CARLA JIMÉNEZ 20 de diciembre de 2020
@carlajimenez9
Más
de 262.000 refugiados y migrantes de Venezuela viven en 630 ciudades de Brasil.
Ya son la mayor comunidad extranjera en el país. Muchos de ellos se enfrentan a
la idea de estar lejos de su país hasta morir
Dorianny Torres acaba de amamantar a su hijo pequeño
Luis Joel y le entran ganas de comer algo dulce. “Un caramelo, una galleta”,
comenta, sentada en la hamaca de la casa de PVC en la que se encuentra. “Es la
ansiedad”, concluye. Dentro de algunas horas, esta
venezolana de 30 años embarcará rumbo al estado de Minas Gerais,
sureste de Brasil, saliendo de Boa Vista, al norte del país, acompañada de sus
seis hijos. La mayor, Estrella, de 10 años, lleva un vestido de flores fruncido.
Su pelo está adornado con una hilera de clips de colores, al igual que sus
hermanas: Kereane, de 5; Luciane, de 7; y Victoria, de 6. Abraham, de 8, era el
único varón, hasta la llegada de Joel. Es la primera vez que se subirán a un
avión, rumbo a una ciudad desconocida. Pero no hay alternativas. Necesitan
sobrevivir y en Brasil encontraron
un camino.
Todos
sus hijos nacieron en Ciudad Bolívar, menos Joel, a quien Dorianny dio a luz
cuando vivía en un campamento de refugiados en Boa Vista, capital del estado
de Roraima.
El 8 de septiembre, tuvo contracciones y la trasladaron al hospital público de
la capital, en plena pandemia. Joel, mofletudo y dueño de unos
ojos negros despiertos, nació de parto normal. Su vida, desde entonces, no se
diferencia solamente por haber venido al mundo desde un lugar distinto al de
sus hermanos. Joel es la síntesis de un nuevo ciclo de inmigración que acoge
Brasil, desde que Venezuela se hundió con el Gobierno de Nicolás Maduro. Si
hasta la primera mitad del siglo XX, eran portugueses, italianos, japoneses y
alemanes quienes llegaban a Brasil en busca de una vida mejor y huyendo de los
horrores de las guerras mundiales, en este siglo, los venezolanos huyen de un
país que se empobrece cada día más desde que Maduro asumió el poder y
recrudeció la persecución a los opositores. Las continuas crisis y las
detenciones injustificadas de quienes no están de acuerdo con Maduro llevó a
Estados Unidos a determinar, en 2015, un bloqueo económico a Venezuela, país
sumamente dependiente de la exportación de petróleo. El impacto fue inmediato,
y la población pasó a convivir con la escasez, la inflación y un mercado
paralelo de dólares. La represión aumentó y el país entró en lo que los
analistas llaman cubanización.
Desde 2015, la cifra de venezolanos que cruzaron la
frontera para llegar a Brasil ha subido. Sin embargo, desde 2018 hubo un salto
vertiginoso en la entrada de venezolanos que los ha convertido en la comunidad
extranjera más numerosa en el país. La ciudad de Pacaraima, frontera con la
ciudad venezolana de Santa Elena de Uairén, en el norte de Brasil, estaba recibiendo una media de 500 personas al día,
flujo interrumpido por la pandemia que cerró las fronteras en marzo de este año.
Hoy viven 262.475 venezolanos en Brasil, más del doble
que hace dos años. La mayoría, en condición de migrante, solicitando vivir aquí
con un visado de al menos dos años. Otros 46.647 aceptaron la
condición de refugiados, argumentando la falta de condiciones de
derechos humanos en su país de origen. Hay, además, 102.504 venezolanos con
solicitudes de refugio pendientes, en lista de espera para conseguir la
documentación que los aceptará como residentes. Configuran la cifra más alta de
peticiones de refugio por nacionalidad, según el Comité Brasileño de Refugiados
(CONARE). Por los registros de migración del Ministerio de Justicia de Brasil,
los venezolanos superaban en cantidad a portugueses, haitianos y bolivianos,
que hasta hace poco representaban los principales grupos extranjeros residentes
en Brasil.
La
gran masa de venezolanos que ha entrado en Brasil a partir de 2018 lo hizo por
Pacaraima, y buena parte se ha quedado allí o en la capital de Roraima, Boa
Vista, a tres hora de la frontera. Con el flujo concentrado en el norte, el
resto de Brasil no se dio cuenta de la evolución silenciosa de la migración de
los venezolanos. Nadie conoce tan bien ese nuevo ciclo migratorio como los habitantes de Roraima.
