Francisco Fernández-Carvajal 26 de marzo de 2023
@hablarcondios
— Es Cristo quien perdona en el sacramento
de la Penitencia.
— Gratitud por la absolución: el
apostolado de la Confesión.
— Necesidad de la satisfacción que impone
el confesor. Ser generosos en la reparación.
I. Mujer,
¿ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor. —Tampoco yo te condeno. Anda y en
adelante no peques más1.
Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en
medio, dice el Evangelio2.
La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración.
Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la
lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener
de qué acusarle. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose,
escribía con el dedo en tierra.
La
mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con
sus preguntas. Entonces, Jesús se incorporó y les dijo: El que de
vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo,
seguía escribiendo en la tierra.
Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era tender una trampa al Señor. Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
Las
palabras de Jesús están llenas de ternura y de indulgencia, manifestación del
perdón y la misericordia infinita del Señor. Y contestó enseguida: Ninguno,
Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora
no peques más. Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus
deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.
En el
alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha
realizado un cambio tan profundo, que solo podemos entreverlo a la luz de la
fe. Se cumplen las palabras del profeta Isaías: No recordéis lo de
antaño, no penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo nuevo... Abriré un
camino por el desierto, ríos en el yermo...; para apagar la sed de mi pueblo
escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza3.
Cada
día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a través de sus ministros los
sacerdotes, sigue diciendo: «Yo te absuelvo de tus pecados...», vete y no
peques más. Es el mismo Cristo quien perdona. «La fórmula sacramental “Yo te
absuelvo...”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre
el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador
contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios.
Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se
hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza
salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al
penitente (...). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado –tibi
soli peccavi–, y solo Dios puede perdonar»4.
Las
palabras que pronuncia el sacerdote no son solo una oración de súplica para
pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una mera certificación de que
Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que, en ese mismo instante,
causan y comunican verdaderamente el perdón: «en aquel momento todo
pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador»5.
Pocas
palabras han producido más alegría en el mundo que estas de la absolución: «Yo
te absuelvo de tus pecados...». San Agustín afirma que el prodigio que obran
supera a la misma creación del mundo6.
¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del
Perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por
tener tan a mano este sacramento? En nuestra oración de hoy podemos mostrar
nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.
II. Por
la absolución, el hombre se une a Cristo Redentor, que quiso cargar con
nuestros pecados. Por esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente
de gracias que mana sin cesar del costado abierto de Jesús.
En el
momento de la absolución intensificaremos el dolor de nuestros pecados,
diciendo quizá alguna de las oraciones previstas en el ritual, como las
palabras de San Pedro: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo»;
renovaremos el propósito de la enmienda, y escucharemos con atención las
palabras del sacerdote que nos conceden el perdón de Dios.
Es el
momento de traer a la memoria la alegría que supone recuperar la gracia (si la
hubiésemos perdido) o su aumento y nuestra mayor unión con el Señor. Dice San
Ambrosio: «He aquí que (el Padre) viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu
hombro, te dará un beso, prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un
vestido, calzado... Tú temes todavía una reprensión...; tienes miedo de una
palabra airada, y prepara para ti un banquete»7.
Nuestro Amén se convierte entonces en un deseo grande de
recomenzar de nuevo, aunque solo nos hayamos confesado de faltas veniales.
Después
de cada Confesión debemos dar gracias a Dios por la
misericordia que ha tenido con nosotros y detenernos, aunque sea brevemente,
para concretar cómo poner en práctica los consejos o
indicaciones recibidas o cómo hacer más eficaz nuestro propósito de enmienda y
de mejora. También una manifestación de esa gratitud es procurar que nuestros
amigos acudan a esa fuente de gracias, acercarlos a Cristo, como hizo la
samaritana: transformada por la gracia, corrió a anunciarlo a sus paisanos para
que también ellos se beneficiaran de la singular oportunidad que suponía el
paso de Jesús por su ciudad8.
Difícilmente
encontraremos una obra de caridad mejor que la de anunciar a aquellos que están
cubiertos de barro y sin fuerzas, la fuente de salvación que hemos encontrado,
y donde somos purificados y reconciliados con Dios.
¿Ponemos
los medios para hacer un apostolado eficaz de la confesión sacramental?
¿Acercamos a nuestros amigos a ese Tribunal de la misericordia divina?
¿Fomentamos el deseo de purificarnos acudiendo con frecuencia al sacramento de
la Penitencia? ¿Retrasamos ese encuentro con la Misericordia de Dios?
III.
«La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental
de la Penitencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto
acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama
precisamente penitencia»9.
Nuestros
pecados, aun después de ser perdonados, merecen una pena temporal que se ha de
satisfacer en esta vida o, después de la muerte, en el Purgatorio, al que van
las almas de los que mueren en gracia, pero sin haber satisfecho por sus pecados
plenamente10.
Además,
después de la reconciliación con Dios quedan todavía en el alma las reliquias
del pecado: debilidad de la voluntad para adherirse al bien, cierta facilidad
para equivocarse en el juicio, desorden en el apetito sensible... Son las
heridas del pecado y las tendencias desordenadas que dejó en el hombre el
pecado de origen, que se enconan con los pecados personales. «No basta sacar la
saeta del cuerpo –dice San Juan Crisóstomo–, sino que también es preciso curar
la llaga producida por la saeta; del mismo modo en el alma, después de haber
recibido el perdón del pecado, hay que curar, por medio de la penitencia, la
llaga que quedó»11.
Después
de recibida la absolución –enseña Juan Pablo II–, «queda en el cristiano una
zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en
el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que
obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la
mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero
sincera, satisfacción»12.
Por
todos estos motivos, debemos poner mucho amor en el cumplimiento de la
penitencia que el sacerdote nos impone antes de impartir la absolución. Suele
ser fácil de cumplir y, si amamos mucho al Señor, nos daremos cuenta de la gran
desproporción entre nuestros pecados y la satisfacción. Es un motivo más para
aumentar nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el que
la Iglesia nos invita a ello de una manera particular.
«“Cor
Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al corazón de Santa María, con
ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los
de los hombres de todos los tiempos.
»—Y
pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al
pecado y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales
de cada jornada»13.
1 Jn 8,
10-11. —
2 Cfr. Jn 8,
1-11. —
3 Is 43,
16-21. —
4 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et paenitentia,
2-XII-1984, n. 31, III. —
5 Ibídem.
—
6 Cfr. San
Agustín, Coment. sobre el Evang. de San Juan, 72.—
7 San
Ambrosio, Coment. sobre el Evang. de San Lucas, 7. —
8 Cfr. Jn 4,
28. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit. —
10 Cfr. Conc.
de Florencia, Decreto para los griegos, Dz 673. —
11 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 3, 5. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit.; Cfr. también Audiencia general,
7-III-1984. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 258.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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