Francisco Fernández-Carvajal 02 de noviembre de 2021
@hablarcondios
—
Sentido del dolor.
— Sus
frutos en la vida cristiana.
—
Acudir a Jesús y a María en la enfermedad y en la contradicción.
I. La
Cruz es el símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención
del mundo. El Señor empleó la expresión tomar la cruz en
diversas ocasiones para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos
ante el dolor y la contradicción. En el Evangelio de la Misa Jesús nos
dice: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo1.
Y en otra ocasión, dirigiéndose a todos los presentes, les advirtió: Si
alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y
sígame2.
El dolor, en sus diversas manifestaciones, es un hecho universal. San Pablo compara el sufrimiento a los dolores de la madre en su alumbramiento: pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto3, y la experiencia nos enseña que todas las criaturas –pobres y ricos, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres– sufren por diversos motivos y causas. Por eso, San Pedro advertía a los primeros cristianos: Carísimos, cuando Dios os prueba con el fuego de las tribulaciones, no os extrañéis, como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria4. Parece como si el dolor derivara de la misma naturaleza del hombre. Sin embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado. Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. Creado en un lugar de delicias, si hubiera sido fiel a Dios, habría sido trasladado de este paraíso terreno al Cielo para gozar eternamente de la más pura felicidad.
El
pecado de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos. Con
el pecado, entraron en el mundo el dolor y la muerte. Pero el Señor asumió el
sufrimiento humano a través de las privaciones de una vida normal (pasó hambre
y sed, se cansó en el trabajo...) y de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así
convirtió los dolores y penas de esta vida en un bien inmenso. Es más, todos
estamos llamados, con el sufrimiento y la mortificación voluntaria, a completar
en nuestro cuerpo la Pasión de Jesús5.
La fe
en esta participación misteriosa de la Cruz lleva consigo «la certeza interior
de que el hombre que sufre completa lo que falta a los padecimientos de
Cristo; que en la dimensión espiritual de la obra de la redención
sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto,
no solo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio
insustituible. En el Cuerpo de Cristo (...) precisamente el sufrimiento (...)
es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la
salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que
abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que
todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la
Redención»6.
En
nosotros está colaborar con generosidad con Cristo al aceptar con amor el
dolor, las contrariedades, las dificultades normales de la vida, la
enfermedad... que Él permite para nuestra santificación personal y la de toda
la Iglesia. El dolor tiene entonces sentido y nos convertimos en verdaderos
colaboradores del Señor en la obra de la salvación de las almas y, si
participamos de sus sufrimientos en la tierra, compartiremos un día su gloria y
de este modo la obra de nuestra santificación será completa7.
II. El
árbol de la Cruz está lleno de frutos. Los sufrimientos nos ayudan a estar más
desprendidos de los bienes de la tierra, de la salud... «Deus meus et omnia!»,
¡Mi Dios y mi todo!8,
exclamaba San Francisco de Asís. Teniéndole a Él no perdemos gran cosa. Por el
contrario, «¡dichoso quien pueda decir de todo corazón: Jesús mío, Tú solo me
bastas!»9.
Las
tribulaciones son una gran oportunidad de expiar mejor nuestras faltas y
pecados de la vida pasada. Enseña San Agustín que, especialmente en esas
ocasiones, el Señor actúa como médico para curar las llagas que dejaron los
pecados y emplea el medicamento de las tribulaciones10.
Las dificultades y dolores que padecemos nos mueven a recurrir con más
prontitud y constancia a la misericordia divina: En su angustia me
buscarán11, dice el Señor por boca del Profeta Oseas. Y Jesús nos invita
a que vayamos a Él en esas situaciones difíciles: Venid a Mí todos
cuantos andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré12.
¡Tantas veces hemos experimentado este alivio! Verdaderamente, Él es
nuestro refugio y nuestra fortaleza13 en
medio de todas las tempestades de la vida, es el puerto donde hemos de acudir
presurosos.
