Por Hugo Prieto
Al terminar de
leer Fidel Castro, el último “rey católico”, cuyo autor es Loris Zanatta*,
te sobrecoge la sensación de que el título del libro no sólo es una certeza
sustentada a lo largo de 500 páginas, sino el hecho de que la revolución cubana
no tiene nada que ver con la prédica del marxismo leninismo o con el
materialismo dialéctico que recorrió Europa en el siglo XX e incubó en Rusia
los demonios de la tiranía comunista.
Para nada. Desde el asalto
al Cuartel Moncada, pasando por la Guerra Fría, hasta la breve pero fulgurante
aparición de Hugo Chávez, el fenómeno castrista anida en la tardía
independencia de Cuba, el país más español de América Latina, en las raíces
populistas de la cristiandad latinoamericana, tan proclive al populismo como
recalcitrante a la democracia liberal, y aún más lejos, a la experiencia
jesuita en las misiones del Paraguay.
Heroicidad, sacrificio y
martirio son símbolos cristianos que se confunden con terror, tortura y
represión. Todo es ambiguo, porque lo único que importa es mantener viva la
idea de que el jardín del Edén se puede construir en la Tierra.
Sorprende la noticia de que
este libro –una coedición entre Dahbar Ediciones y Edhasa Argentina– se puede
conseguir en físico en las pocas librerías que sobreviven en Venezuela.
A lo largo de su libro hay
un propósito, una idea transversal: demostrar la esencia católica, jesuítica,
que hay en el accionar político de Fidel Castro. Sin duda, traza un perfil
psicológico. “El joven Fidel posee los valores transmitidos por los jesuitas:
desinterés, altruismo, coraje, vocación para el martirio”. ¿La Iglesia lo vio
como uno de los suyos? ¿Fue cómplice de lo que más tarde sería una dictadura
comunista?
Es una buena pregunta y
expresada así, me doy cuenta de la paradoja. Primero, Fidel Castro no fue a los
colegios jesuitas, los jesuitas fueron su familia durante casi 12 años de su
formación. Pero también su origen (una familia gallega), el padre. O sea, todo
su universo moral, de valores, hasta inconsciente, formaba parte de esta
herencia hispánica, donde la referencia a la universalidad del catolicismo era
natural. No pasaba, necesariamente, a través de una racionalización
intelectual. Segundo, a la revolución cubana, efectivamente, se la puede ver,
en sus fundamentos, como una reacción no solamente del Oriente rural y
tradicional en contra del Occidente (y particularmente de La Habana) moderna,
atraída por el capitalismo, por el liberalismo. Se la puede entender también
como una reacción de la Cuba hispánica y católica en contra de la Cuba secular.
No es tan diferente mutatis mutandis, claro, en condiciones
distintas, del nacimiento del peronismo, que fue la reacción del terruño en
contra del cosmopolitismo, del interior contra la capital, contra el puerto.
Así que sí. La Iglesia lo vivió así. Para los obispos, el clero, principalmente
español, la alternativa era la España de Franco. Un orden de tipo corporativo.
Pero no para Fidel Castro que, al igual que el catolicismo latinoamericano, y
como alternativa, se está moviendo hacia el socialismo. Es un proceso que se da
en toda Latinoamérica.
Después de Playa Girón
(Bahía de Cochinos para los estadounidenses), “el espíritu había derrotado a la
materia, evocando el mantra del nacionalismo católico contra el protestantismo
anglosajón”. ¿No era, acaso, la prueba que Castro necesitaba para afianzar su
política antiliberal y anticapitalista?
Fidel siempre lo repitió: la
revolución necesita enemigos, y digo más, no un enemigo cualquiera. Cuba,
dentro de todo, es una pequeña isla, con una capacidad limitada fuera de sus
fronteras, pero la ambición de Fidel Castro –y esto también lo decía él– era
repetir la hazaña de los primeros cristianos. Ciertamente, los primeros
cristianos sufrieron la persecución, pero terminaron convirtiendo al imperio
romano. Y él pensaba algo similar con respecto a su revolución. La importancia
del enemigo es que fuera el más poderoso del mundo, “el enemigo eterno”, porque
Estados Unidos, finalmente, representaba ese sistema de valores –el
liberalismo, la reforma protestante– que, desde su perspectiva, habían
corrompido, habían fragmentado, el alma, la identidad del pueblo y de la
cristiandad cubana. De eso se trata: el comunismo –él lo decía– era el nuevo
cristianismo. Así que era muy relevante y necesario para él tener a Estados
Unidos como enemigo. Si hubo oportunidad, aunque fuera remota de conciliación
–y la hubo–, Fidel Castro hizo lo imposible para impedirlo. Cuanto más poderoso
el enemigo, tanto más universal su misión en el mundo.
