José Luis Farías 04 de septiembre de 2024
@fariasjoseluis
La
otra cara:
El
eminente historiador británico Orlando Figes, reconocido por sus obras
magistrales como “La Revolución rusa” (2000), “El baile de Natacha” (2006) y
“Europeos” (2020), nos obsequió en el año 2007 con una monumental obra titulada
con maestría incomparable: “Los que susurran. La represión en la Rusia de
Stalin”.
Este libro rebosa de historias conmovedores de individuos comunes que fueron víctimas de la opresión, el castigo y la sumisión impuestos por el régimen estalinista en la Unión Soviética, una lectura que no dejará indiferente a nadie y que plantea cuestionamientos profundos sobre los excesos del poder e indirectamente nos invita a reflexionar cuánto de esta realidad, de ese repugnante miedo, se ha replicado con métodos tal vez menos sanguinarios pero igual de perversos en la Rusia de Putin o en latitudes que hoy sorprenden al mundo.
La
paráfrasis que a continuación se despliega es una licencia abusiva, un
atrevimiento desmedido que me he permitido realizar sobre la introducción de
Figes a su extraordinaria obra. Un preámbulo que nos sumerge en la colosal
tragedia que padeció el pueblo ruso durante aquel sombrío capítulo de su
historia, un periodo que mantuvo en vilo a millones de almas, temerosas de sus
raíces y de las palabras que se atrevían a articular.
El
exilio
Antonina
Golovina, con apenas ocho años de edad, vio desmoronarse su mundo en un
desgarrador torbellino de opresión y desesperanza. El viento helado de la
historia la arrastró, junto a su madre y dos hermanos menores, hacia los
inhóspitos confines de Altai, en Siberia, donde la cruel maquinaria del régimen
soviético había erigido una “colonia especial” de exilio penal.
La
sombra de la injusticia se cernió sobre los Golovin cuando “Su padre había sido
arrestado y sentenciado a tres años en un campo de trabajo por su condición de
kulak o campesino rico”. La colectivización del campo arrancó de raíz su
estabilidad, confiscando hogar, herramientas y ganado, legado de generaciones,
que pasaron a engrosar las filas de una granja colectiva implacable.
El
viaje hacia la Siberia remota fue un éxodo de tragedia y despojo. La madre de
Antonina tuvo apenas una hora para empacar los recuerdos que restaban antes de
partir hacia el abismo helado. El hogar de los Golovin que había sido su
refugio durante tanto tiempo quedó reducido a escombros, mientras el eco de la
separación resonaba en la dispersión de la familia: hermanos mayores, tíos,
tías, todos huyeron en un intento desesperado por escapar del yugo opresor,
pero la sombra de la represión los alcanzó a todos, enviándolos al exilio o a
la oscuridad de los campos del Gulag, “y muchos desaparecieron para siempre”.
En la
“colonia especial”, “un campo de explotación forestal con cinco barracones de
madera situados junto a un río, donde fueron alojados mil kulaks con sus
familias”, Antonina enfrentó el frío implacable y la crudeza de la
supervivencia en un paisaje de desolación. Los barracones de madera, erguidos
junto al río, se convirtieron en sepulcros improvisados cuando la nieve devoró
dos de ellos en el primer invierno, “y muchos de los prisioneros tuvieron que
vivir en hoyos excavados en la tierra helada”. La lucha contra el hambre, el
frío y la enfermedad se convirtió en el día a día de mil almas atrapadas en la
telaraña de la opresión. La muerte se cernía sobre ellos, y los cadáveres,
incapaces de recibir sepultura, se amontonaban en un macabro testimonio de la
crueldad humana, esperando la llegada de la primavera para ser arrojados al
río, donde la corriente los llevaría lejos, quizás hacia algún resquicio de
redención en la vastedad de la memoria histórica.
