Laureano Márquez 18 de noviembre de 2021
(A 32
años de la caída del Muro de Berlín)
No
está muerto, Peter está tendido en el suelo junto a la gruesa barrera de
concreto que lo separa de la libertad. Bastaría un último esfuerzo, escalar la
pared como habían planeado, arrastrarse bajo la alambrada y ya. Pero no termina
de entender qué sucede con sus piernas. No responden, como si se hubiesen largado
corriendo, dejándolo allí abandonado. Está herido, escuchó el tiro, pero no se
dio cuenta de que le habían dado hasta que se desplomó y palpó la humedad
espesa de la sangre entre sus piernas. Su compañero, Helmut Kulbeik, sí logró
saltar el muro y desde el otro lado le anima desesperado «¡Salta, Peter!, por
Dios, ¡salta ya!». Es inútil. Intenta levantarse, pero su cuerpo no responde.
Un soldado de la guardia fronteriza le ha disparado sin odio, le ha disparado porque tenía que hacerlo, porque es la orden proteger a los ciudadanos del fascismo que amenaza desde occidente, porque estamos todos llamados a construir el socialismo que propiciará la verdadera libertad y nadie puede ausentarse de esta tarea. Eso, al menos, le han dicho sus superiores.
En el fondo,
él tampoco tuvo opción. Aunque sus compañeros de la guardia nocturna lo palmean
en la espalda, como si hubiese hecho algo heroico, él está temblando de miedo.
Nunca le había disparado a alguien, es apenas un chico, quizá un par de años
menor que él. Quiere ir a levantarlo, solo está herido, todavía puede librarse
de ser un asesino, pero sus camaradas lo hacen desistir. Hay que dejarlo ahí
para que todos lo vean, para que sirva de escarmiento a los que se les ocurra
pensar que pueden hacer lo mismo. Es la primera que vez que alguien intenta
saltar el muro desde que, hace hoy exactamente un año, se inició su
construcción, dividiendo a Berlín en dos ciudades que separaron a parientes,
amigos y vecinos.
Peter
es un obrero de la construcción, tiene casi 20 años. Aunque su familia vivía en
el lado occidental de Berlín, su trabajo está en el lado este, de modo que
cuando la valla comenzó a levantarse se vio obligado a establecerse allí si no
quería perder su trabajo. Jamás imaginó que esa pared, que de un día a otro
comenzaron a edificar sin avisar a nadie, lo separaría para siempre de sus
seres queridos, de sus amigos y, en definitiva, de la libertad.
Justo
un par de meses atrás, después de casi un año sin poder visitar el otro lado,
Peter y su amigo Helmut, urdieron la idea saltar el muro. Sería tarea fácil si
lo planificaban bien. Estudiaron el mejor lugar para saltar y hacerlo lo más
cerca posible del punto de control fronterizo norteamericano. Eran jóvenes y
fuertes, no sería complicado para ellos brincar. Decidieron que lo harían el 14
de agosto de 1962. La tarde de ese día, después de concluir sus jornadas de
trabajo, se escondieron en un taller de carpintería desde cuyas ventanas podían
observar el movimiento de los guardias de la RDA y desde allí mismo escapar en
el momento de mayor distracción.
Helmut
Kulbeik era el cerebro del plan, a él no le movía el deseo de visitar a su
familia, como a Peter. Helmut sí que quería huir del comunismo, no soportaba
las crecientes restricciones que tenía que padecer, más sabiendo que podía
acabar con todo ello solo con un salto. El resto de su vida Helmut lamentaría
ese día, así como haber envenenado la cabeza de Peter con tan temeraria idea.
El recuerdo de la tragedia que acabó produciendo su mala idea le arruinaría a
Helmut la existencia, llevándolo al final al abandono, al alcoholismo y a
preguntarse cada día por qué no fue el destinatario de ese disparo.
Pero
más allá de las motivaciones, el hecho es que Peter se desangra a la vista de
un grupo de ciudadanos berlineses que ha comenzado a congregarse a ambos lados
del muro y contempla horrorizado la escena. Algunos quieren acudir en su
auxilio, pero saltar equivaldría a suicidarse, por algo llamaban a aquel
espacio baldío entre los dos muros paralelos «el corredor de la muerte». Helmut
se asoma, le tiende su mano. Si solo pudiera sujetarlo, pero recibe la voz de
alerta del guardia que lo apunta desde ese otro lado, que hasta hace cinco
minutos era el suyo, así que desiste y se deja caer. Peter grita de dolor y
pide ayuda.
Todos
lo oyen, también los soldados americanos del Checkpoint Charlie,
pero estos solo intervienen para tratar de contener al creciente grupo de
personas que se va reuniendo y que vocifera su rabia junto a la pared, tan
cerca y a la vez tan lejos de Peter. Los americanos contienen a los que
intentan saltar al otro lado. Ellos no pueden intervenir, por más que la gente
insista, la «tierra de nadie» se encuentra en el lado este de Berlín. Es
imposible.
Luego
de casi media hora tendido en el suelo, Peter deja de gritar, ya no tiene
fuerzas, se siente mareado, aturdido por pensamientos que se suceden uno tras
otro. ¿Por qué todo había cambiado tan drásticamente el último año? Esta era la
ciudad en la que había nacido, no entendía por qué ahora era un crimen
transitar por ella. Pensó en el dolor que causaría a su madre y su hermana,
ojalá pudieran perdonarlo. Se sintió mareado y ya no le quedó duda de que nadie
vendría en su auxilio, se iba a morir allí, ante la mirada de todos, ¡qué
vergüenza! Su respiración se hizo más fuerte y ya no escuchaba los gritos de la
gente, todo se mezclaba en su cabeza de manera desordenada.
De
pronto le sobrevino la extraña sensación de que todo aquello no estaba
sucediendo, de que quizá se trataba de un sueño del que despertaría dentro
poco. Se vio a sí mismo saltando el muro, elevándose cada vez más. Vio a
Helmut, a la multitud que lo rodeaba, al soldado que le disparó.
Y
siguió subiendo, como si flotara en un mar de destellos luminosos, hasta que
pudo ver las calles aledañas al muro, la casa de su familia, la ciudad entera,
su ciudad. Vio toda su vida en un instante, incluso la que no fue: la esposa
que no tuvo, los hijos que no nacieron. Y entonces Peter voló, libre como el
viento.
Casi
una hora más tarde, los soldados de la RDA recibieron la orden de acercarse,
mientras desde ambos lados se oía el grito de «¡Asesinos, asesinos!». Peter
Fechter había muerto a causa de la hemorragia producida por el disparo. Fue la
primera víctima de las 79 que se contabilizaron durante el tiempo que se
mantuvo en pie esa barrera que como una cicatriz de guerra marcaba el rostro de
la ciudad. Algunas fotografías de la época lo muestran tendido junto a la pared
mientras agonizaba y luego, ya muerto, sostenido en los brazos de uno de los
guardias fronterizos.
Después
de casi tres décadas de existencia, el muro de Berlín fue derribado. Un
monumento recuerda hoy el lugar en el que fue asesinado Peter Fechter. Debajo
de su nombre, una breve frase resume su suplicio: «…él solo quería libertad».
Laureano
Márquez
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