Por Paulina Gamus
Esta vez ni lo uno ni lo otro. Pero, por
favor, apreciados lectores, no vayan a responder «sino todo lo contrario»,
porque la cosa es seria. En un principio, cuando comenzamos a votar, al
retornar la democracia en 1958, el voto era no solo esperanza, era alegría, era
orgullo al poder decidir —después de diez oscuros años— a quién queríamos como
presidente de la república y a quiénes como parlamentarios. Con ese sentimiento
votamos por Rómulo Betancourt en diciembre de ese año y luego por Raúl Leoni en
diciembre de 1963.
El voto entonces era obligatorio y se corría
la especie de que quien no demostrara que había votado no podría solicitar
distintos servicios públicos ni viajar al exterior.
El domingo 1º de diciembre de 1963, los cuatro
hermanos Gamus en edad de votar fuimos a cumplir con ese deber a pesar de que
nuestro padre había muerto tres días antes y debíamos guardar los ocho días de
duelo obligantes para los judíos.
La elección de Rafael Caldera en diciembre de
1968 no fue esperanza ni castigo. Fue apenas dudosa por un virtual empate que
se resolvió por la madurez política del candidato adeco Gonzalo Barrios y del
presidente Raúl Leoni: preferible perder las elecciones que tener un presidente
cuestionado. Esa decisión salvó la democracia y le permitió continuar por otros
30 años.
La elección de Carlos Andrés Pérez, en
diciembre de1973, fue la apoteosis de una fiesta electoral como no se había
visto antes. No solo por la ingeniosa publicidad que transformó a un personaje
con cara y fama de policía —asociado con la represión policial contra la
extrema izquierda alzada en armas y terrorista— en un cuasi deportista que
saltaba charcos como un antecesor de Yulimar Rojas. Pero, además, con la
promesa de gobernar con energía y mano dura contra delincuentes y afines.
La caminata de cierre de campaña, que comenzó
en Catia y culminó en Petare (los dos extremos de la capital por si alguien no
familiarizado con Caracas lee esta nota), fue algo nunca visto: una marea de
cascos y banderas blancas con el logotipo AD.
La elección de Luis Herrera Campíns, en
diciembre de 1978, tuvo más de castigo al gobierno dispendioso de CAP que de
esperanza.
La presidencia se decidió por un margen relativamente pequeño de votos contra el candidato de Acción Democrática Luis Piñerúa Ordaz, quien debió soportar toda clase de burlas por no tener título universitario; pero, además, por haberle endosado especialmente el humor ácido de Luis Beltrán Prieto Figueroa la especie de que su libro de cabecera (de Piñerúa) era el Libro gordo de Petete de los programas infantiles. A los jóvenes que no vivieron esos tiempos les sugiero acudir a Google. En contraste, a Luis Herrera —quien además de abogado era un intelectual amante del arte y de la cultura en general— le favoreció vestirse como un campesino y hablar con refranes y modismos del pueblo llano.
Fue tan, pero tan malo ese gobierno —el que
acabó con el bolívar fuerte y el dólar barato que hacía de la clase media y
profesional venezolana la de mayor poder adquisitivo quizá en el mundo— que la
esperanza renació, pero unida a sed de venganza con la elección de Jaime
Lusinchi en diciembre de 1983. Para ese entonces quien esto escribe vivía en un
edificio muy cercano al barrio Santa Cruz del Este. Alrededor de las 11 de la
noche se produjo un estruendo y era el barrio entero con pailas, ollas, maracas
y todo lo que hiciera ruido, que recorría las calles como una escuela de samba,
celebrando el triunfo de Lusinchi y de AD.
A Lusinchi le tocó gobernar con una abrupta
caída del precio del barril de petróleo que hizo difícil el manejo de la
economía.
A pesar de esa circunstancia, de la escasez de
productos básicos en los últimos meses de su gobierno y del tópico Blanca
Ibáñez, concluyó su mandato con una alta popularidad, pero, al mismo tiempo,
con el inicio de la antipolítica que haría erupción en el segundo gobierno de
CAP. Y con la declaración de guerra interna en AD entre lusinchistas y
perecistas que se tradujo en el envío desde Miraflores a la Comisión de
Contraloría de la Cámara de Diputados, presidida por la oposición copeyana, de
documentos que probaban hechos de corrupción del gobierno de Lusinchi. El caso
más curioso fue el de los Jeep comprados para la campaña de AD, es decir la que
le dio la presidencia a Carlos Andrés Pérez y que luego sirvió para inculpar al
gobierno del «compañero» Lusinchi.
La elección de CAP, en diciembre de 1988, fue
de esperanza ciega. Podríamos decir que fantasiosa. Fue creer en el retorno de
la Venezuela saudita que tantos criticaron pero muchos disfrutaron. La trágica
revuelta de febrero de 1989 conocida como el Caracazo fue el punto final de la
ilusión democrática. Fue el pistoletazo para dar la voz de partida a los
«Notables» y a la antipolítica en general. Fue lo que permitió la llegada de
Caldera II con su chiripero y la asombrosa votación que obtuvo La Causa
Radical. Y fue la que, cinco años después, daría el triunfo a un teniente
coronel, fracasado golpista. 23 años después de esa elección, los venezolanos
hemos sido convocados a votar para elegir gobernadores, alcaldes y concejales,
el 21 de este mes de noviembre de 2021.
Ni voto castigo —aunque debería serlo como
nunca antes— ni voto esperanza, porque es difícil tenerla cuando votas en un
país aplastado por una dictadura no solo tramposa, voraz y depredadora, sino
además cruel y sanguinaria.
Pero con todos los factores en contra, al
menos yo voy a votar e invito a mis lectores a hacerlo.
Votar es la única forma de protesta que nos
queda, la única para mostrar que los opositores al régimen existimos, que no
nos resignamos ni doblegamos. Que sabemos que no habrá nunca otra forma de
cambio que no sea el voto. Que ese cambio no será fácil ni será esta vez cuando
sucederá, pero sucederá.
Paulina Gamus es abogada,
parlamentaria de la democracia.
07-11-21
https://talcualdigital.com/el-voto-castigo-o-esperanza-por-paulina-gamus/
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