Francisco Fernández-Carvajal 21 de diciembre de 2020
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— Humildad de la Virgen. Qué es la humildad.
— Fundamento de la caridad. Frutos de la humildad.
— Caminos para alcanzar esta virtud.
I. Portones,
¡alzad los dinteles! Que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey
de la gloria1.
La Virgen lleva la alegría por donde pasa: en
cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno2,
le dice Santa Isabel refiriéndose a Juan el Bautista, que crecía en su vientre.
A la alabanza de su prima, la Virgen responde con un bellísimo canto de
júbilo. Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu está transportado de
gozo en Dios mi Salvador.
En el Magnificat se contiene la razón
profunda de toda humildad. María considera que Dios ha puesto sus ojos en
la bajeza de su esclava; por eso en Ella ha hecho cosas
grandes el Todopoderoso.
En este tono de grandeza y de humildad transcurre toda
la vida de Nuestra Señora. «¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! —No la
veréis entre las palmas de Jerusalén, ni –fuera de las primicias de Caná– a la
hora de los grandes milagros.
»—Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está,
“juxta crucem Jesu” — junto a la cruz de Jesús, su Madre»3.
No buscó nunca gloria personal alguna.
La virtud de la humildad –que tanto se transparenta en
la vida de la Virgen– es la verdad4,
es el reconocimiento verdadero de lo que somos y valemos ante Dios y ante los
demás; es también el vaciarnos de nosotros mismos y dejar que Dios obre en
nosotros con su gracia. «Es rechazo de las apariencias y de la superficialidad;
es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es condición de su
grandeza»5.
La humildad se apoya en la conciencia del puesto que
ocupamos frente a Dios y frente a los hombres, y en la sabia moderación de
nuestros siempre desmesurados deseos de gloria. Nada tiene que ver esta virtud
con la timidez, con la pusilanimidad o la mediocridad.
No se opone a que tengamos conciencia de los talentos
recibidos, ni a disfrutarlos plenamente con corazón recto; la humildad descubre
que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza
como en el de la gracia, a Dios pertenece, porque de su plenitud hemos
recibido todos6.
El Señor es toda nuestra grandeza; lo nuestro es deficiencia y flaqueza. Frente
a Dios, nos encontramos como deudores que no saben cómo pagar7,
y por eso acudimos como Medianera de todas las gracias a María, Madre de
misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; «abandónate
lleno de confianza en su seno materno, pídele que te alcance esta virtud que
Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido. María le pedirá para ti
a ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios, y
como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída»8.
II. La humildad está
en el fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna podría desarrollarse.
Sin la humildad todo lo demás es «como un montón muy voluminoso de paja que
habremos levantado, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho.
El demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad,
pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando le plazca»9.
No es posible la santidad si no hay lucha eficaz por adquirir esta virtud; ni
siquiera podría darse una auténtica personalidad humana. El humilde tiene,
además, una especial facilidad para la amistad, incluso con gente muy diferente
en gustos, edad, etc., que le prepara para todo apostolado personal.
La humildad es, especialmente, fundamento de la
caridad. Le da consistencia y la hace posible: «la morada de la caridad es la
humildad»10, decía San Agustín. En la medida en que el hombre se olvida
de sí mismo, puede preocuparse y atender a los demás. Muchas faltas de caridad
han sido provocadas por faltas previas de vanidad, orgullo, egoísmo, deseos de
sobresalir, etc. Y estas dos virtudes, humildad y caridad, «son las virtudes
madres; las otras las siguen como polluelos a la clueca»11.
El que es humilde no gusta de exhibirse. Sabe bien que
no se encuentra en el puesto que ocupa para lucir y recibir consideraciones,
sino para servir, para cumplir una misión. No te sientes en el primer
puesto..., por el contrario, cuando seas invitado ve a sentarte en el último
lugar12. Y si el cristiano se encuentra entre los primeros
puestos, ocupando un lugar de preeminencia, sabe que «este motivo de
excelencia se lo ha dado Dios para que aproveche a los demás, de donde se sigue
que tanto debe agradarle al hombre el testimonio de los demás, cuanto que esto
contribuya al bien ajeno»13.