Las
contrariedades, la enfermedad, el dolor... nos dan ocasión de practicar muchas
virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la humildad, la identificación con
la voluntad divina...) y nos dan la posibilidad de ganar muchos méritos. «Al
pensar en todo lo de tu vida que se quedará sin valor, por no haberlo ofrecido
a Dios, deberías sentirte avaro: ansioso de recogerlo todo, también de no
desaprovechar ningún dolor. —Porque, si el dolor acompaña a la criatura, ¿qué
es sino necedad el desperdiciarlo?»14.
Y existen épocas en la vida en las que se presenta abundantemente... No dejemos
que pase sin que deje bienes copiosos en el alma.
El dolor
llevado con sentido cristiano es un gran medio de santidad. Nuestra vida
interior necesita también de contradicciones y de obstáculos para crecer. San
Alfonso Mª de Ligorio afirmaba que así como la llama se aviva al contacto del
aire, así el alma se perfecciona al contacto de las tribulaciones15.
Incluso las tentaciones ayudan a progresar en el amor al Señor. Fiel es
Dios, quien no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas; antes
bien, junto con la tentación os dará también la ayuda para soportarla16.
Y la prueba sobrellevada junto al Señor nos atrae nuevas gracias y bendiciones.
III.
Cuando nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien siempre encontraremos
consuelo y ayuda. Como el Salmista, también nosotros podremos decir: Clamé
al Señor en mi congoja, y me escuchó17,
pues carecemos de fuerza frente a esa gran multitud que se nos viene
encima, y no sabemos qué hacer; mas en Ti tenemos puestos nuestros ojos18.
En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio.
A Él es a quien primero debemos acudir con serenidad para no tener que oír las
palabras que un día dirigió el Maestro a Pedro: Hombre de poca fe, ¿por
qué has dudado?19.
«¡Oh, válgame Dios! –exclamaba Santa Teresa–. Cuando Vos, Señor, queréis dar
ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones!»20.
Pidamos siempre ese «ánimo» a Jesús cuando se haga presente el dolor o la
tribulación.
Junto
al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no resistiremos mucho. «Con tan buen
amigo presente –nuestro Señor Jesucristo–, con tan buen capitán, que se puso el
primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca
falta, es amigo verdadero»21.
Con Él, nos sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de
las dificultades, como hicieron los santos. Abundantes ejemplos nos han dejado.
El
Señor nos enseñará también a ver las pruebas y las penas con más objetividad,
para no dar importancia a lo que de hecho no la tiene y para no inventarnos
penas que, por falta de humildad, crea la imaginación, o bien aumentarlas de
volumen cuando, con un poco de buena voluntad, podemos sobrellevarlas sin
darles la categoría de drama o de tragedia.
Al
terminar nuestra oración acudimos a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a
sacar fruto de todas las dificultades que hayamos de padecer, o que estemos
pasando en estos días. «“Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al
Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en
reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.
»—Y
pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al
pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o
morales de cada jornada»22.
1 Lc 14,
27. —
2 Lc 9,
23. —
3 Rom 8,
22. —
4 1
Pdr 4, 12. —
5 Cfr. Col 1,
24. —
6 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 27.
—
7 Cfr. A.
Tanquerey, La divinización del sufrimiento, pp. 20-21.
—
8 San
Francisco de Asís, Opúsculos, Pedeponti, 1739, vol. I, p.
20. —
9 San
Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados, 43, 1, en Obras
ascéticas de... vol. II, p. 822. —
10 Cfr. San
Agustín, Comentario a los Salmos, 21, 2, 4. —
11 Os 6,
1. —
12 Mt 11,
28. —
13 Sal 45,
2. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 997. —
15 San
Alfonso Mª de Ligorio, o. c., p. 823. —
16 1
Cor 10, 13. —
17 Sal 119,
1. —
18 2
Par 20, 12. —
19 Mt 14,
31. —
20 Santa
Teresa, Fundaciones, 3, 4. —
21 ídem, Vida,
22. —
22 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 258.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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