No es una convivencia muy tranquila que se diga. Los venezolanos ya ocupan el
40% de las camas de hospital del Estado, alertó el gobernador Antonio Denarium
en febrero de este año, cuando una protesta en Pacaraima trataba de impedir la
entrada de nuevos venezolanos. Mitad de los alumnos en las escuelas de
Pacaraima también son niños de Venezuela. El Gobierno brasileño no se preparó
para una respuesta a la altura de la migración, y Roraima no estaba capacitada
para el nuevo desafío. Ha sido un camino accidentado para los que llegan por el
norte del país.
Un escenario que se repite a lo largo de la historia
de Brasil, un país forjado por centenas de nacionalidades que aquí arriban. Los
primeros japoneses que llegaron, a comienzos del siglo XX, por ejemplo, también
vivieron resistencias. En 1914, São Paulo contaba con 10.000 inmigrantes
japoneses que huían de las dificultades del Japón feudal. Brasil tenía, por
aquel entonces, 25,5 millones de habitantes. Venían a trabajar en la
agricultura cuando Brasil se vio obligado a renunciar a la mano de obra esclava
tras la abolición de la esclavitud en 1888. Llevó un tiempo hasta que se
ganaran el respeto de los dueños de las tierras que los contrataban. Hubo episodios
de racismo y prejuicio en su momento, iguales a los que los venezolanos se
enfrentan en las ciudades de Roraima.
Adaptación y acogida
El total de venezolanos en Brasil es un pequeño
porcentaje si se compara con la masa de 5,5 millones que ya se ha ido a otros países,
especialmente a Colombia y Perú —cada uno ha recibido a más de un millón de
ellos—y Chile (casi medio millón). El territorio brasileño ya es el quinto
receptor de venezolanos, según la Organización de los Estados Americanos (OEA). Por
tener un idioma diferente, Brasil ha sido la última opción para emigrar. Pero,
ante la reticencia de esos países menos poblados, que acogieron a muchos más
venezolanos antes, era mejor encarar las diferencias.
Brasil también facilitó el camino. Redujo la
burocracia para recibirlos al declarar que Venezuela era un país en el que se
cometían graves y generalizadas violaciones de derechos humanos. El
Comité Nacional de Refugiados adoptó el procedimiento prima facie,
que elimina las
entrevistas detalladas —y demoradas— en las que se
deciden si se le concede o no al extranjero el visado de residencia temporal o
de refugiado. Este mecanismo garantizó una facilidad inédita para acoger a los
venezolanos en el continente. Hoy, de los poco más de 49.000 refugiados en
Brasil de distintas nacionalidades, el 95% son venezolanos.
El Gobierno de Jair Bolsonaro asumió y amplió la
llamada Operación Acogida, creada en 2018 durante el Gobierno de Michel Temer,
con el trabajo conjunto de 12 ministerios, que facilitaron el acceso de los
inmigrantes venezolanos. “Hay una sensación en Venezuela de que Brasil trata
bien a los suyos”, dice David Smolansky, exalcalde de El Hatillo, uno de los
distritos de Caracas, capital de Venezuela. Smolansky actúa hoy en la
Organización de los Estados Americanos (OEA), en Washington, el el grupo que
monitorea a los venezolanos que emigraron.
Él mismo vino huyendo de la furia de Maduro, que
empezó a perseguirlo en su condición de opositor. Cuando recibió una orden de
detención, se vio obligado a permanecer en la clandestinidad. Durante tres o
cuatro días recorrió más de 1.000 kilómetros rumbo a la frontera disfrazado de
seminarista para no ser reconocido. Con gafas, sotana y sin barba, Smolansky
logró llegar a Brasil en 2017, con la ayuda del entonces ministro de Relaciones
Exteriores, Aloysio Nunes. De allí, continuó hacia Estados Unidos, donde empezó
a trabajar por una coalición para restablecer la democracia plena en Venezuela.
