Carolina Gómez-Ávila 21 de diciembre de 2020
La élite empresarial ha estado tejiendo acuerdos con
la Iglesia católica, con un puñado de medios virtuales y con unas oenegés que
han adornado la bandera de los derechos humanos, asta incluida, con un discurso
que no representa su esencia: el gran acuerdo nacional.
Estos aliados nos han dicho que necesitamos una suerte
de acuerdo mínimo —de convivencia, le dicen— mientras se dirime la lucha por el
poder. Infiero que hablan del tipo de acuerdo que se da en las repúblicas
democráticas, donde se impone el imperio de la ley mientras terminan los
períodos de gobierno con unas elecciones libres y justas. Un acuerdo del que
estos actores no pueden garantizar ni el cumplimiento ni el desenlace.
Pero no por eso han evitado la osadía de aliarse para
tratar de convencer al pueblo de que tal acuerdo es urgente. Lo intentan para
que el pueblo presione a la coalición de partidos democráticos, a fin de que
transen convivencia tal con la dictadura, argumentando intereses que ellos
estiman humanitarios.
Para convencernos de la necesidad de tal cosa, nos han
repetido que cuando dos elefantes pelean quien sufre es la hierba. Nadie les ha
discutido el símil de los elefantes. El imaginario popular asume que son la
dictadura y la oposición o, en términos introducidos por algunos operadores de
opinión y repetidos en eco, «la clase política».
Este es un argumento errado y antipolítico. No se
trata de la lucha de dos iguales sino de un choque dispar en el que uno, que
comparado con el otro es débil, representa los intereses de la hierba además de
los suyos particulares. La verdad incómoda es que la lucha del pueblo contra la
dictadura siempre será cruel para el pueblo, pero un pueblo que no luche contra
la dictadura no tendrá otro destino que la esclavitud. De no haber este
enfrentamiento, que se parece más al de David contra Goliat —y que debe
acometerse con la lógica de David— reinará Goliat, quien no solo causa el
sufrimiento de la hierba, sino que planea seguir haciéndola sufrir.
Por otra parte, el acuerdo que promueven solo es de
índole económica. Está fundamentado en la preocupación por la recesión y no en
el sufrimiento humanitario que pregonan, aunque la emergencia provocada por el
hambre y la enfermedad afecta al empresariado en tanto disminuye su poder
económico y, en consecuencia, el político.
Claro que con la pérdida del poder adquisitivo
desaparecerán más empresas (y surgirán otras al amparo de la discrecionalidad
de la dictadura). La pobreza extrema es un argumento que políticamente se vende
bien, porque da miedo y produce el grito de ansiedad que reclama su final
inmediato. Esto me recuerda, mucho más de lo que me gustaría, aquel «ya» que,
como consigna obsesiva y disparatada, trató de imponer María Corina Machado
hace una década, al precio de su propio desprestigio. La diferencia es que,
esta versión de urgencia, de emergencia impostergable, no está acompañada de la
descocada virulencia de los seguidores de Machado.
El apremio de estos operadores está hecho de
autocompasión, de un llanto con efecto constrictor. Si hace diez años
manipularon la indignación, hoy manipulan la claudicación, pero el efecto es el
mismo, apelar al sentido de premura vital.
A
estos les parece urgente postergar la lucha por la democracia; aunque, en
dictadura, postergar la lucha es rendición. De esto participan especialmente
las oenegés que, en supuesta defensa de los derechos humanos, dejan pasar la
violación de otros. El derecho a participar en elecciones libres y justas está
contemplado en el artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y, para hacerlo valer, no hay paños tibios ni alivios parciales, sino
un procedimiento regulado y refrendado por los organismos multilaterales, que
se debe seguir.
Regresen a casa, se han desviado. El gran acuerdo
nacional no debe ser otro que lograr elecciones libres y justas. Es hora de dar
un portazo a los intelectuales orgánicos que, ladinos, dan a entender que este
derecho humano es demasiada pretensión —¡que no se puede aspirar a tener
elecciones libres y justas como los suizos!— sino que debemos conformarnos con
algunas migajas básicas. ¿Se puede callar ante esto y ser un auténtico defensor
de los derechos humanos?
Con esto inicio una pausa hasta el 9 de enero de 2021,
Dios mediante, cuando presumo que ya no quedará ningún poder público
independiente en Venezuela. Cuando la cruelmente atacada Asamblea Nacional se
haya convertido en resistencia política con el mandato que le dio la Consulta
Popular: luchar por elecciones libres y justas.
Regresaré para recordarlo e insistir en que, en ese
objetivo, está el secreto de la unidad, la única que toda Venezuela puede
sostener coherentemente. No hay día después, no hay vida posible antes (apenas
sobrevivir), no hay otro acuerdo que lograr distinto a elecciones libres y
justas.
Presidenciales —adeudadas desde 2018— y parlamentarias
—desde el 6 de diciembre pasado—. Y si en 2021 se concreta el fraude regional y
municipal, serán elecciones generales. Pero, en cualquier caso, libres y
justas. Ni más ni menos. Ese debe ser el gran acuerdo nacional.
Carolina
Gómez-Ávila
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