Sí, el
enfrentamiento –con reminiscencias bíblicas– entre el pequeño David
contra el gigante Goliat. Lo curioso es que, no en una, sino en varias
ocasiones, el gigante Goliat se tuvo que defender del pequeño David.
Esto pasó muchas veces. Una
de las reglas no escritas de la Guerra Fría es que la potencia pequeña puede
chantajear, en algún sentido, a la potencia grande. En cada crisis, en cada
conflicto regional, la potencia grande tiene que poner a prueba su liderazgo
mundial, su demostración de liderazgo universal y en ese sentido hay que
reconocer que Fidel Castro tuvo cierta forma de genialidad. Él sabía que la
Unión Soviética (la potencia grande, víctima del chantaje) no podía abandonar a
un país aliado como Cuba. Sería tanto como perder la cara frente
al enemigo principal y frente al resto de los países aliados. Estados
Unidos, al mismo tiempo, en el conflicto con Cuba, tampoco podía retraerse sin
perder la cara frente al adversario y a los países aliados. Así, como usted
dijo, David persigue a Goliat para que el conflicto siga.
Quizás sea una exageración,
pero diría que una sola palabra, «politiquería», tantas veces dicha
por Castro, acabó con todo lo que oliera a democracia liberal en Cuba. A
partir de ahí, el recorrido podría resumirse en unanimidad, totalitarismo y el
fin de la política. ¿Luego de 60 años podrán los cubanos construir un modelo
distinto?
Ése es el gran tema del
futuro, ¿no? O sea, más allá del liderazgo de Fidel Castro, esta
descalificación de lo político es fundamental, en la revolución, en el tipo de
régimen que ha creado y en el tipo de hombre que ha ido formando durante largas
décadas, porque la idea es que la sociedad, o para usar el lenguaje típicamente
cristiano de Fidel Castro, «el pueblo» es uno. Y es la misma visión del
populismo cristiano latinoamericano. El pueblo es uno, una es su cultura, una
su ética, una su identidad. Y lo que él llama «politiquería» no es otra cosa
que la fragmentación de esa unidad. Claro, si el pueblo fuera plural, como
suele ser en los sistemas democráticos, se requeriría la política para
procesar, para metabolizar, los lógicos conflictos del pueblo. Pero si el
pueblo es uno, entonces, en principio, el orden político es la unanimidad. Un partido
único. Una sola la concentración del poder. Una sola la identidad.
Y una organización
corporativista, ¿no?
Totalmente. Sí, ése es un
poco el eje principal de la relación histórica. O sea, el rechazo a la política
como pluralidad, que es hija de la visión del constitucionalismo liberal. Este
rechazo lleva, inevitablemente, a construir un edificio que está basado en los
materiales del pasado. Y el material del pasado es el organicismo de tipo
hispánico. Es el ideal de la cristiandad antigua. Un orden basado en el
principio de unidad natural, como el organismo humano, digamos, una cabeza, sus
órganos, sus miembros, y por esa razón los principios fundamentales son el
unanimismo, la jerarquía, el corporativismo, el Estado ético. Claro, esto
plantea un futuro muy complejo, porque ¿cómo se recupera la autonomía del
individuo, la separación de los poderes, las libertades individuales?
Parece que la
trilogía Ejército, Líder Nación, atribuida a Norberto Ceresole –por
momentos mentor de Hugo Chávez– es más vieja que el hilo negro. ¿No sería,
más bien, el fin último de todo populismo?
No todo populismo es de
matriz católica. Puede existir –y de hecho existe– un catolicismo de tipo
liberal, democrático, pluralista. El problema es que en América Latina no ha
habido reforma protestante y, por lo tanto, no ha habido pluralismo religioso.
Entonces, la idea de la cristiandad como fusión entre política y religión,
entre Estado y pueblo, se ha mantenido viva a lo largo del tiempo. Así que el
sueño del populismo es volver a reunir, volver a fusionar lo que la tradición
liberal y constitucional trata de separar. O sea, política y religión, fe y
razón, estas cosas que en la modernidad se han separado, el populismo las
quiere volver a fundir. Mientras las instituciones del liberalismo –la
separación de poderes, el pluripartidismo, el parlamentarismo, la libertad de
prensa, los derechos del individuo– se reconocen en el principio plural, en la
idea del populismo todo debe estar fusionado en una unidad primigenia,
originaria. Ahí desaparecen o se borran las instituciones del liberalismo y
reaparecen con fuerza las instituciones de ese orden orgánico, comenzando por
la cruz y la espada. No necesariamente tiene que ser la Iglesia. El Partido
Comunista de Cuba se transforma en la nueva Iglesia.
