Tulio Hernández 18 de diciembre de 2020
No comen carnes rojas, aves, ni pescado. Mucho menos
cerdo. Y cuando se les ofrece como alternativa una ensalada rusa que teníamos a
mano se aseguran primero de que no tenga mayonesa, aunque sea hecha en casa. Le
retiran luego la zanahoria por aquello del azúcar. Y van después a lavar la
lechuga sobre la que está servida. Porque no confían en nuestra asepsia.
Al final, no se sabe si para incomodar, llamar la
atención, diferenciarse porque sí del resto de los comensales, o porque en
realidad no saben lo que quieren, sacan una gelatina transparente y una galleta
integral de avena y se sientan a comer en posición de loto sobre un kilim turco
mientras critican y desprecian –por impuros– los platos que los demás invitados
consumen con placer sentados juntos en la mesa.
Así, palabras más, palabras menos, intento explicarle
a mi vecino bogotano la manera como actúan dos tipologías de opositores que se
han convertido en un lastre que poco aporta, pero mucho obstruye, a las
iniciativas de las diversas fuerzas que intentan actuar juntas para poner fin
al régimen militarista que ya destruyó la democracia y se prepara a terminar de
hacerlo con el país.
No incluyo en estos grupos a los llamados “alacranes”
que son otra cosa: una oposición pret-a-porter que se
construyó el Gobierno rojo enhebrando los cadáveres insepultos de varios
dirigentes en otro tiempo importantes de AD, Copei, el MAS y el “chiripero”.
Dirigentes abandonados por la historia. Aquellos que, como no lograron hacerse
escuchar por las nuevas generaciones, encontraron oxígeno en los respiraderos
artificiales que el chavismo creó para políticos exitosos de la era democrática
ahora en decadencia.
Incluyo sí a dos especies cuyo actuar público está
marcada por ser la oposición de la oposición. Una oposición “parasitaria”. La que
subsiste básicamente para deslindarse a como dé lugar, oponerse y descalificar
las directrices de las que es vocero el presidente interino Juan Guaidó, a los
partidos políticos agrupados en el G4 y ahora a las organizaciones de la
sociedad civil que exitosamente convocaron la semana pasada la Consulta
Popular.
Los divido en dos bandos. Primero, los
“francotiradores”, aquellos que –como María Corina Machado, Antonio Ledezma y
ahora Henrique Capriles– actúan cual ángeles caídos. No se retratan en grupo. Y
andan como lobos solitarios por los tejados de la actividad política con un
rifle telescópico disparando declaraciones venenosas, críticas en forma de
dardos con curare, en contra de todo lo que haga la demás dirigencia política
de la resistencia democrática. La que tiene más likes que
ellos tres juntos.
En segundo lugar, están los “principistas”. Son
aquellos –generalmente analistas políticos académicos a quienes acompañan desde
el extranjero muchos periodistas subinformados– que siempre opinan en nombre de
la fidelidad a la democracia. Y aunque cuestionan al régimen militarista y
saben que las elecciones de Maduro son una farsa, exigen participar en cuanta
consulta electoral se haga, no importa en qué condiciones, solo para ser fieles
a un juego y una institucionalidad democrática que, es preciso recordárselos,
solo existe en sus cabezas.
Son los que por razones de “vocación democrática”
creen que es mejor sentarse a una partida de póker con un tahúr de cartas
marcadas que negarse a hacerlos y exigir que se juegue limpiamente con otro
mazo. Generalmente argumentan que “los espacios conquistados no se entregan”,
que “es preferible salir derrotados que cederles el terreno sin pelear”, o que
“hay que aprovechar las últimas rendijas del juego democrático”.
Actúan como aquellos generales de la primera guerra
mundial a cuyas tropas estaban masacrando dentro de sus trincheras, pero ellos
no se retiraban a tiempo por el principio de no ceder territorio. Y al final
morían acribillados junto a los soldados. Como héroes. Pero, claro, héroes
muertos.
