embajada tras él para decirle: no queremos que este reine sobre
nosotros. El Señor debió de introducir con mucha pena estas palabras en
medio del relato, pues habla de Sí mismo en la parábola: Él es el hombre
ilustre que se marcha a tierras lejanas. Jesús veía en los ojos de muchos
fariseos un odio creciente y el rechazo más completo. Cuanto mayor era su
bondad y mayores las muestras de su misericordia, más aumentaba la
incomprensión que se advertía en muchos rostros. ¡Qué duro debió de resultar
para el Maestro aquel rechazo tan frontal, que alcanzará su punto culminante en
la Pasión, poco tiempo más tarde!
Quiere
también expresar el Señor el rechazo que había de sufrir por tantos a lo largo
de los siglos. ¿Es acaso menor el que se da en esta época nuestra? ¿Son acaso
pequeños el odio y la indiferencia? En la literatura, en el arte, en la
ciencia..., en las familias..., parece oírse un griterío gigantesco: nolumus
hunc regnare super nos!, ¡no queremos que este reine sobre nosotros! Él,
«que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone
dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos
llagadas.
»¿Por
qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus
hunc regnare super nos (Lc 19, 14), no queremos que este
reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así
con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no
lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su
doctrina.
»Ante
ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar
ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco
nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1
Cor 15, 25), conviene que Él reine (...). El Señor me ha empujado a
repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!,
serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina
llamada –con naturalidad, sin aparato, sin ruido–, en medio de la calle.
Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de
súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de
miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad,
de la libertad que Él nos ganó (cfr. Gal 4, 3l)»5.
Serviremos a Nuestro Señor como a nuestro Rey y Señor, como al Salvador de la
Humanidad entera y de cada uno de nosotros. Serviam! ¡Te
serviré, Señor!, le decimos en la intimidad de nuestra oración.
III. Al
cabo de un tiempo volvió aquel señor con la investidura real; entonces,
recompensó espléndidamente a aquellos siervos que se afanaron por hacer rendir
lo que recibieron, y castigó duramente a quienes en su ausencia le rechazaron y
a uno de los administradores que malgastó el tiempo y no hizo rendir la mina que
había recibido. «El mal siervo no se aplicó y nada devolvió; no honró a su amo
y fue castigado. Glorificar a Dios es, por el contrario, dedicar las facultades
que Él me ha dado a conocerle, amarle y servirle, y de esta manera devolverle
todo mi ser»6. Este es el fin de nuestra vida: dar gloria a Dios ahora aquí
en la tierra con lo que tenemos encomendado, y luego en la eternidad con la
Virgen, los ángeles y los santos. Si tenemos esto presente, ¡qué buenos
administradores seremos de los dones que el Señor ha querido darnos para que
con ellos nos ganemos el Cielo!
«Nunca
os pesará haberle amado», solía repetir San Agustín7.
El Señor es buen pagador ya en esta vida cuando somos fieles. ¡Qué será en el
Cielo! Ahora nos toca extender ese reinado de Cristo en la tierra, en medio de
la sociedad en que nos movemos: en la familia, en el trabajo, entre los
vecinos, en los compañeros de Universidad o de taller, entre los clientes, en
los alumnos... Muy especialmente entre aquellos que de alguna manera tenemos
encomendados. «A vuestros pequeños no los dejéis de la mano; contribuid a la
salvación de vuestro hogar con todo esmero»8,
aconsejaba vivamente el santo obispo de Hipona.
En
estos días, mientras esperamos la Solemnidad de Cristo Rey, nos podemos
preparar repitiendo algunas jaculatorias: Regnare Christum volumus!,
¡queremos que reine Cristo!, y queremos en primer lugar que ese reinado sea una
realidad en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en
todo nuestro ser9.
Por eso le pedimos: «Señor mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo
tu gracia, que vacíe mi corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi
Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi Amor!»10.
1 Lc 19,
11-28. —
2 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 121. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium el spes, 45. —
4 Apoc 22,
12-13. —
5 San
Josemaría Escrivá, o. c., 179, —
6 J.
Tissot, La vida interior, p. 102. —
7 Cfr. San
Agustín, Sermón 51, 2. —
8 ídem, Sermón
94. —
9 Cfr.
Pío XI, Enc. Quas primas, 11-XII-1925. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 913.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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