Una frase de Maquiavelo,
«Dale poder a un hombre y conocerás su carácter». ¿Qué nos diría esa frase de
Fidel Castro?
El carácter de Fidel ya se
adivinaba antes de que tuviera el poder. El hombre, Fidel, es un Savonarola del
siglo XX. O sea, es un predicador de una religión. Un convencido. En ese
sentido, un mesías. Es el tipo de liderazgo que estudia y analiza Karl Popper
cuando denuncia las miserias del historicismo. Y es por eso que el marxismo
encaja como anillo al dedo con su cristianismo. En cierto sentido, el marxismo
hereda del cristianismo la visión providencialista de la historia. La idea de
que la historia tiene un fin y que los hombres especiales, como Fidel, tienen
que cumplir con los planes de la historia, con los planes de Dios. No tengo
muchas dudas de que Fidel Castro se pensara a sí mismo como la reencarnación de
Cristo. Dicho esto, también hay que señalar que Castro no era un hombre de una
sola dimensión. Había el mesiánico, el apocalíptico, el redentor, el fundador
de una religión. Esto, sin duda, es el ser predominante, que a su vez podía ser
muy violento, muy cínico. Pero también tenía otros registros de comunicación.
Amable, seductor y razonable, cuando las circunstancias lo ameritaban. No
casualmente quedará como uno de los grandes personajes del siglo XX.
Purificar, extirpar el
vicio, expiar las culpas, ser merecedores y dignos del perdón, una misión que
Fidel Castro asumió como suya. ¿Esa tarea despertó el entusiasmo o la
aprobación de la Iglesia?
Es curioso, claro que en un
primer momento la Iglesia es objeto de persecución, como ocurre siempre con
todos los regímenes totalitarios, entre otras cosas porque los regímenes
totalitarios son religiones políticas. Secularizan la religión. Se transforman,
ellos mismos, en religiones. Entonces, donde hay una religión política, no hay
espacio para una religión tradicional. Sea en la Argentina de Perón, en la
Italia de Mussolini, siempre estos regímenes chocan con la Iglesia, porque se
disputan el mismo espacio: el fundamento espiritual, moral, del orden político.
Pero pasado ese primer tramo de persecución, la Iglesia Católica en Cuba
comienza una política de acercamiento al régimen (incluso en los años 60).
Entonces, en la Iglesia Católica se desarrolla la consciencia de que el fenómeno
castrista es hijo suyo. Predica el marxismo leninismo, Cuba es aliada de la
URSS en la Guerra Fría. Todo lo que quieras. Pero el catolicismo cubano se da
cuenta, muy pronto de que el castrismo es hijo suyo, basado en su visión del
mundo y sus valores. Un hijo herético, un poco rebelde, pero finalmente un
hijo. De modo que esa idea de que el castrismo es un peón de Moscú, del
marxismo leninismo, extraño a la tradición hispánica y cristiana cubana, nada
que ver. Se trata de un relato que no tiene ningún fundamento y espero que el
libro lo demuestre de forma terminante.
Juan Pablo II, el papa que
echó abajo el comunismo, visitó Cuba. No hubo controversias, ni malos
entendidos. ¿Qué razones explicarían tan extraña pero cordial visita?
En esa visita, Juan Pablo II
usó palabras que nunca se habían escuchado en Cuba. Pero efectivamente, como
usted dice, no representó ninguna amenaza. A esa altura, la Iglesia
cubana –al igual que la Iglesia universal– se ha convencido de que el
régimen cubano no tiene mucho que ver con el materialismo dialéctico, con el
materialismo científico de la historia europea. Por lo tanto, ya se ha
desarrollado la estrategia que llega ahora a su culminación con el papa
Bergoglio, un papa peronista que, finalmente, tiene todos los instrumentos
culturales para reconocer al régimen cubano como un hijo de la Iglesia
católica, como un hijo de la cristiandad hispánica. Una estrategia, llamémosla
así, basada en la cristianización del régimen. ¿Por qué? Porque desaparecida la
cáscara del marxismo leninismo, tan necesaria en la época de la Guerra Fría, en
realidad el régimen cubano no puede volver sino a su cauce cristiano.