“Francotiradores” y “principistas”, son por supuesto
de una ética distinta a la de los llamados alacranes. Pero igual que ellos y
que el gobierno militarista rojo, no son capaces de reconocer los éxitos
estratégicos de la oposición reconocida como legítima por la comunidad
democrática internacional. Y, en consecuencia, por estos días se han negado a
darle valor a la Consulta Popular y a reconocer el éxito que ha significado su
realización en medio de la impotencia en la que estamos sumidos ante el poder
armado desde donde gobiernan los rojos.
No es solo un asunto cualitativo lo que hay que
valorar: los casi siete millones de pronunciamientos ciudadanos y los tres
millones que lo hicieron presencialmente, soportando muchos el hostigamiento de
los grupos paramilitares oficialistas. Es también la capacidad demostrada por
sus organizadores utilizando los propios archivos del Consejo Nacional
Electoral y una plataforma digital que, si bien tuvo fallas, funcionó
eficazmente haciéndonos recuperar por un instante la profunda satisfacción de
emitir un voto. Aunque el gobierno de facto no lo reconozca.
Porque, y eso es lo más importante, nadie en su sano
juicio cree que la operación es vinculante y mañana por la tarde Maduro, sus
generales pretorianos narcos y los colectivos paramilitares saldrán huyendo por
Maiquetía.
Lo que la consulta representa –no debemos olvidarlo–
es una acción sustituta, compensatoria, de las elecciones libres que la cúpula
oficialista se niega a convocar.
Es la opinión amordazada intentando hacerse escuchar.
La posibilidad de que los millones de venezolanos que nos negamos a convalidar
un acto ilegal, írrito, espurio, delictivo e inconstitucional pudiésemos ver
nuestra opinión cuantificada y valorada como se hubiese hecho en condiciones
realmente democráticas, más allá de la abstención.
Llámela usted como quiera, “acto simbólico”, “gesto
sin consecuencias”, “decisión no vinculante”, pero esos siete millones de sí a
las tres preguntas que nos llaman y llaman a la comunidad internacional a
actuar contra el régimen, son la confirmación del talante democrático de una
población que pese a todas las desventuras, el sufrimiento, las desgracias, los
desencantos, las traiciones y los delirios egoístas de cierta dirigencia
onanista, sigue manteniendo su capacidad de lucha y su voluntad de expresarse
democráticamente. Lo demás es el vacío. O la guerra. Para la que no estamos
preparados y la que nadie va a hacer por nosotros.
Pregúntele usted a los “francotiradores” cuál es el
otro camino y se encontrará con las declaraciones madrugadoras, el lunes por la
mañana, del exalcalde Antonio Ledezma. Un hombre valiente y comprometido, un
dirigente con voz propia que, sin embargo, como tantos otros no ha logrado
encontrar una perspectiva razonable en esta batalla.
El 14 de diciembre, El Nacional reseñó
el balance de Ledezma: “Ni fraude, ni consulta popular: ¡Hay que salir de Maduro!”
declaró. Entendido. Pero provoca decirle a Ledezma, con cierto cariño,
desparpajo y un golpecito en el hombro: “Está bien amigo, pasemos por alto que
nos irrespetes poniendo en el mismo nivel la acción fraudulenta del Gobierno
con el esfuerzo honesto de los millones de opositores que participamos. Pero,
¿esa es la conclusión?, ¿es ese tu aporte? ¿tu máximo esfuerzo conceptual?, ¿tu
hallazgo de imaginación política después de una larga noche de reflexión sobre
el significado de la Consulta Popular?”. Terminaríamos despidiéndonos, ya casi
con saludo de Navidad: “Apreciado Antonio, gracias por la iluminación,
entendemos la profundidad y contundencia de tu mensaje: sí, hay que salir de
Maduro, pero, ¿antes de que llegue el 2021 tendrías la cortesía de informarnos
cómo?”.
Tulio
Hernández
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