viernes, 30 de junio de 2017

Ciudad, continuidad y cambio por @marconegron


Por Marco Negrón


Muchas veces los poetas (los de verdad, se entiende, no los poetastros que medran en las administraciones públicas) comprenden la ciudad mejor que ciertos urbanistas o, no se diga, los gobernantes. Quien escribe ha citado muchas veces la contundente frase de Octavio Paz: “Una civilización es ante todo un urbanismo”, tan llena de significados y tan comprendida, lamentablemente para mal, por los regímenes autoritarios que, con su menosprecio por las ciudades y su empeño en ponerle trabas a su expansión, parecieran barruntar lo peligroso de esa relación para sus torvos intereses.

Y es que, a fin de cuentas, ciudad y civilización son sinónimos. Como observara Juan Nuño, si no existieran las ciudades “no existirían los individuos, es decir los hombres libres… fuera de ellas sólo existe la tribu, la especie, la errancia, el nomadismo”, auténticos rebaños humanos, la aspiración de todo régimen autoritario.

Pero las ciudades no son estáticas, cosa que entendió muy bien otro poeta: en “El cisne”, uno de sus poemas más famosos, decía Charles Baudelaire: “El viejo París ya no existe. La forma de una ciudad / Cambia con más rapidez, ¡ay! Que el corazón de un mortal”. Y es que también la pretensión de congelar las ciudades, de querer encorsetarlas en una forma que añoramos, es otro modo de negarlas. Equivale, de alguna manera, a momificarlas y, como se sabe, se momifican los cadáveres. Es el caso, a mi modo de ver, de Brasilia.


Las ciudades reales son contradictorias, conflictivas, muchas veces injustas hasta con sus propios habitantes. En verdad los ciudadanos más activos nunca están del todo satisfechos con ellas: cada logro alcanzado los inspira a plantearse nuevas metas, alimentando su dinamismo. Pero también hay cambios que no dependen de decisiones conscientes: dejando de lado el impacto de eventos naturales imprevisibles, algunos son el resultado de infinidad de decisiones individuales aisladas con resultados que nadie había anticipado y quizá tampoco deseado; otros son efectos colaterales imprevistos de acciones positivas conscientes, planificadas. Un ejemplo de estos últimos son los procesos de “gentrificación” de los núcleos centrales de ciudades exitosas cuyo mismo éxito ha atraído a una población nueva que desplaza a los habitantes y actividades tradicionales, empujándolos a localizaciones desventajosas e induciendo procesos de homogeneización inconvenientes.

Durante estos casi cuatro lustros de predominio del régimen más autoritario y reaccionario que Venezuela ha conocido desde que se inició el siglo XX, sus ciudades, Caracas en particular, han seguido cambiando pero ahora en sentido negativo. Muchas veces en esta misma columna se ha hecho referencia a la gran cantidad de estudios comparativos que colocan a nuestra capital entre las ciudades peor evaluadas de la región e incluso del mundo. La causa reside en el secuestro de su autonomía por el asfixiante monopolio del régimen, por lo que la sustitución de este por uno radicalmente democrático y descentralizado aparece como condición necesaria para reconstruir nuestras ciudades y, con ellas, la vida civilizada.

Necesaria sin duda, pero no suficiente. La urgente reconstrucción de Caracas como locomotora de las grandes transformaciones que requerirá la sociedad venezolana para ingresar finalmente en el siglo XXI, recomienda partir del aprovechamiento de dos poderosos elementos de continuidad: sus incomparables condiciones ambientales y de localización y los notables valores éticos de su ciudadanía, puestos en evidencia durante estos casi tres meses de resistencia cívica ante un régimen que ha sumido a la nación en la más profunda crisis de su historia y ha terminado pulverizando incluso las bases jurídicas que sustentaban su legalidad. Esta ciudad tiene la fuerza para lograrlo.

27-06-17




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