Seguridad social, Bolsa Familia y renta de emergencia
El Gobierno brasileño ha garantizado a los que llegan
de otro país, como los venezolanos, a que puedan vivir como ciudadanos
brasileños (con excepción de votar). Tienen su propio Documento de
identificación fiscal, frecuentan la sanidad pública, sus hijos van al colegio
y pueden circular libremente por el país. Y muchos reciben las ayudas del
programa gubernamental para familias con pocos recursos, conocido por Bolsa
Familia. Durante la pandemia, tuvieron acceso incluso a la renta básica de
emergencia para superar la crisis sanitaria. Al menos 42.519 recibieron este
subsidio de la Caixa Econômica Federal, institución financiera estatal de
Brasil. El presidente del banco, Pedro Guimarães, llegó a decir en una
entrevista que en la ciudad de Pacaraima hay más venezolanos que brasileños
cobrando la ayuda. El dinero alimenta, pero parte de él se va a Venezuela, para
ayudar a los parientes necesitados. “Lo que acá es poco, allá es mucho”, dice
Dorianny, que tuvo la ayuda del Bolsa Familia y acceso a la renta emergencial
durante la pandemia. Parte de lo que le llega se lo envía a sus padres.
El éxodo venezolano, el más grande de América Latina
de la historia reciente, correspondía al 15% de su población de 2017. En
proporción, sería como si 33 millones de brasileño se fueran del país al largo
de tres años, debido a persecuciones políticas, huyendo del hambre o para
rescatar la dignidad y garantizarles a sus hijos unas mínimas condiciones de
vida. Hoy, el 96% de los venezolanos que se quedaron en su país son
considerados pobres. “Hoy, todos en Venezuela tienen dos sueños: comer o irse
del país”, dice Raúl Escalona, director de teatro, de 74 años, que llegó a
Brasil en 2018.
Raúl siguió los pasos de su hijo, Carlos Escalona, un
periodista que se marchó a Brasil tras ser amenazado por no querer participar,
en 2016, en una trama de corrupción en una televisión estatal en Maracay,
capital del estado de Aragua. El hecho ocurrió cuando era gerente de producción
de un programa cultural. A Carlos le retuvieron su sueldo ocho meses como forma
de presionarlo. “Me decían que la solución estaba en mis manos”, recuerda.
Pusieron a prueba su límite con un secuestro exprés en el que le amenazaron con
perjudicar a sus padres y a su novia, Marifer, por no querer firmar unos
presupuestos inflados en TeleAragua. “Me pegaban mientras decían cosas
puntuales del trabajo”, cuenta. Después dispararon, al aire, para asustarlo.
Carlos no aguantó y decidió emigrar.
Su padre se dio cuenta en ese momento de que quedarse
en Venezuela pasaba a representar un riesgo de muerte. Él ya había sido
vicepresidente de TeleAragua en los tiempos de Hugo Chávez, y en aquel momento
ya sentía que había interferencias en la labor periodística del canal. Pero el
atentado a su hijo fue un golpe de realidad. “Fue un llamado de atención, de
algo muy serio que estaba pasando que va a superarte”, recuerda Raúl. Mientras
su hijo elegía Brasil como destino, él y su esposa, Elvira, decidieron vivir un
año en Ecuador, en 2017. Los acuerdos entre los dos países facilitaban que
pudiera cobrar allí la jubilación a la que tenía derecho en Venezuela. Pero la
nostalgia les pudo y decidieron regresar al cabo de un año. Fueron a Isla de
Margarita, donde tenían una casa que guardaba recuerdos de tiempos felices.
Quedarse allí parecía una buena idea, lejos de los centros más agitados
políticamente, hasta que se calmaran las aguas. Pero todo estaba diferente. “En
un año, el país había sido arrasado”, recuerda Raúl, junto a Elvira, en la
cocina del apartamento de su hijo, Carlos, en São Paulo. La flamante isla
estaba abandonada, y encontrar alimentos básicos era una tarea cada vez más
difícil. “Un día, nos levantamos y decidimos marcharnos”, dice Raúl.
En la maleta, tan solo dos altavoces y la certeza de
que la vida nunca más sería igual. “A los setenta y tantos años me vi teniendo
que salir de mi zona de confort”, asegura Raúl. Tomaron un barco, un autocar,
un coche y siguieron hacia la frontera de Venezuela con Brasil. De allí,
siguieron hacia Boa Vista y, luego, a São Paulo, donde ya estaba viviendo
Carlos. Ahora, padres e hijo viven cerca, en la zona este de São Paulo. El otro
hijo, Miguel, emigró a Estados Unidos. Raúl ya se ha adaptado a la capital
paulista y no mira hacia atrás. “Mi hoy es Brasil.”