En las conclusiones de su
libro, hay una suerte de correlato entre los objetivos, los propósitos que
animaron a los jesuitas en las misiones de Paraguay y ciertas políticas de la
revolución cubana. ¿Qué podría decir alrededor de este planteamiento?
Antes debo hacer una
precisión. Esta idea de crear, de instaurar un reino de Dios en la Tierra, no
necesariamente cuenta con el apoyo de los jesuitas en la edad contemporánea.
Hay una parte, muy relevante de la Compañía de Jesús, que en el siglo XX
abandonó esta idea integrista. Más bien, entre los jesuitas hay una corriente
muy fuerte favorable al diálogo con la modernidad, al pluralismo político, a la
democracia. Así que el sueño de Fidel Castro no necesariamente cuenta con el
apoyo de la Compañía de Jesús. No es así. Sería una falsedad decirlo. Dicho
esto, es interesante advertir que, en esta idea castrista, antigua y utópica,
de lo que se trata es de crear, efectivamente, un orden sagrado, que en
realidad es un proyecto de dominación, un proyecto jerárquico, donde la clase
sacerdotal –la nomenclatura del partido– organiza la sociedad. Fidel Castro
estuvo muy atento a la vida privada de los cubanos: qué tenían que comer, qué
tenían que leer, qué música tenían que escuchar. O sea, un control capilar
sobre la formación de los individuos. Lo interesante es que todo esto lleva,
esencialmente a combatir «los valores burgueses». Es decir, la autonomía
individual, el espíritu de empresa, la noción de progreso, la idea de ascenso
social.
Es uno de los puntos más
relevantes que expone y de alguna manera sintetiza en las conclusiones del
libro.
La idea de las reducciones
jesuísticas –que florecieron fundamentalmente en Paraguay– era crear una
comunidad de fe que eliminara la historia, porque la historia es conflicto, es
imperfección, y, en cambio, en esa utopía, los guaraníes, tienen que eliminar
toda pulsión de mejora social, de ascenso, de invención, de creatividad. Lo que
termina creando una sociedad sin historia. Y eso es lo que más me impresiona de
la experiencia castrista.
Por mi parte, quiero aclarar
que en esta conversación nos estamos circunscribiendo a la experiencia de los
jesuitas en el Paraguay. Lo que pudiera manifestarse hoy, particularmente en la
Cuba castrista, es lo que comúnmente llamamos anacronismo. Pero como todo
anacronismo, tiene pulsiones, tiene ingredientes y elementos que también se
manifiestan en el presente y, seguramente, lo harán en el futuro. Eso
deberíamos dejarlo claro, ¿no?
Usted usó la palabra
correcta. Es una pulsión anacrónica. Porque la idea utópica de las misiones
jesuíticas eran muy propias de la edad medieval en Europa, de una época
dominada por lo sagrado. Ahora, inspirarse en esa idea en el siglo XX es,
inevitablemente, anacrónico. Y por eso, la historia que quisieron echar por la
puerta siempre volvió por la ventana. De ahí, también, las recurrentes
represiones del régimen para tratar de homogeneizar una sociedad que no podía
ser homogeneizada. No por casualidad, cada década llevó la represión contra los
llamados antisociales, cada década incubó una crisis migratoria, para expulsar
a aquellos que no eran compatibles con esa utopía.
«Aquellos que no estén dispuestos
a soportar los sacrificios, el heroísmo de una revolución, no los queremos, no
los necesitamos», dijo Fidel cuando decenas de miles de cubanos huían de la
isla por el puerto de Mariel.
Sí, la idea de eliminar la
historia, en sí misma, es una idea anacrónica. Es el sueño de volver al jardín
del Edén, que es un lugar mítico.
En ambos sistemas –las
misiones del Paraguay y la Cuba castrista– el delito no era, propiamente,
una ilegalidad sino una «culpa moral», no implicaba la ética de la
responsabilidad, sino aquélla de «la culpa y el perdón». ¿Podemos ver, detrás
de estos preceptos, la creación de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la
Producción), donde fueron enviados los homosexuales, los hippies, los testigos
de Jehová y aquellos rotulados bajo «conducta impropia»? ¿Los hospitales
psiquiátricos donde fueron recluidos muchos disidentes? ¿Incluso, podemos ver
la pena de muerte?
