Humberto García Larralde 03 de septiembre de 2024
Para muchos, “fascista” es un descalificativo político que se ha banalizado. Ni les va ni les viene. Según cuenta el historiador británico, Tony Judt, tal banalización se la debemos a Stalin. Al emerger de la II Guerra Mundial como parte de la tríade libertadora (RU, EE.UU. y la URSS), no encontró mejor forma de callar a quienes criticaban la ausencia de libertades en la URSS que descalificarlos de fascistas. Las atrocidades recién reveladas del nacionalsocialismo opacaban las sospechas sobre similares atropellos a la dignidad y a la vida de millones cometidos bajo sus órdenes. Tan así, que en ámbitos culturales izquierdosos privó durante décadas la idea de que comunismo y fascismo se situaban en polos opuestos. Hasta que las abrumadoras evidencias de que “los extremos se juntan” acabaron con tal pretensión. No obstante, quedó como arsenal retórico de partidos comunistas y afines descalificar de “fascista” a sus críticos. En democracia, este estigma es sinónimo de posturas consideradas de “ultraderecha”.
Hoy,
su uso ad-nauseam por el madurismo para acusar a sus críticos invita a aclarar
el término. Porque no se trata de un invento; el fascismo realmente existió. ¿A
quién cabe, de verdad, tal señalamiento?
Un
apretado resumen de lo escrito al respecto por Payne, Paxton, Bolinaga y otros
especialistas, junto al célebre artículo de Umberto Eco (Ur-fascismo) permite
las siguientes precisiones: A diferencia del comunismo, no hubo una “doctrina”
fascista”. Pero los movimientos fascistas construyeron, a partir de las
particularidades de sus propios países, idearios parecidos. Lugar central lo
ocupa la invocación de una gesta épica o edad de oro que forjó las mejores
cualidades de su pueblo, atributos nobles que era menester rescatar para
asegurar el triunfo definitivo de la Nación ante un enemigo implacable
–imperialismos extranjeros o los judíos que, según Hitler, dominaban el mundo.
Su lucha siempre se concebía, por tanto, como una guerra. Llevaba a regimentar
a sus partidarios según preceptos marciales y a organizarlos en fuerzas de
choque dispuestas a disputarle violentamente la calle al enemigo. Tal ambiente
exaltó el culto al héroe, el machismo, la violencia y la preminencia de lo
militar.
El
fascismo clásico abrevaba en lo que hoy se denomina populismo. Incitaba a los
suyos al combate apelando a resentimientos, ansias revanchistas y mentiras
ideadas para activar sus odios en contra de aquellos identificados como
amenazas o causantes de sus males. Un imaginario maniqueo evocaba al
“nosotros”, el pueblo, los buenos, enfrentados a “ellos”, los injustamente
privilegiados, los malos, con quienes no podía haber empatía ni consideración
alguna. Creaba una falsa realidad que proyectaba la imagen de ese “otro” en los
términos más repulsivos. El lenguaje de odios nutría el liderazgo de hombres
carismáticos, tenidos como visionarios, que encarnaban, por antonomasia, los
mejores intereses del pueblo. Él era el Pueblo, por lo que sus dictámenes no se
discutían: eran inapelables. Desaparecieron los cuestionamientos y las
opiniones propias. Los atisbos de ciudadanía se disolvían en la masa, en espera
de las órdenes del gran conductor. Porque había una sola verdad aceptable, la
suya.
La
revolución fascista se conducía desde el Estado, máximo representante de los
intereses superiores de la Nación. Los intereses individuales o grupales se
subordinaban a esta expresión del interés colectivo supremo. “Todo dentro del
Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, sentenciaría Mussolini.
De ahí el Estado Corporativo que subsumía, en pro de los fines trascendentes de
la Patria, los objetivos de distintos sectores. Ello excluía toda noción
liberal sobre la existencia de derechos inalienables del individuo ante al
poder del Estado. Más bien, a éste se le avasallaba imponiendo, con la fuerza y
el terror, la voluntad omnímoda de quienes controlaban la maquinaria del
Estado. Sin entrar a discutir si Mussolini era totalitario, sin duda que su
concepción de Estado, sin contrapoderes, era dictatorial. La falta de controles
frecuentemente derivaba en un terrorismo desde el Estado.
De lo
anterior se desprende lo absurdo de acusar de “fascista” a una oposición
desarmada, de vocación liberal, que lucha por rescatar derechos individuales
tenidos como inalienables. Tampoco a la oposición se la puede calificar “de
derecha”, pues ahí militan sectores de todo el espectro político democrático.
