Francisco Fernández-Carvajal 08 de abril de
2020
@hablarcondios
— Jesús celebra la Última Cena con los Apóstoles.
— Institución de la Sagrada Eucaristía y del
sacerdocio ministerial.
— El Mandamiento Nuevo del Señor.
I. Este Jueves
Santo nos trae el recuerdo de aquella Última Cena del Señor con los Apóstoles.
Como en años anteriores, Jesús celebrará la Pascua rodeado de los suyos. Pero
esta vez tendrá características muy singulares, por ser la última Pascua del
Señor antes de su tránsito al Padre y por los acontecimientos
que en ella tendrán lugar. Todos los momentos de esta Última Cena reflejan la
Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su gran amor y
ternura por los hombres.
La Pascua era la principal de las fiestas judías y fue
instituida para conmemorar la liberación del pueblo judío de la servidumbre de
Egipto. Este día será para vosotros memorable, y lo celebraréis
solemnemente en honor de Yahvé, de generación en generación. Será una fiesta a
perpetuidad1.
Todos los judíos están obligados a celebrar esta fiesta para mantener vivo el
recuerdo de su nacimiento como Pueblo de Dios.
Jesús encomendó la disposición de lo necesario a sus
discípulos predilectos: Pedro y Juan. Los dos Apóstoles hacen con todo cuidado
los preparativos. Llevaron el cordero al Templo y lo inmolaron, luego vuelven
para asarlo en la casa donde tendrá lugar la cena. Preparan también el agua
para las abluciones2,
las «hierbas amargas» (que representan la amargura de la esclavitud), los
«panes ácimos» (en recuerdo de los que tuvieron que dejar de cocer sus
antepasados en la precipitada salida de Egipto), el vino, etc. Pusieron un especial
empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.
Estos preparativos nos recuerdan a nosotros la
esmerada preparación que hemos de realizar en nosotros mismos cada vez que
participamos en la Santa Misa. Se renueva el mismo Sacrificio de Cristo, que se
entregó por nosotros, y nosotros somos también sus discípulos, que ocupamos el
lugar de Pedro y Juan.
La Última Cena comienza a la puesta del sol. Jesús
recita los salmos con voz firme y con un particular acento. San Juan nos ha
transmitido que Jesús deseó ardientemente comer esta cena con sus discípulos3.
En aquellas horas sucedieron cosas singulares que los
Evangelios nos han dejado consignadas: la rivalidad entre los Apóstoles, que
comenzaron a discutir quién sería el mayor; el ejemplo sorprendente de humildad
y de servicio al realizar Jesús el oficio reservado al ínfimo de los
siervos: se puso a lavarles los pies; Jesús se vuelca en amor
y ternura hacia sus discípulos: Hijitos míos..., llega a decirles.
«El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal
riqueza de recuerdo, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad
de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es
una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo
que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se
echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de
inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús
fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas,
cerniéndose así entre la vida y la muerte»4.
Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en
estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin5.
Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por
cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato asiduo con
Él, en el amor a la Iglesia, en los actos de desagravio y de reparación, en la
caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada
Comunión, en nuestro afán de corredimir con Él, en el hambre y sed de
justicia...
II. Y ahora,
mientras estaban comiendo, muy probablemente al final, Jesús toma esa actitud
trascendente y a la vez sencilla que los Apóstoles conocen bien, guarda silencio
unos momentos y realiza la institución de la Eucaristía.
El Señor anticipa de forma sacramental –«mi Cuerpo
entregado, mi Sangre derramada»– el sacrificio que va a consumar al día
siguiente en el Calvario. Hasta ahora la Alianza de Dios con su pueblo estaba
representada en el cordero pascual sacrificado en el altar de los holocaustos,
en el banquete de toda la familia en la cena pascual. Ahora, el Cordero
inmolado es el mismo Cristo6: Esta
es la nueva alianza en mi Sangre... El Cuerpo de Cristo es el nuevo
banquete que congrega a todos los hermanos: Tomad y comed...
El Señor anticipó sacramentalmente en el Cenáculo lo
que al día siguiente realizaría en la cumbre del Calvario: la inmolación y
ofrenda de Sí mismo –Cuerpo y Sangre– al Padre, como Cordero sacrificado que
inaugura la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres, y que redime a
todos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.
Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer
nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo. A
las puertas de su Pasión y Muerte, ordenó las cosas de modo que no faltase
nunca ese Pan hasta el fin del mundo. Porque Jesús, aquella noche memorable,
dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de
renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en
memoria mía7.
Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor
venga8, instituye el sacerdocio ministerial.
Jesús se queda con nosotros para siempre en la Sagrada
Eucaristía, con una presencia real, verdadera y sustancial. Jesús es el mismo
en el Cenáculo y en el Sagrario. En aquella noche los discípulos gozaron de la
presencia sensible de Jesús, que se entregaba a ellos y a todos los hombres.
También nosotros, esta tarde, cuando vayamos a adorarle públicamente en
el Monumento, nos encontraremos de nuevo con Él; nos ve y nos
reconoce. Podemos hablarle como hacían los Apóstoles y contarle lo que nos
ilusiona y nos preocupa, y darle gracias por estar con nosotros, y acompañarle
recordando su entrega amorosa. Siempre nos espera Jesús en el Sagrario.
III. La
señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis lo unos a
los otros9.
Jesús habla a los Apóstoles de su inminente partida.
Él se marcha para prepararles un lugar en el Cielo10,
pero, mientras, quedan unidos a Él por la fe y la oración11.
Es entonces cuanto enuncia el Mandamiento Nuevo,
proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi
mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado12.
Desde entonces sabemos que «la caridad es la vía para seguir a Dios más de
cerca»13 y para encontrarlo con más prontitud. El alma entiende
mejor a Dios cuando vive con más finura la caridad, porque Dios es Amor, y se
ennoblece más y más en la medida en que crece en esta virtud teologal.
El modo de tratar a quienes nos rodean es el
distintivo por el que nos conocerán como sus discípulos. Nuestro grado de unión
con Él se manifestará en la comprensión con los demás, en el modo de tratarles
y de servirles. «No dice el resucitar a muertos, ni cualquier otra prueba
evidente, sino esta: que os améis unos a otros»14.
«Se preguntan muchos si aman a Cristo, y van buscando señales por las cuales
poder descubrir y reconocer si le aman: la señal que no engaña nunca es la
caridad fraterna (...). Es también la medida del estado de nuestra vida
interior, especialmente de nuestra vida de oración»15.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis...16.
Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa
con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es nuevo porque
es siempre actual el Modelo, porque establece entre los hombres nuevas
relaciones. Porque el modo de cumplirlo será nuevo: como yo os he
amado; porque va dirigido a un pueblo nuevo, porque requiere corazones
nuevos; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta
ahora. Es nuevo porque siempre resultará una novedad para los hombres,
acostumbrados a sus egoísmos y a sus rutinas.
En este día de Jueves Santo podemos
preguntarnos, al terminar este rato de oración, si en los lugares donde
discurre la mayor parte de nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo
por la forma amable, comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si
procuramos no faltar jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra;
si sabemos reparar cuando hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas
muestras de caridad con quienes nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras
de aliento, la corrección fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y
el buen humor, detalles de servicio, preocupación verdadera por sus problemas,
pequeñas ayudas que pasan inadvertidas... «Esta caridad no hay que buscarla
únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida
ordinaria»17.
Cuando está ya tan próxima la Pasión del Señor
recordamos la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al
servicio de los demás. «La inmensa caridad de María por la humanidad hace que
se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor
más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15,
13)»18.
1 Ex 12,
14. —
2 Jn 13,
5. —
3 Jn 13,
1. —
4 Pablo
VI, Homilía de la Misa del Jueves Santo, 27-III-1975.
—
5 Jn 13,
1. —
6 1
Cor 5, 7. —
7 Lc 22,
19; 1 Cor 2, 24. —
8 1
Cor 11, 26. —
9 Lavatorio
de los pies. Antífona 4ª Jn 13, 35. —
10 Jn 14,
2-3. —
11 Jn 14,
12-14. —
12 Jn 15,
12. —
13 Santo
Tomás, Coment. a la Epístola a los Efesios, 5, 1. —
14 ídem, Opúsculo
sobre la caridad. —
15 B.
Baur, En la intimidad con Dios, Herder, Barcelona 1973, p.
246. —
16 Jn 13,
34. —
17 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 38. —
18 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 287.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico