Fernando Mires 11 de marzo de 2017
Ya no
hay dudas. Asistimos a un proceso de escalación en las relaciones políticas
entre Turquía y Europa. Ese proceso es inducido desde la propia Ankara.
Ya es
evidente que el antiguo amor de Erdogan por la UE ha expirado; y como todo amor
despechado amenaza con convertirse en odio (en este caso debido a la
persistente negativa europea al ingreso de Turquía a la UE a pesar de ser
miembro de la NATO y uno de los principales socios comerciales de Europa)
El
punto de partida de los desencuentros entre Alemania y Turquía tuvo lugar hace
un tiempo atrás. En descargo del agresivo Recep Tayyip Erdogan, hay que
consignar que el inicio de la actual enemistad fue incentivado desde la propia
Alemania. Un supuesto, grotesco e insultante “poema” de un cabaretista al
pueblo turco y una inusitada e innecesaria condena del parlamento alemán a los
sucesos de Armenia ocurridos hace más de un siglo, fueron hechos que lograron
desencadenar las iras del presidente turco.
Después
de reiteradas disculpas del gobierno alemán, parecía que las relaciones entre
ambos países volverían a ser normales. Hasta que Erdogan decidió cambiar
nuevamente el curso de las cosas. La injustificada prisión del periodista Denis
Yücel impulsó una campaña de solidaridad en la prensa alemana. Y en lugar de
acceder a las peticiones diplomáticas, Yücel fue condenado por el gobierno
turco a cinco años, acusado de espía alemán (una mentira tan grande en la que
no puede creer ni el mismo Erdogan)
Como
respuesta, en las ciudades alemanas de Gaggenau y Colonia, las autoridades
locales decidieron negar los permisos para que el ministro de justicia turco,
Bekir Bodzag, realizara campaña electoral entre sectores de la población turca
residente a favor del plebiscito que tendrá lugar muy pronto en Turquía y cuyo
objetivo es consagrar constitucionalmente la autocracia de Erdogan.
La
respuesta de Gaggenau y Colonia fue sin duda la más adecuada. Ningún país puede
ser utilizado como plataforma electoral por otro sin autorización de las
autoridades correspondientes. Más todavía si ese mismo derecho es negado por
Erdogan a sus adversarios en la propia Turquía.
Lo que
menos deseaba Angela Merkel era un conflicto con Turquía. Las interconexiones
económicas y financieras entre ambos países son numerosas y sólidas. Pero
tampoco puede guardar silencio si Erdogan acusa al actual gobierno alemán de
nazi. Precisamente desde un país cuyo pasado no es un primor de democracia y
cuyo presente es famoso por la violación sistemática de los derechos humanos.
La
repuesta de Merkel fue moderada. Quizás demasiado moderada. Ella solo se limitó
a afirmar que las declaraciones de Erdogan estaban fuera de lugar. Por si fuera
poco, su ministro del exterior, el socialdemócrata Sigmar Gabriel, no vaciló en
asumir una actitud sumisa frente a su equivalente turco al que le fue
permitido, además, realizar actos electorales a favor de Erdogan en Hamburgo.
Pero nada de eso fue suficiente para el mandatario turco. En ningún momento ha
intentado retirar sus injurias al gobierno de Alemania. ¿Cómo explicar actitud
tan beligerante? Hay una sola posibilidad: Erdogan desea provocar a Alemania y
Europa. Sus objetivos, evidentemente, son dos. Uno de corto, otro de largo
plazo. El primero obedece a razones de política interior. El segundo a razones
de política exterior.
El primer
objetivo está determinado por el plebiscito que tendrá lugar a mediados de
abril en Turquía. Con ese plebiscito Erdogan pretende transformar la
constitución parlamentaria en una radicalmente presidencial y con ello asegurar
la continuidad de su mandato autocrático. A fin de lograr ese objetivo, Erdogan
intenta tocar las fibras nacionalistas de Turquía y así erigirse como defensor
simbólico de la patria mancillada por la arrogancia y prepotencia de Alemania y
Europa.
El
segundo objetivo es más ambicioso. Si Erdogan gana el plebiscito –y hará lo
imposible por ganarlo – llevará a cabo un gran viraje histórico: desconectar
política, cultural y militarmente a Turquía de Europa para convertir a su
gobierno en una suerte de vanguardia del mundo islámico. La reislamización que
tiene lugar en todas las instituciones de Turquía ya es parte de ese proyecto.
Del
mismo modo, las recientes e intensas relaciones establecidas por Erdogan con el
otro gran autócrata enemigo de la Europa Unida, Vladmir Putin, muestran que el
gobernante turco parece estar plenamente decidido a emprender la que él
considera su misión histórica. Sus delirios de grandeza son ese sentido muy
similares a los de su colega ruso. Mientras Putin intenta restaurar el imperio
de los zares, apoyado en la que fuera la iglesia zarista (ortodoxia cristiana),
Erdogan intentará restaurar el imperio otomano, apoyado en las más arcaicas
tradiciones del Islam.
Ambos
autócratas cuentan con fuerzas internas de apoyo apostadas en los propios
países europeos. Erdogan con una gran población turca e islámica repartida a lo
largo de toda Europa. Putin con los partidos y movimientos neo-fascistas
algunos de los cuales, como el encabezado por el FN de Marine Le Pen y el PVU
de Geert Wilders, se encuentran muy cerca del poder.
Precisamente
en Holanda ha sido abierto por Erdogan un nuevo frente de guerra política. Ello
ocurrió cuando el gobierno holandés negó el permiso al ministro del exterior
turco, Mevlütt Cavusoglu, para que realice demostraciones electorales a favor
del plebiscito de Erdogan en territorio holandés.
Desde
el punto de vista de la política interna del país, el gobierno holandés no
podía hacer otra cosa. Demostraciones políticas del gobierno turco en Holanda,
a muy pocos días de las cruciales elecciones parlamentarias, habrían sido un
gran obsequio a la propaganda electoral anti-islámica de Wilders.
Dicho
con seguridad: tanto Erdogan como Putin apuestan a personajes como Le Pen y
Wilders, para ellos piezas maestras destinadas a desequilibrar la unidad de Europa.
Erdogan, mostrando lo reducido de su repertorio, ha acusado al gobierno
holandés de fascista.
Quizás
recién los políticos europeos comienzan a entender la naturaleza de los dilemas
que enfrenta la democracia occidental. Más allá de la persona de Erdogan e
incluso de la del mismo Putin, hay una línea demarcatoria frente a la que tarde
o temprano todos los gobiernos europeos deberán posicionarse. Esa línea es la
que separa a dos repúblicas. A un lado las repúblicas autoritarias y
confesionales, sometidas a la voluntad implacable de líderes
anti-parlamentarios y mesiánicos. Al otro, las repúblicas liberales y
democráticas, ayer amenazadas por los totalitarismos del siglo XX, hoy
nuevamente amenazadas por las autocracias del siglo XXl.
Ayer
Europa logró salvar a la democracia gracias a la protección de los EE. UU. Hoy,
como consecuencia de la desgracia presidencial caída sobre los EE. UU, deberá
hacerlo, con toda probabilidad, sola. Con su propia política y con sus propios
medios.
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