El
estigma
El
retorno de Antonina y su familia del desolado exilio siberiano en el gélido
diciembre de 1934 no fue el regreso triunfal que esperaban, sino más bien el
inicio de una nueva odisea en las áridas tierras de Pestovo, “una ciudad
colmada de ex kulaks y sus familias.” En aquella tierra inhóspita, donde el
viento soplaba con la fuerza de mil suspiros cargados de pesar, la sombra del
pasado se alzaba como un espectro implacable sobre los Golovin. La cicatriz del
exilio y el estigma de sus orígenes kulak se convirtieron en compañeros de
viaje en su travesía por la vida. “En una sociedad en la que la clase social
era lo más importante, Antonina fue señalada como «enemiga de clase», condición
que le vedaba la educación superior y muchos empleos, y que la hacía vulnerable
a los arrestos en las oleadas de terror que arrasaron el país durante el
«reinado» de Stalin.”
En la
escuela, donde debería haber dominado el conocimiento y la igualdad, Antonina
se enfrentaba a un campo de batalla donde los niños, envenenados por el
prejuicio, la acosaban sin piedad. Los maestros, lejos de ser guías compasivos,
se convertían en instrumentos de la represión estatal, azotándola con palabras
afiladas como dagas envenenadas. Tenía demasiado miedo para defenderse de los
niños que la acosaban en la escuela. “Su sentimiento de inferioridad social le
infundió «cierto miedo», como ella misma lo describe, de que «por ser kulaks el
régimen pudiera hacernos cualquier cosa, porque no teníamos derechos y debíamos
permanecer en silencio». En una ocasión, uno de sus maestros la maltrató ante
la clase, diciendo que «los de su clase» eran «enemigos del pueblo, miserables
kulaks. Sin duda merecéis la deportación… ¡y espero que todos seáis
exterminados allí!»”. A pesar del dolor y la indignación que la consumían,
Antonina anhelaba levantar su voz contra la injusticia que la aprisionaba. Pero
un miedo más profundo, el terror estalinista que acechaba en las sombras, la
paralizaba, convirtiéndola en prisionera de su propio silencio.
Verdad
y libertad en la era soviética
La
vida de Antonina Golovina se asemejaba a un intrincado laberinto, donde cada
paso estaba marcado por el miedo y la incertidumbre. Desde los días sombríos de
la Siberia exiliada hasta la era de la perestroika, su existencia estuvo
envuelta en un velo de temor insidioso que parecía devorar su alma. “Y la única
forma que encontró de vencerlo fue integrándose en la sociedad soviética.
Antonina era una joven inteligente con un profundo sentido de su
individualidad”, y Antonina no se resignó a ser prisionera de su destino. Con
una inteligencia aguda y una voluntad inquebrantable, decidió desafiar las
cadenas invisibles de su pasado. A través del estudio y el esfuerzo incansable,
buscó abrirse paso en una sociedad que la había marcado como una paria desde su
nacimiento.
La
discriminación y la exclusión no fueron suficientes para detener su ascenso.
Pronto encontró refugio en las filas del Komsomol, “la Liga de la Juventud
Comunista, cuyos líderes soslayaron sus orígenes kulak porque valoraban su
iniciativa y su energía”. Con determinación, escaló peldaño tras peldaño,
desafiando las expectativas impuestas por su origen.
La
audacia de Antonina alcanzó su punto culminante cuando, a la temprana edad de
dieciocho años, decidió borrar su pasado y abrazar un nuevo destino bajo el
manto del anonimato. “ocultó su origen kulak a las autoridades soviéticas —una
estrategia del alto riesgo— e incluso falsificó sus documentos para inscribirse
en una escuela de medicina”, desafiando así al Estado y reclamando su libertad.
Nunca
permitió que el oscuro manto de su pasado se desplegara en la esfera pública de
su vida cotidiana en el Instituto de Fisiología de Leningrado, donde ejerció su
labor durante cuatro décadas. A pesar de sus años de férrea dedicación a la
causa del Partido Comunista, afirma ahora que su adherencia no era tanto un
reflejo de convicciones ideológicas como un acto de protección, un escudo
levantado en defensa de su familia, una muralla erigida para disipar cualquier
atisbo de sospecha que pudiera acecharles.
Antonina,
en su silenciosa danza con el pasado, también tejía una tupida tela de secretos
en el seno de sus matrimonios. Con Georgi Znamenski, su primer esposo, aquellos
años de convivencia apenas arrojaron un rayo de luz sobre las sombras de sus
respectivas historias familiares. Fue solo la fugaz visita, en 1987, de una tía
de Georgi la que, con apenas un susurro, hizo tambalear los cimientos de sus
verdades, revelando un pasado que hasta entonces había permanecido sepultado
bajo capas de silencio. “insinuó que Georgi era hijo de un oficial naval
zarista ejecutado por los bolcheviques. Sin saberlo, Antonina había estado
casada todos esos años con un hombre que, al igual que ella, había pasado la
juventud en campos de trabajo y «colonias especiales»”.
El
segundo acto de su vida conyugal, protagonizado junto a Boris Ioganson, emergió
como un eco distorsionado de las tragedias del pasado. En los pliegues de sus
conversaciones, ocultó los tormentos compartidos, los dolores heredados de una
estirpe marcada por la condena y la ignominia. “Tanto su padre como su abuelo
habían sido arrestados en 1937”. Fue solo a principios de los años noventa,
bajo el influjo del glásnost de Gorbachov y el clamor de la prensa por la
verdad sobre los años de represión estalinista, que el velo de los secretos
comenzó a desgarrarse.
Antonina
y Georgi, al fin, desataron los nudos que habían aprisionado sus relatos
personales durante más de cuatro décadas. Sin embargo, la sombra del silencio
aún planeaba sobre su hija Olga, a quien la ignorancia se le ofrecía como un
frágil escudo ante el posible resurgimiento de la opresión comunista. En este
tejido de silencios y revelaciones, se dibuja el retrato de una vida marcada
por la necesidad de preservar, a toda costa, los frágiles vínculos que la unen
al pasado. Pero con el advenimiento de la glásnost, el velo del secreto comenzó
a desvanecerse.
Finalmente,
a mediados de la década de 1990, Antonina encontró el coraje para revelar la
verdad que había guardado celosamente durante tanto tiempo. En un acto de
valentía y redención, rompió el ciclo del miedo que la había atormentado y
abrazó la libertad que solo la verdad puede ofrecer para contarle a su hija sus
orígenes kulak.
Sumisión
y resistencia
Como
Antonina, millones de almas se vieron atrapadas en el vórtice del miedo y la
incertidumbre que envolvía a la sociedad soviética. ¿Cómo enfrentaban esta
implacable sensación de inseguridad, este constante estado de alerta ante la
represión que acechaba en cada esquina? ¿Qué balance podían encontrar entre la
indignación y la alienación hacia un sistema opresivo y la necesidad imperiosa
de encontrar su lugar dentro de ese mismo entramado?
El
equilibrio entre la protesta interna y la sumisión externa era un acto de
malabarismo psicológico al que muchos se vieron obligados a someterse. ¿Qué
ajustes tuvieron que realizar para redimir su “biografía arruinada” y ser
aceptados como miembros de pleno derecho en una sociedad que los había marcado
como parias? “Al reflexionar sobre su vida, Antonina dice que en realidad nunca
creyó en el Partido ni en su ideología, aunque evidentemente se enorgullecía de
su estatus de profesional soviética, lo que implicaba la aceptación de los
objetivos y principios básicos del sistema en su desempeño profesional”.
Sin
embargo, tras el brillo superficial de su compromiso público, latía un corazón
que seguía latiendo al ritmo de los valores campesinos y cristianos arraigados
en su ser. La dualidad era una constante en la vida de muchos en la sociedad
soviética, una lucha interna entre la lealtad aparente y la verdad íntima,
entre la adhesión forzada y la identidad reprimida.
En el
vasto paisaje humano de la Unión Soviética, abundaban aquellos que, como niños
kulak, nobles o burgueses, optaron por un exilio voluntario de su pasado,
sumergiéndose de lleno en el torbellino ideológico del régimen. Sin embargo,
detrás de las máscaras de conformidad y lealtad, latía un anhelo de libertad y
autenticidad, un eco sordo de las raíces que se resistían a ser olvidadas.
En
este laberinto de contradicciones y compromisos, la vida en la Unión Soviética
se convertía en un acto de equilibrio precario, donde la apariencia y la
realidad, la sumisión y la resistencia, se entrelazaban en un danzón
interminable de ambigüedad y conflicto.
‘Los
que susurran’
La
asimilación de los valores soviéticos se convirtió en un acto casi instintivo
para muchos de los protagonistas de “Los que susurran”, un fenómeno que revela
las complejidades de la mente humana en un contexto de opresión y miedo. En la
conciencia de estos individuos, la mentalidad del Soviet ocupaba un espacio
ambiguo, una región donde los antiguos valores y creencias se desvanecían ante
el poder avasallador del régimen, no por un ferviente deseo de adherirse al
ideal soviético, sino más bien por un sentimiento de vergüenza y temor.
Para
Antonina, como para tantos otros, la inmersión en el sistema se convirtió en un
refugio, una forma de escapar del estigma y el miedo que amenazaban con
consumirla. Destacarse en los estudios y ascender dentro de la sociedad era su
manera de afirmar su valía y superar el sentimiento de inferioridad que la
atenazaba como hija de kulak. La creencia en el proyecto soviético se
transformó así en un salvavidas, una tabla de salvación ante la desesperación
que acechaba en las sombras del pasado. “Creer en el proyecto soviético, y
colaborar con él, eran una manera de dar sentido a todos sus sufrimientos, ya
que sin ese elevado propósito podrían llegar a sumirse en la mayor
desesperación”.
Sin
embargo, es en la historia oral donde estas voces encuentran su máxima
expresión, un eco de los miedos y silencios que habían sido sofocados durante
tanto tiempo. “Como lo expresó otro hijo de kulak, un hombre exiliado durante
muchos años como «enemigo del pueblo», quien no obstante siguió siendo un
estalinista convencido durante toda su vida, «creer en la justicia de Stalin…
nos hacía más fácil aceptar los castigos, y nos liberaba del miedo»”.
La
reticencia de muchos a hablar sobre su pasado revela las profundas heridas que
aún persisten en la memoria colectiva, mientras que otros, aferrados a sus
creencias y justificaciones, luchan por encontrar sentido en un pasado marcado
por el sufrimiento y la injusticia.
A
pesar de estas dificultades, la historia oral ofrece al historiador una ventana
única hacia la vida privada de aquellos que vivieron en la sombra del
totalitarismo. Sin embargo, este enfoque requiere de una meticulosa comparación
y verificación de los testimonios, una tarea ardua pero indispensable para
desentrañar la verdad oculta bajo las capas de mito e ideologías. “Como
cualquier otra disciplina sometida a los trucos de la memoria, la historia oral
tiene sus dificultades metodológicas, y en Rusia, una nación que tuvo que
aprender a hablar en susurros, donde el recuerdo de la historia soviética está
preñado de mitos e ideologías, los problemas son particularmente graves”.
En el
seno de una sociedad marcada por la ominosa sombra del miedo, donde millones de
individuos fueron sometidos a la tiranía del silencio, la resistencia al
diálogo con agentes portadores de micrófonos, instrumentos ineludiblemente
asociados al oscuro poder del KGB, se convierte en un acto de supervivencia.
Esta cautela, alimentada por el temor, la vergüenza y hasta por una suerte de
estoicismo, ha moldeado las narrativas de quienes han sobrevivido a la
represión.
Para
muchos de estos sobrevivientes, el dolor del pasado se ha convertido en un
territorio vedado, un rincón oscuro del que prefieren no asomarse. La reflexión
sobre sus propias vidas se torna un desafío esquivo, pues han aprendido a
esquivar las incómodas interrogantes que atañen a sus elecciones morales en los
momentos cruciales de su ascenso en el entramado del sistema soviético.
Otros,
en cambio, se resisten tenazmente a asumir cualquier atisbo de responsabilidad
por las acciones que les avergüenzan, hallando refugio en justificaciones que
desdibujan la línea entre la realidad y la ficción, entre la necesidad y la
conveniencia. Aun así, a pesar de estas espinosas vicisitudes, o tal vez debido
a ellas, la historia oral emerge como un invaluable recurso para el historiador
de la vida privada.
Sin
embargo, para hacer justicia a la complejidad de las experiencias individuales,
el enfoque debe ser meticuloso y riguroso. La confrontación y contrastación de
los testimonios, siempre que sea posible, con los registros escritos de los
archivos públicos y familiares, se erige como un imperativo moral y
metodológico. Solo así podremos entrever los matices de la verdad que se
esconden en las penumbras de la memoria colectiva.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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