Por demás, lo referido permite entender que retóricas patrioteras, de odio y
discriminación, y de incitación a la violencia, consideradas, en principio, de
“derecha”, también pueden forjar falsas realidades para perseguir disidentes
desde categorías propias de la “izquierda”. No existe ninguna doctrina
fascista.
En la
Venezuela de Chávez, la reivindicación de la Romanitá del discurso Mussoliniano
lo ocupó el ensalzamiento de nuestra epopeya emancipadora y su máximo héroe,
Simón Bolívar. Con ello arremetió contra quienes, supuestamente, lo habían
traicionado, los “escuálidos”, y desmontó las instituciones de la democracia
liberal que resguardaban los derechos individuales. Discriminó, desde el
Estado, a quien disintiera de su prédica. En vez de portar camisas pardas como
los Sturmabteilung o negras como los Squadristi, sus bandas de choque se
vestían de rojo “bolivariano”. Su iconografía patriotera, las UBCH y demás
símbolos de naturaleza fascista asimilaron, luego, la mitología comunistoide
que aportó Fidel.
Con
todo, podría caracterizarse a la gestión de Chávez como “neofascismo light”,
pues su carisma y la disponibilidad de fabulosos ingresos por la exportación de
crudo le permitió dirimir la mayoría de los conflictos que enfrentó por medios
políticos, aunque frecuentemente tramposos.
Pero
bajo Maduro la retórica “revolucionaria” se desgastó. Es que su notoria
incompetencia devastó a la economía. Desprovisto de pueblo, como demostró la
votación del 28-J, desapareció su capacidad de maniobra política. Con el
auxilio de un cne y un tsj genuflexos, procedió a dar un golpe de Estado contra
la soberanía popular, base del ordenamiento constitucional republicano. El
neofascismo light se trastocó en fascismo puro y duro. Con acusaciones de
sedición, terrorismo, instigación al odio y traición a la patria se persigue
ahora a quienes señalan, con base en las actas disponibles, que el presidente
electo es Edmundo González Urrutia. Unas dos mil detenciones, entre ellos,
adolescentes, otros sin que se sepa su paradero, y sin los derechos procesales
mínimos de nombrar sus propios abogados, evidencian que ha cruzado las últimas
líneas rojas. Junto a Daniel Ortega, forja una especie de frente fascista
regional que, ¡al fin!, marca un deslinde definitivo con la izquierda que
gobierna Brasil, Colombia y Chile.
Desnudado
su carácter retrógrado, represivo y criminal, Maduro se desgañita acusando a
sus opositores de “fascista”. Privan dos razones: 1) proyectar en éstos, su
propia degeneración; y 2) aferrarse a un último símbolo que lo distinguiera
como de “izquierda”. Pudo escudarse en ello en el pasado, con la alcahuetería
de muchos movimientos “progre”. Pero ya no. “De tanto va el cántaro al agua….”
Los
cambios ministeriales de Maduro conforman un gabinete de guerra. Designa al
representante más emblemático del fascismo criollo, Diosdado Cabello, ministro
del Interior y Justicia. Y, ante el apagón masivo que padeció el país el
viernes 30-08, denuncia, estúpidamente, un saboteo de un “fascismo opositor”,
en connivencia con el imperialismo. Para nada enfrentar la desidia, falta de
mantenimiento y robo de recursos de su propia gestión. Lo suyo es prepararse
para la guerra, no resolver los problemas del país. Se blinda contra todo
criterio a favor de negociar una salida con la oposición amparándose detrás de
una falsa realidad conspiranoica, cada vez más disparatada.
La
quema de sus naves indica que, ante su notorio aislamiento, todo será válido
para conservar el poder. Ello no afectará sólo a los venezolanos. Afianzar al
país como base para negocios ilícitos, en complicidad con bandas criminales y
gobiernos forajidos, agravará los problemas de seguridad de la región. Servir
de cabeza de playa para Rusia, Irán y China, planteará problemas de estabilidad
geopolítica. Los países vecinos y más allá, sentirán la presión de millones de
venezolanos adicionales en sus fronteras.
El
pasado demuestra que no puede derrotarse al fascismo con base en
apaciguamientos. La comunidad internacional debe saber que harán falta razones
“más convincentes” para sentar a Maduro y los suyos a negociar la transición
con el presidente electo, Edmundo González Urrutia. Nos concierne a todos.
Humberto
García Larralde
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico