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miércoles, 18 de septiembre de 2013

11 de septiembre


Por Angelica Alvaray, 17/09/2013
@aalvaray

Cuarenta años es mucho tiempo. En una sociedad abarca dos o tres generaciones, los jóvenes de entonces son hoy abuelos, sus nietos quizá tengan la misma edad que tenían ellos; para un individuo es la juventud, la fuerza, las ganas de cambiar al mundo…

Cuarenta años es mucho tiempo en la vida de cualquier persona, incluso en la de mi abuela María Teresa, que vivió noventa y cuatro. Hace cuarenta años la conseguí llorando en la cocina, mientras veía las imágenes de la destrucción del palacio de La Moneda, que reproducía el periódico en primera plana. Quiso que le leyera todo el reportaje, buscó en los noticieros hasta conseguir repeticiones de los pocos minutos que se transmitieron, volvió a llamar a mis padres, que estaban de viaje, para cerciorarse que vendrían la mañana siguiente con noticias frescas, pues en París había mucha gente que se comunicaba con los chilenos, que contaban las historias de lo que estaba ocurriendo, ¡cómo es posible que los militares hayan hecho esto!, se lamentaba.

A instancias de ella guardé todos los recortes de prensa –los de The Times, los del Guardian y de Le Monde, más los que ella reunió de la prensa venezolana–como recuerdo de un hecho gravísimo, que no podíamos olvidar: los muertos, las traiciones, la pérdida del socialismo en democracia. Años después, en la universidad, me regalaron un cassette con la grabación del último discurso de Allende, el cual guardé como un gran tesoro, pues ya entonces tenía veinte años y podía entender la gravedad de lo sucedido, porque ya entonces veíamos en la cinemateca, cada vez que las pasaban, Mourir A Madrid y Roma Città Aperta, porque ya entonces buscábamos respuestas a tantas desigualdades, a tanta injusticia.


En cuarenta años conocí muchos chilenos que llegaron a Venezuela abrigados por nuestra política de asilo, de bienvenida. Chilenos de izquierda y de derecha, demócrata-cristianos y socialistas, todos consiguieron refugio en nuestras tierras; unos querían trabajo y una buena empanada para comer el sábado, otros no cesaban de hablar de política o de su país, discutían hasta comenzar peleas en las fiestas, pues unos preferían decir que no había tortura, que el golpe no había sucedido, que todo había sido un montaje mediático, mientras otros mostraban sus heridas abiertas, o se encerraban en sí mismos para tratar de olvidar la prisión y la violencia, el exilio sin retorno posible, la incertidumbre de llegar a un país desconocido y comenzar de nuevo, salir adelante.

Pero tal parece que la violencia no se olvida.

Hoy vemos a Chile, veinticinco años después del plebiscito que le arrebatara el poder a Pinochet, dividido ante el recuerdo de ese 11 de septiembre de 1973. Curiosamente esta división la representan las dos candidatas a la presidencia, hijas ambas de generales amigos: uno que se mantuvo leal al presidente Allende y otro que participó en el golpe. Ambas construyen futuro, pero cargan todavía con el pasado reciente, que duele. Sin embargo, a pesar de esta división en el presente, es necesario reconocer que Chile ha transitado por el camino de la concertación con el afán de fortalecer sus instituciones y limpiar su pasado, para así poder consolidar su democracia. En este proceso se formó la Comisión Nacional de la Verdad y Reconciliación, también se publicaron los resultados del Informe de la Comisión sobre Prisión Política y Tortura, donde se dieron a conocer miles de testimonios que han servido para comenzar a mover, poco a poco, los juicios contra los responsables de las violaciones a los derechos humanos; es así como, con mucho dolor, aprendimos que Salvador Allende se quitó la vida ese día terrible allá en La Moneda.

Me pregunto cuánto tiempo más necesita un país para sanar sus heridas y mantener un camino de paz y desarrollo. Me pregunto cuándo emprenderemos nosotros los venezolanos la senda de la reconciliación, si todavía nos desconocemos los unos a los otros, si los que están en el poder prefieren hundir al país antes de ir al diálogo, prefieren sacar al país de las instituciones internacionales que velan por el cumplimiento de los derechos humanos, en vez de revisar la situación en las cárceles, o la imparcialidad de los juicios, o el cumplimiento de la constitución.

Busco en mis recuerdos el sobre manila con los recortes de periódico de mi abuela y el cassete ya inservible, que afortunadamente puedo sustituir con algún link en youtube, para volver a escuchar esas palabras eternas, llenas de esperanza:

“Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.
Salvador Allende, 11 de septiembre, 1973



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