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martes, 29 de octubre de 2019

Luditas del siglo XXI por @marconegron



Por Marco Negrón


Se conoce como luditas a aquellos trabajadores que, a principios del siglo XIX, se dedicaban a destruir las máquinas con las que la revolución industrial estaba transformando el mundo de la producción. En cierta forma, no les faltaban razones: eran artesanos que temían que, con esos artefactos, mano de obra menos calificada y más barata terminara desplazándolos, dejándolos sin trabajo (decía Juan de Mairena: “El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones”).

Un siglo más tarde Joseph Schumpeter explicaría que la economía avanza a través de procesos de “destrucción creativa”, es decir, de la incorporación de innovaciones que mejoran la calidad de los productos o los abaratan dejando atrás (“destruyendo”) a los que no son capaces de adaptarse al cambio.

La profundidad y rapidez con que se presenta el cambio tecnológico en la actualidad está repotenciando esos procesos, generando incertidumbre y angustia sobre todo en los más jóvenes y menos preparados. Y precisamente la prensa de estos días reseñaba un caso emblemático: el demoledor impacto ‑quiebras y suicidios incluidos- que estaría teniendo en Nueva York la aparición de los VTC (Vehículos de Transporte con Conductor, del tipo Uber) sobre el servicio tradicional de taxis (entre ellos los icónicos yellow cabs, todo un símbolo de la ciudad).

El número de viajes diarios en taxi cayó de 464 mil en noviembre de 2010 a 337 mil en noviembre de 2016, y si bien se ha acusado de competencia desleal a esos servicios alternativos, no se registran casos de ludismo, librándose todas las batallas en el terreno legal.

Algunas imágenes de las recientes protestas en Chile, en cambio, inducen a pensar en los furiosos luditas de hace dos siglos: no puede menos que causar desconcierto la saña con la que algunos manifestantes destruían estaciones del Metro de Santiago (se habla de que se requerirán unos 300 millones de dólares para reactivarlas).


Pero al desconcierto se suma la indignación porque, a diferencia de los luditas, lo que destruían no eran máquinas propiedad de algún privado sino bienes públicos, que benefician sobre todo a la población de menores ingresos; para colmo, es evidente que esos esforzados demoledores tampoco son trabajadores del transporte tradicional desplazados por el cambio tecnológico.

Aunque sin los extremos santiaguinos, esos arrebatos de furia contra la ciudad y sus equipamientos se han ido propagando por el mundo en las recientes oleadas de protestas, desde los “chalecos amarillos” franceses hasta los separatistas catalanes.

Su magnitud y su persistencia son probablemente inéditas, pero la diversidad de los contextos políticos, geográficos y culturales en que ocurren (también Líbano, Irak, Hong Kong y un largo etcétera) hacen difícil encontrarles una motivación común.

En días pasados el escritor francolibanés Amin Maalouf asomó una explicación genérica: la diferente velocidad entre los avances científico-tecnológicos de las últimas décadas y la evolución de las relaciones entre las comunidades humanas, cuya causa, a su vez, estaría en “la ausencia de un capitán”, de un liderazgo capaz de construir “un nuevo orden que funcione”.

Si se acepta la hipótesis, parece forzoso admitir que, en un mundo como el actual, ese liderazgo, necesariamente colectivo, tendría que estar fundado, a su vez, en redes de liderazgo ancladas en las grandes ciudades, porque es precisamente allí donde están estallando los conflictos y desde donde mejor podría sincronizarse el acercamiento entre el cambio científico-tecnológico y la dinámica social.

Lo que exigiría poner en ellas una atención no siempre presente y reconocer que quienes las gobiernan no son, como tantas veces se ha dicho, el simple conserje de la ciudad sino líderes inscritos en redes nacionales e internacionales, preparados para dar respuesta social y política a la cada vez más acelerada “destrucción creativa”. Hay algunos por el mundo, lamentablemente ninguno en esta tierra de gracia.

29-10-19




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