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martes, 22 de octubre de 2019

Persiguiendo una quimera, por @cjaimesb




CAROLINA JAIMES BRANGER 21 de octubre de 2019
@cjaimesb

Rafael Marziano entró al círculo de los grandes cineastas cuando su última película Historias Pequeñas fue invitada a formar parte de la Mostra de Sao Paulo

Inquieto, hiperactivo, genial. A Rafael Marziano intentaron disuadirlo de que se fuera detrás de un sueño -una quimera, como él lo llama- pero triunfó en su empeño: se convirtió en cineasta. El tema de sus películas es Venezuela. Sigue dando clases porque es “necio”, pero estoy segura de que lo hace para evitar que destruyan la UCV. Tiene la paciencia de esperar que el público de sus películas se forme para apreciarlas. Ganador del último Festival de Cine Venezolano con su película Historias Pequeñas, hoy participa en la Mostra de Sao Paulo, uno de los rendez-vous más importantes del cine mundial.

-Me consta que desde joven querías ser cineasta, pero antes te graduaste de arquitecto... ¿cómo se gestó esa inclinación?

-La verdad, no sé, en algún momento de mi adolescencia me debo haber dado cuenta de ello, supongo. De niño estudié música, luego empecé a hacer fotografía, leí todo lo que pude sobre el cine, pero, sobre todo, vi películas y películas. Iba a la Cinemateca Nacional al salir del colegio. Luego estudié algo de Matemáticas y terminé Arquitectura. Pero estaba empeñado en el cine. Eso era una quimera. “¿A quién se le ocurre?... ¿Con qué dinero?... ¡No, mijo, jamás!”. Así que me pasé años y años visitando embajadas, preguntando por becas. Hasta que por fin se concretaron dos oportunidades: Hungría y Polonia. Debía escoger. No tenía idea de cómo hacerlo. Eran ambos países lejanísimos, friísimos y comunistas, que usan idiomas impronunciables y donde jamás sale el sol (eso suponía yo y algo de verdad había en mi presentimiento). Entonces fui a una función, creo que en el Centro Plaza, o un cine por ahí que solía exhibir extrañas películas de Europa del Este. Vi Sor Juana de los Ángeles, de Jerzy Kawalerowicz. Me dio como un “turulún” y esa noche me decidí. Algo tenía esa gente que yo quería obtener, algo sabían, algo que yo quería. Me fui a Polonia. Estudié Dirección de Fotografía, tuve suerte, me fue muy bien. En la Escuela mis compañeros me llamaban “El Salvaje”. Años después, mi mentor fue Jerzy Wójcic, justamente el fotógrafo de la película que me llevó a Polonia. Gracias a Wójcik –a su apoyo y recomendación– pude hacer El Camino de las Hormigas, mi primera película larga, ya no como fotógrafo sino como director. La coprodujo la WFO, una productora de documentales polaca, donde yo había trabajado aun siendo estudiante. 

-Te tocó emprender en una época cuando el cine venezolano duraba poco en taquilla. En los últimos años han salido películas estupendas. Háblame de cómo viviste esa transición.

-Lo del tiempo ante el público es un gran tema. Lo del público, es otro gran tema. El público, como los artistas, se va formando. Hay una cultura del lector, por ejemplo, hay una cultura del espectador cinematográfico. Del que asiste a conciertos, igual. De niño yo asistía a recitales de Martha Argerich en el Municipal y conseguía entradas, tan tranquilo, y hasta había butacas vacías. Hoy un concierto se llena. El público se va formando. La cultura de una sociedad evoluciona, respecto al cine, pues se acostumbra a verse a sí misma. Hace años se hablaba del cine venezolano –con mucho desprecio- como un cine de barrios, prostitutas y homosexuales. Los barrios, las prostitutas y los homosexuales, son temas y personajes, como puede serlo cualquier otro. Existen en cualquier cine. Barrios, prostitutas y homosexuales americanos, mexicanos, brasileños, franceses, chinos, hemos visto por montón en películas que admiramos y aplaudimos y vemos una y otra vez. Ah, pero los nuestros no. ¡No, no, no, no! Nos recuerdan nuestra casa, nuestra tía, nuestro primo. Entonces mejor no, mejor no. Eso es una lata. Supongo que con el tiempo, la gente tendrá más curiosidad por sí misma, por lo que la afecta directamente y más deseo y menos miedo de verse retratada. Cuando hice El Camino de las Hormigas, hubo personas que me preguntaron –en tono de reclamo- por qué había mostrado una ciudad rodeada de ranchos. Yo no sabía qué contestarles. Hoy veo los mismos cerros que retraté entonces. Algo de eterno había en ellos, al parecer. 

-Tu documental Swing con Son narra la vida de nuestro querido Maestro Billo Frómeta. Sin embargo, tuviste un impasse con la gente de la Radio Nacional de Venezuela porque habiendo filmado adentro y con permiso, se sintieron amenazados. ¿Qué pasó al final?