En ese orden político, la
sociedad no es una comunidad de ciudadanos, cuyos derechos individuales son
protegidos por un estado de derecho. La idea del régimen es que la sociedad es
una comunidad de fe. Pertenecer a ella depende de la adhesión a la nueva
religión de Estado. Todo lo demás, los que no son asimilables a la comunidad de
fe, o son expulsados –y, entonces, es el exilio– o reeducados, porque el Estado
ético tiene que convertir al que todavía no está convertido a la nueva
religión. Por eso, las asambleas de moral comunista en las escuelas, en los
lugares de trabajo, los centros de reeducación de prostitutas, de homosexuales,
etc. o, en última instancia, si la conversión es imposible, la pena de muerte.
La pedagogía del paredón. En esa idea orgánica de la sociedad, la idea es que
la célula infectada debe ser eliminada por la salud del organismo mismo. De
manera que es la legitimación o la autojustificación moral más perfecta.
Es una idea mucho más
compleja, ¿no?
Acá no son los principios de
responsabilidad típicos de una sociedad, donde el individuo es asumido como el
eje central de la organización social, acá es el cuerpo, la colectividad, el
pueblo, que se defiende del individuo infectado. Entonces, el Estado se siente
legitimado a reprimirlo. Probablemente en la visión colectiva, en la visión
generalizada, de la revolución cubana, prevalece la idea de que se trata de una
revolución casi pacífica… no, no. Ahí se gobernó con el terror, con el paredón,
con la tortura, con el encarcelamiento. Esto hay que recordarlo y creo que el
libro lo recuerda.
Uno podría decir que hay dos
iconos. Huber Matos, a quien le impusieron una prisión de una crueldad
inimaginable y el general Arnaldo Ochoa, discípulo dilecto de Fidel Castro,
quien no dudó en ordenar su fusilamiento.
Es interesante observar que
entre el encarcelamiento de Matos y el fusilamiento de Ochoa transcurren casi
30 años. Y esa es la mejor demostración de un régimen que, finalmente, a pesar
de los cambios de la historia, pero en sus fundamentos, en esa idea de
restaurar una comunidad de fe, la culpa, la expiación y la represión, no
cambia. Esencialmente los fundamentos éticos del régimen son los mismos, en el
59 y en el 89, Fidel Castro no cambia en eso.
¿Dónde ubicaría usted a Hugo
Chávez en este contexto?
Hugo Chávez es el hijo
legítimo de Fidel Castro. No por casualidad, él vio en Chávez al hijo político
que no había tenido. Claro que son diferentes los contextos. Primero, Chávez no
tiene la Guerra Fría como sistema para protegerlo y tampoco puede, por lo
tanto, transformar a Venezuela en David para luchar contra Goliat, entre otras
cosas, porque los Estados Unidos no tiene ningún interés de meterse en una
guerra frontal contra un vecino molesto. Diferente era el caso de Cuba en plena
Guerra Fría. Segundo, Castro había llegado al poder por las armas y esto le
había dado la posibilidad de destruir el orden antiguo y recrear, prácticamente
desde cero, el orden que corresponde a su utopía. Esto a Chávez no le es
permitido, porque para llegar al poder tiene que legitimarse a través de
elecciones. No logra construir el Estado totalitario, precisamente, porque su
populismo tiene que hibridizarse con las instituciones de la
democracia liberal. Finalmente, la Venezuela de 1989, cuando Chávez llega al
poder, es muy diferente a la Cuba del año 59. Venezuela es una nación mucho más
articulada, plural, moderna, con una fuerte clase media, más instruida, con
muchos profesionales y no es una isla. Venezuela es mucho más grande que Cuba.
Y por lo tanto no puede construir la misma utopía que construyó Fidel Castro.
¿Pero no hay una sola
coincidencia?
El origen es el mismo. No es
el oriente contra La Habana, sino los llanos contra Caracas. Son los militares
que rescatan, desde su punto de vista, el pueblo mítico de los orígenes, que
una vez más ha sido corrompido por la modernidad, por el mercado, por el
neoliberalismo, por el capitalismo. El relato siempre es el mismo.
***
*Doctor e investigador en Historia de las Américas.
Investigador en Historia e Instituciones de América Latina en el Departamento
de Ciencias Políticas y Sociales en la Universidad de Bolonia. Licenciado en
Historia Contemporánea en la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad
de Bolonia. También es autor de varios libros (Historia de América
Latina, El Populismo, La larga Agonía de la Nación Católica: Iglesia
y dictadura en la Argentina, entre otros).
20-12-20
https://prodavinci.com/loris-zanatta-el-castrismo-es-hijo-de-la-iglesia-catolica/
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