Brasileños herederos de Venezuela
Afrontar la vida en un nuevo país es también abrirse a
la posibilidad de tener descendencia lejos de su tierra. En el campamento
Janokoida, en Pacaraima, ya hay varios brasileñitos hijos de venezolanos. En
ese campamento, destinado exclusivamente a los indígenas de la familia Warao
—de los primeros venezolanos que migraron a Brasil—, viven cerca de 450
integrantes de dicho pueblo. Seis nacieron en Paracaima. “Hablan español,
portugués y warao”, explica con orgullo Teolinda Moralera Warao, una de las
seis líderes de su pueblo. Los líderes dividieron el espacio para garantizar la
organización. Teolinda es la responsable de 23 familias. Dos de los niños
brasileños son nietos suyos. Williaimis y Lucas, hijos de sus hijos, Eliaimis y
Cruz Antonio.
El espacio es una enorme nave adaptada a la cultura
warao con el apoyo del ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los
Refugiados) y de las Fuerzas Armadas brasileñas. Duermen en hamacas extendidas
a lo largo del espacio, divididos por familias. Plantan parte de sus alimentos
y tienen materia prima para elaborar sus artesanías y utensilios domésticos,
como bandejas y bolsos, al igual que hacían en su tierra, en el municipio de
Antonio Díaz. Teolinda hacía su trabajo e iba a la ciudad a vender las
artesanías de su comunidad, lo que ayudaba al sustento de la familia. También
cantaba y hacía presentaciones de danzas típicas de su cultura para los
turistas. La casa en la que vivía con su familia era suya.
Pero los días se fueron haciendo más duros, el dinero
escaseaba y tenían pocos recursos para sobrevivir. Un día, la casa se vino
abajo, como si se tratara de un presagio de lo que vendría después. Lo más
trágico de esa realidad se cebó con la familia de su hija, Celenia. Un brote de
cólera llegó a su región y provocó la muerte de niños y ancianos. El cólera se
llevó a su nieta, Celiaini. Su hija estuvo gravemente enferma, sus pulmones se
vieron afectados. “Vine aquí desesperada hace tres años”, recuerda. Junto a su
esposo y sus otros dos hijos, se subieron a un auto que iba de camino y
salieron de la ciudad. Llegaron a San Félix y, desde allí, partieron hacia
Santa Elena, frontera con Pacaraima. Contaron con el apoyo de la parroquia de
la ciudad y del ACNUR para salvar a Celenia, que afortunadamente se recuperó.
Llegaron con lo puesto y vivieron de donaciones de comida hasta que se
integraron en el campamento. “He venido para que tengan un futuro. Aquí hay
sanidad y educación.”
Vivir en Brasil: corazones rotos
No todos viven la mudanza a Brasil con tanto
desprendimiento. La morriña duele, la soledad lastima y la sensación de
desplazamiento ante una cultura diferente a menudo golpea fuerte. El comienzo
en otro país en busca de oportunidades para mantenerse también deja huellas.
Edward, trabaja como vendedor en un centro comercial en Boa Vista, sabe que ya
vivió momentos mucho más duros que los actuales. Llegó hace dos años, sin
ninguna perspectiva, pero con el firme propósito de establecerse. Vivía con un
primo suyo y hacía pan para venderlo. Muchas veces no lo lograba, y lo repartía
en las plazas donde sus conterráneos, que también habían ido a probar suerte,
dormían a la intemperie. Hoy, con un contrato de trabajo, sabe que ha superado
las dificultades. “Pero es difícil, hay días que es muy difícil”, dice él, cuya
familia está en Venezuela. Al mismo tiempo que quiere quedarse para construir
su nueva vida, quiere regresar a su país.
La pandemia y la frontera cerrada desde marzo acentúan
la angustia. Aunque Boa Vista esté cerca de la frontera con Venezuela, la
perspectiva de no poder moverse deja más evidentes la distancia y la añoranza,
sin la posibilidad de circular libremente. A muchas familias se les divide el
corazón cuando cruzan la frontera. Por una parte, hay una gratitud por superar
las necesidades básicas y rescatar la dignidad en Brasil. Por otra, una
renuncia dolorosa. “Nunca en la vida pensé que saldría de Venezuela, menos aún
en esas condiciones”, dice Samired Velandria, de 34 años, que vivía en Caracas hasta
2018. El 24 de octubre de ese año sacó fuerzas para venir a Brasil para cuidar
de su salud. Samired tuvo un cáncer de tiroides y tenía que tomar una hormona
diariamente para el afrontar el postoperatorio. Pero en su ciudad no la tenían.