-Eso fue una gran ridiculez que no paró en nada. Filmé un programa sobre Billo Frómeta, Guarachando, que conducía Jesus Rafael Pérez Lárez y donde estuvo el pianista de la Billo´s Román Martínez Galindo. De pronto se interrumpe el programa porque entró una cadena presidencial. ¿Qué hacer? Filmé la cadena, el discurso, la gritería militar –estaban recibiendo una fragata, un barco de guerra, no sé– filmé el fastidio de todo el mundo en el estudio, esperando que se acabara aquello. Y al final les pedí que, al volver al aire lo hicieran con Los Cadetes, pieza famosa de Billo, que todo el mundo baila. Algo se me ocurriría. Durante el montaje nos divertimos un montón. Pusimos tomas que hicimos de gente bailando, fiestas y material de archivo, desfiles de la Semana de la Patria (de Pérez Jiménez) porque si hay algo que sobra en este país y que más que otra cosa se parece a un cuartel, es el material de archivo de desfiles militares. Y en el famoso conteo de ritmos que la pieza tiene a manera de paso militar – un, dos, tres, cuatro…. – puse en cada uno 18 fotogramas de los golpes de estado con participación de militares, que nos han agobiado durante el último medio siglo: fui muy equitativo, ahí salió todo el mundo, desde los que tumbaron a Medina hasta Carmona. Como el presidente de entonces aparecía con su famoso “por ahora” a alguien le dio miedo que eso provocara alguna molestia. O quizás que alguien sacara una regla de tres e imaginara algún paralelismo entre la República Dominicana de Trujillo y nuestros días. No sé.

-Sigues siendo profesor universitario, a pesar de la terrible situación de precariedad en que se encuentra el profesorado universitario, ¿qué te mueve?

-No sé, creo que la más absoluta necedad. ¿A quién se le ocurre? ¿Estar en la UCV? ¡Eso es un disparate! No significa nada de nada. A nadie le importa. Nadie te respeta por eso, al contrario. Nadie te paga por eso (cualquiera gana más que yo haciendo cualquier otra cosa). Hay sociedades que aprecian el conocimiento, el conservatorio. Otras que no. Pues bien, nos tocó ésta. Ya. Esto nunca fue un paraíso, es verdad, pero ahora destruyeron la USB, de donde yo salí. Estuve en la ULA y eso da lástima. Ahora van por la UCV. Recuerdo maestros de música, de arquitectura, de cine, a cuya obra y reflexión debo muchísimo. La cultura es una ola, el trabajo de muchos, un esfuerzo que dura años: tu recibes algo y lo das a otros. Así de simple. Es muy fácil destruirlo, pero volver a armarlo tomará décadas.

-Tu película más reciente, Historias Pequeñas, ganó el Festival de Cine Venezolano y ha participado en muchos festivales con aplausos de la crítica extranjera, a pesar de tocar un tema tan venezolano. El guion es tuyo. ¿Lograste transmitir lo que querías?

-Yo espero que sí. Uno se pasa años y hace una película. Después, la película es del público. ¿Te dijo algo? ¿Te movió? ¿Te reconociste en ella? ¿Y si no a ti, a alguien a quien conoces? ¿Te hizo reflexionar? ¿Te molestó? ¿Te entristeció? ¿Te hizo reír? Si pasó cualquiera de estas cosas, entonces la película funciona. Porque así es el arte, una cosa rara que vive en cada quien de una manera distinta. Si lo que digo en ella es auténtico –en personajes muy comunes, pero tan conocidos por todos que se parecen a nosotros mismos- entonces logré lo que quería: que el espectador se reconozca. Que se pregunte qué relación existe entre su propia vida, personal, íntima y pequeña, como pequeñas son las historias de mi película, y el enorme drama que nos agobia y del que nos quejamos como algo impersonal, como si fuese la lluvia, un meteorito o la bajada de un platillo volador. Creo que la mayor parte de nuestra desdicha radica en la convicción que cada uno tiene de que en el fondo él no tiene nada que ver con lo que está sucediendo fuera del íntimo, egoísta y pequeño ámbito de su vida personal y eso no es así.

-Ahora Historias Pequeñas va a la Mostra Internacional de Cinema de Sao Paulo, Brasil, seleccionada entre 326 films de todo el mundo. Ya el haber sido seleccionada representa un triunfo. ¿Sientes que es un hito en tu carrera?

-En este festival se exhibe una gran cantidad de películas (http://43.mostra.org/br/filmes/) La Mostra es enorme. Pero las películas que aplicaron fueron muchas más. Miles. Alguien me dijo que en el presente se hacen unas 25.000 películas al año. Entrar en un festival, hoy día, ya es una suerte. Entrar en la Mostra, un privilegio. Qué suerte. Las películas son para eso, para mostrarlas y llegarle al público. Uno se siente agradecido con la vida. Hacer una película es un trabajo enorme. Pero es un gusto demasiado grande. No hay nada que se compare a eso. Hacer algo que tenga significado para otros es algo, es aún mejor. Hay una recompensa en ello que no se parece a nada en el mundo.

-¿Qué significa Venezuela para Rafael Marziano?

-Es el tema de mis películas. Una y otra vez me pregunto las mismas cosas y hablo de lo mismo cada vez. Es así, supongo, en cada cinematografía, en cada cultura. Hablo sobre lo que me afecta, sobre lo que me importa, porque necesito hacerlo y porque sé que también les afecta a otros, a otros también les importa. Si logro retratar algo de la verdad que nos rodea, si logro decir algo que valga la pena sobre todo ello, entonces estaré haciendo bien mi trabajo.


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