Hemos de estar en nuestro sitio (en conversaciones,
familia, etc.), trabajando cara a Dios, y evitar que la ambición nos ofusque.
Mucho menos convertir la vida, llevados por la vanidad, en una loca carrera por
puestos cada vez más altos, para los que quizá no serviríamos y que más tarde
habrían de humillarnos creando en nosotros el profundo malestar de sentir que
no estamos en el lugar que nos corresponde y para el que tampoco estábamos
dotados. Esto no se opone a la llamada del Señor para hacer rendir al máximo
nuestros talentos, con muchos sacrificios a la hora del aprovechamiento del
tiempo.
Sí se opone, por el contrario, a la falta de rectitud
de intención, síntoma claro de soberbia. La persona humilde sabe estar en su
papel, se siente centrada y es feliz en su quehacer. Además, es siempre una
ayuda. Conoce sus limitaciones y posibilidades, y no se deja engañar fácilmente
por su ambición. Sus cualidades son ayuda, mayor o menor, pero nunca estorbo.
Cumple su función dentro del conjunto.
Otra manifestación de humildad es evitar el juicio
negativo sobre los demás. El conocimiento de nuestra flaqueza impedirá «un mal
pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para
juzgar así razonablemente»14.
Veremos a los demás con respeto y comprensión, que llevarán, cuando sea
necesario, a hacer la corrección fraterna.
III.
Entre los caminos para llegar a la humildad está, en primer lugar, el desearla
ardientemente, valorarla y pedirla al Señor; fomentar la docilidad ante los
consejos recibidos en la dirección espiritual, y esforzarse por ponerlos en
práctica; recibir con alegría agradecida la corrección fraterna, llena de
delicadeza, que nos hacen; aceptar las humillaciones en silencio, por amor al
Señor; la obediencia rápida y de corazón; y, sobre todo, la alcanzaremos a
través de la caridad, en constantes detalles de servicio alegre a los demás.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad. Nadie tuvo jamás dignidad comparable a
la suya, y nadie sirvió a los hombres con tanta solicitud como Él lo
hizo; yo estoy en medio de vosotros como un sirviente15.
Imitando al Señor, aceptaremos a los demás como son y pasaremos por alto muchos
detalles quizá molestos que, en el fondo, casi siempre carecen de verdadera
importancia. La humildad nos dispone y nos ayuda a tener paciencia con los
defectos de quienes nos rodean y, también, con los propios. Prestaremos
pequeños servicios en la convivencia diaria, sin darles excesiva importancia y
sin pedir nada a cambio, y aprenderemos de Jesús y de María a convivir con
todos, a saber comprender a los demás, también con sus defectos. Si procuramos
ver a los demás como los ve el Señor, será fácil acogerles también como Él los
acoge.
Al meditar los pasajes del Evangelio en los que se
manifiestan las imperfecciones de los Apóstoles, aprenderemos nosotros a no
impacientarnos con las nuestras: el Señor cuenta con ellas, y cuenta con el
tiempo, con la gracia, con nuestros deseos de mejorar en esas virtudes o en esa
determinada faceta del propio carácter.
Terminaremos este día nuestra oración contemplando a
Nuestra Madre Santa María, que alcanzará de su Hijo para nosotros esta virtud
que tanto necesitamos. «Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado
con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla
Domini (Lc 1, 38), de la esclava del Señor, es el motivo
de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra
alegría (...). María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo
divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue
a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–,
y así nos pareceremos más a Cristo»16.
1 Antífona
de entrada, Sal 23, 7. —
2 Lc 1,
44. —
3 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 507. —
4 Cfr. Santa
Teresa, Moradas sextas, c. 10 b. —
5 Juan
Pablo II, Ángelus 4-III-1979. —
6 1
Cor 1, 4. —
7 Cfr. Mt 18,
23-25. —
8 J.
Pecci (León XIII), Práctica de la humildad,
56. —
9 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la humildad. —
10 San
Agustín, Sobre la Virginidad, 51. —
11 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 17, vol. II, p.
651. —
12 Lc 14,
7 ss. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 131. —
14 San
Josemaría Escrivá, cfr. Camino, n. 442. —
15 Lc 22,
27. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 109.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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