Y, cuando había, el precio era prohibitivo. “Me encontraba muy mal”, recuerda
Samired, que ahora está instalada en un apartamento en São Paulo, donde vive
con su hijo y su novio, que llegó este año.
Con una Venezuela de mal en peor, decidió seguir el
consejo de su hermana, Saray, que ya había recalado en Brasil un año antes con
su marido y su hija. “Me decía que ese medicamento era barato aquí y que se
podía conseguir gratis en los servicios públicos”, recuerda. Salvar su salud
sería la razón más lógica para emprender el viaje. También había una
expectativa de rescatar un poco de la seguridad que se quedó en su pasado.
“Vivir más o menos dignamente... a veces no había gas, o no había luz”, afirma.
Vino sola en un autocar con su hijo, Samir, que por
entonces tenía 10 años, siguiendo la ruta que un año antes hizo su hermana.
Llegó a Pacaraima, donde pasó los primeros 15 días. Estuvo un tiempo en un
campamento de refugiados en Boa Vista, hasta llegar a São Paulo, para
instalarse en un albergue religioso de Missão Paz, en el centro de la ciudad.
Conoció a multitud de extranjeros como ella y, a los cuatro meses, consiguió un
trabajo, en el que está hasta hoy. Es redactora de una agencia de publicidad
extranjera. Alquiló un piso, en el que vive con Samir y, desde hace pocos meses,
con su novio.
Su hijo Samir, de 12 años, está a gusto en su nuevo
país. “A veces echa de menos a la familia, pero no es algo que le afecte
tanto”, dice su madre. Samired, por otro lado, se frustra por haberse visto
desgarrada de su país. “Hoy no tengo la esperanza de volver. Pero pienso volver
un día”, afirma.
—¿Aunque sea dentro cinco o diez años?
―Sea cuando sea.
Su familia está partida por la mitad en la geografía
del continente. En Monagas, donde nació, están su padre, su hermana y dos
hermanos. Ahora, en Brasil, están Samired, su hermana Saray y otros tres
hermanos. Todos trabajan. El sueño de Samired es que toda su familia esté cerca
de nuevo. Lo que no sabe es si será allí o aquí.
Crecer en Brasil
Samuel Cazorla también sueña con traer a sus padres,
que se quedaron en Valencia. Pero, a sus 29 años, se siente feliz por haber
realizado su principal objetivo en Brasil. Hace tres años empezó desde cero la
barbería Samuel Barber Shop, en Boa Vista, a la que acuden entre 30 y 50
clientes diariamente. Se marchó de su ciudad hace tres años en busca de un
local y un incentivo para montar su barbería. Pese a su juventud, Samuel posee
la obstinación de los emprendedores. Con 17 años ya aprendía el oficio en su
ciudad natal, y a los 22 montó su pequeño negocio en Valencia, el mismo año que
se casó. Un día, un amigo de infancia al que le estaba cortando el pelo le dijo
que se estaba mudando a la capital de Roraima. “Me invitó a irme con él, y
estuve un mes pensándomelo”, recuerda. La crisis, cuenta, no era tan aguda.
Pero sabía que el tamaño de su ambición no cabía ahí.
El venezolano Samuel abrió una barbería en Boa Vista.
Decidió jugársela yéndose solo. Se instaló con el amigo que le propuso irse a
Brasil, en una parcela detrás del presidio de Boa Vista, durante dos semanas.
Se pateó la ciudad, a pesar de no hablar portugués, hasta conseguir un empleo
en una barbería. “Estuve seis meses en los que solo guardaba dinero”, cuenta
Samuel, que ahorraba en transporte —hacía todo a pie, incluso cuando residía en
la casa de su amigo, que estaba a 17 km de su trabajo— y en comida: arroz con
longaniza diariamente.
Luego, se fue a buscar a su esposa, a su hijo y a sus
dos hermanos. Su autoconfianza acabó cautivando a un brasileño, que le propuso
abrir una barbería con él y ser socios. Entraron juntos con un pequeño capital,
pero allí vivió su primer tropiezo. Confió en él y no firmó ningún documento.
