«De un hombre sin ideas quiso el «comandante eterno» sacar una parte de las raíces del árbol que redimiría la historia patria, fantasía de la que solo queda el polvo»
Aunque parezca insólito, fue Guzmán Blanco quien calculó con acierto el peligro que significaba Ezequiel Zamora para la institucionalidad que comenzaba a levantarse después de la Guerra Federal. En una polémica de 1867 se atrevió a señalar al famoso General del Pueblo Soberano, asesinado siete años antes, como representación de una arbitrariedad cuyo recuerdo conspiraba con los planes de una administración que trataba de sobrellevar el mariscal Falcón en medio de terribles amenazas. Zamora representaba «el mugido» de la multitud desenfrenada, es decir, la posibilidad de que la barbarie aprovechara cualquier ocasión para liquidar los intentos de prudencia que necesitaba Venezuela después de una pavorosa devastación.
No parece sensato considerar la afirmación de un político tan pagado de sí mismo como una verdad redonda, pero no le falta razón a don Antonio cuando relaciona la memoria del líder popular con los desmanes de la Guerra Larga, y cuando considera que su ejemplo es nefasto para las necesidades del momento. Unos desmanes que el futuro inmediato subestima debido a las apologías fabricadas por el liberalismo del siglo XIX sobre un supuesto redentor de los pobres; y por el oxígeno que le insufló Chávez cuando lo propuso como modelo de redención y de esperada justicia. De un hombre sin ideas quiso el «comandante eterno» sacar una parte de las raíces del árbol que redimiría la historia patria, fantasía de la que solo queda el polvo porque ninguna propuesta plausible puede salir de la cabeza seca de un líder de montoneras muerto entre sospechas y mal enterrado en 1860.
También lo había enterrado el chavismo después de la improvisada exhumación que llevó a cabo el teniente coronel, seguramente porque nadie de la nomenklatura sintió la necesidad de reanudar su procesión debido a las evidencias de su esterilidad, pero de pronto Maduro se ha encargado de ponerlo en la palestra. Hace poco, mientras celebrábamos la fiesta de la Batalla de Carabobo, anunció la creación de un nuevo y sorprendente grado en el escalafón militar, una cima suprema y superior fundamentada en la leyenda del héroe federal: General en Jefe del Pueblo Soberano. Aparte de que me parece que este tipo de escalafones no se pregona en un mitin, sino después de un meditado y especializado examen, más me preocupa que una fama anunciada como motivo de alarma por un político de trascendencia como el Ilustre Americano, tal vez en una de las pocas veces que dio en el blanco con puntería milimétrica, se ubique de nuevo en el centro de la vida venezolana cuando estamos en vísperas electorales.
Maduro no se ha cuidado a la hora de pregonar el vínculo de las fuerzas armadas con la «revolución», hasta el punto de presentarlas como baluarte y como parte esencial de un régimen destinado a la preponderancia. Esa preponderancia, según el actual mandamás, no se rige por las reglas republicanas de la alternabilidad, sino solamente como simulación, ni por la voluntad de la sociedad, sino por una supuesta vocación histórica del patriotismo y de la redención de los desposeídos. Pero una cosa dice el catecismo «bolivariano» y otra los usos del republicanismo, del cual se está valiendo la mayoría del pueblo para clamar por un cambio de administración y, en especial, por una mudanza de la vida. No han faltado evidencias recientes de la connivencia de los señores uniformados y dueños de la artillería con los designios maduristas, son asuntos que saltan a la vista y que llaman a la preocupación. El hecho de que ahora algunos puedan perseguir la alta denominación de General en Jefe del Pueblo Soberano le echa más leña a la candela, hace más atractiva la fortificación del nexo entre régimen y cuartel que ha mantenido el actual estado de cosas. Basta recordar recientes expresiones del ministro de la Defensa para que nadie albergue dudas al respecto.
En 1867, Guzmán hizo interesantes preguntas a sus lectores. Vivo Zamora, ¿se hubiera firmado un tratado de paz con el enemigo para acabar con un lustro de matanzas?, ¿se hubiera garantizado la inmunidad del general Páez y de sus partidarios?, ¿se hubiera reunido en concordia una Constituyente?, ¿se hubiera pensando en una posibilidad de convivencia que dejara atrás la retaliación para intentar una sociabilidad fraterna? Son cuestiones del siglo XIX que no se pueden comparar con las de la actualidad, pero no es mi anacrónico capricho el que las pone sobre la mesa, sino la apología del General del Pueblo Soberano que ha hecho en plaza pública y en presencia de las tropas el comandante en jefe Nicolás Maduro cuando estamos a punto de realizar unas elecciones en las que está en juego su cargo. No ha acudido a un lazo de unión, sino a evidencias de división y saña, mientras un par de figuras del alto mando y el propio titular del ministerio se exhiben sin empacho como portavoces del oficialismo.
«El general Zamora tenía todas las condiciones del banderizo», afirma el escrito de 1867 que he recordado ahora. ¿No es la misma cualidad que distingue a muchos oficiales de hoy, y que se convierte en un riesgo para el retorno de la alternabilidad republicana? Pese a que el candidato de la oposición goza del favor de la inmensa mayoría de los electores, tal vez numerosos oficiales del alto mando mantengan su pensamiento en el relumbrón de un caudillo popular y en la fantasía de imitarlo, aunque sea en las presillas. Gran pretexto histórico, pueden argumentar, y así evitan el incordio de contemplar metas cívicas. La historia no se repite, pero rima, se dice mucho en los corrillos. Por consiguiente, fijar la vista en las conductas militares puede ser la cosa más sensata de la actualidad.
https://lagranaldea.com/2024/06/30/la-resurreccion-de-zamora-y-los-militares-de-nuestros-dias/
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