Cuando su socio cambió algunas de las cosas que habían pactado, decidió que era
hora de seguir otro rumbo. “Al principio fue cruel ver que aquí la palabra no
valía nada sin unos papeles firmados de por medio”, se lamenta Samuel, que tuvo
a su segundo hijo en Boa Vista. “Pero fue la herramienta para convertirme en lo
que soy”, dice Samuel, que emplea a cuatro barberos. Todos ellos son
venezolanos casados con venezolanas. Prosperó. Primero, se compró una bicicleta
para desplazarse. Luego, una moto. Después, un auto. Y ahora se ha comprado una
casa. También ha aumentado su familia. Hace un año y medio nació Said, su hijo
brasileño.
La barbería tiene estilo. Hace cortes modernos y
Samuel ya sueña en dar cursos de formación profesional a otros venezolanos que
lleguen a Brasil. O incluso abrir franquicias en otras ciudades. “Ya tengo mi
marca registrada en territorio nacional”, comenta, feliz, al tener “exactamente
lo que soñaba cuando estaba en Venezuela”. Pero Samuel no esconde algunos
dolores. Sufrió el prejuicio de ser venezolano en Boa Vista. Hay muchos
venezolanos pidiendo limosna en las calles y, a veces, algunos ciudadanos
locales no ocultan un cierto desconfort. Son minoría, certifica el propio
Samuel. “Una vez entró aquí una persona y, al darse cuenta de que éramos
venezolanos, dijo gritando que no quería que le tocásemos. Le dije que se
fuera, y sacó una pistola.” Después de la amenaza, se marchó. Fue un susto
enorme. “Pero el 90% de mis clientes son brasileños”, cuenta.
En la balanza de un inmigrante, los pros están
ganando, según los cálculos de Samuel. “Estoy viviendo un momento muy bonito”,
afirma el joven empresario. Venezuela, de momento, es su pasado. “Mi presente
es Brasil”, concluye.
—¿Y el futuro? ¿Te quedarías aquí hasta que te mueras?
En ese momento enmudece. Piensa, y encuentra respaldo
en su emprendimiento.
—Vuelvo cuando mi marca se haga internacional. Hoy,
tengo dos casas. Aquí y en Venezuela. Cuando no esté bien aquí, me vuelvo allí;
y, cuando no esté bien allí, me vuelvo aquí.
¿Morirse lejos de Venezuela?
La idea de un futuro eterno en Brasil asusta a la
mayoría de venezolanos con los que habló EL PAÍS. Pero algunos ya han asimilado
una ruptura difícil de restaurar. “Toda esta situación política y económica no
solo nos ha hecho perder las cosas materiales, sino también los afectos”, dice
Raúl Escalona. Su esposa, Elvira, coincide con él. “A los familiares podemos verlos
por videollamadas”, dice ella.
—¿Pero no temen morirse en Brasil?
—No, responde Elvira, sin pestañear.
—La muerte no es una situación geográfica —reflexiona
Raúl, sereno. “A esta edad, la muerte no es un susto, es una realidad que está
ahí”, pondera.
La lucha con esa idea también ronda en la vida de los
inmigrantes mucho más jóvenes que Raúl. Stefani, que estuvo un año y medio
viviendo en los campamentos de la Operación Acolhida en Boa Vista, tampoco teme
vivir aquí para siempre. “Allá no hay nada”, constata la joven de 26 años,
casada con Pedro y madre de cinco hijos, que estaba a punto de mudarse a São
Paulo a finales de octubre.
Dorianny también apuesta en Brasil por sus hijos. Vino
en autocar con su marido, padre de los cinco hijos que nacieron allí. Vivieron
en Pacaraima y luego en Boa Vista. Pero se separaron. El padre consiguió un
trabajo en Manaos y la dejó con los hijos en el campamento. A la espera de
nuevas oportunidades, se relacionó con otro venezolano refugiado. Así fue como
nació Joel. “Soy madre soltera”, dice Dorianny, usando una expresión que
quiebra su voz y parece pesar tanto como el hecho de haberse visto obligada a
abandonar su país y de repente verse sola para cuidar a sus hijos en otro
lugar. A Dorianny, verse soltera, como ella dice, le parece una traición del
destino. Pero, a pesar del dolor, no tiene dudas en cuanto a su futuro. Brasil
es donde quiere ver crecer a sus hijos. “Si a mis hijos les va bien aquí, no
creo que regrese. Eso no me asusta.”
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