Corina Yoris-Villasana 16 de marzo de 2023
@yorisvillasana
En
nuestro modo de vida actual, hemos olvidado un viejo concepto, la Paideia,
que, a pesar de significar etimológicamente «educación de los niños»,
representaba el más alto ideal de los griegos. Decía Aristóteles -siempre
volvemos a los griegos- «para vivir en soledad hay que ser o un Dios o un
animal», y ese vivir en sociedad no se obtiene de forma natural,
voluntariamente; más bien necesita que esa armonía haya surgido de un proceso
que se fue perfeccionando mediante la educación hasta lograr que cada individuo
se asimilara de forma óptima al cuerpo social. En breves palabras, se pretendía
que el ciudadano actuase en los asuntos de la polis y, para ello, fue
indispensable que tuviese una verdadera «formación integral» que le
proporcionara las destrezas propias de un individuo libre. He ahí la Paideia (Les
recomiendo volver al imponderable libro de Werner Jaeger, Paideia. Los
ideales de la cultura griega).
Tal ciudadano era educado para la vida política, buscando la «areté», concepto que expresaba el ideal máximo de perfección, era el fin último del hombre. En nuestro presente, siglo XXI, esa concepción educativa carece de la profunda trascendencia que engalanó a la cultura durante la «Edad dorada» de la democracia.
Ese
ciudadano debía poseer sindéresis, ser culto, usar adecuadamente su lengua; tan
es así, que los griegos usaban el vocablo «bárbaro» para referirse a personas
que no hablaban su lengua y cuyo idioma extranjero sonaba a sus oídos como un
balbuceo incomprensible.
Nuestro
idioma, castellano, español, como quiera usted denominarlo ―ambas acepciones
son válidas―, posee una extraordinaria riqueza; pero nos hemos empeñado en
reducirlo a pocas palabras, a breves expresiones de un hablar cotidiano repleto
de las palabras más horrorosas que uno pueda imaginar. Bárbaros del mundo
globalizado.
El
maravilloso caudal léxico de nuestro idioma nos permite valorar la inmensa
variedad de tonalidades de la cotidianidad, que, a simple vista, nos pueden
pasar desapercibidas. Disfrutamos de tal tesoro cuando podemos optar entre
distintos vocablos o locuciones y, con ello, exteriorizar nuestras emociones y
pasiones que, aun siendo idénticas, se pueden formular con diversos matices.
¿Sabe,
usted, amigo lector, cómo se le llama a una «persona soñadora, que no se
apercibe de la realidad»? «Nefelibata». ¿Etimología? Nephélē «nube» y -βάτης
-bátēs «que anda», y este derivado de βαίνειν baínein «andar». ¡Persona que
anda en las nubes! Usémosla. Nefelibata.
¿Con
qué vocablo expresamos que un «sonido es suave, dulce, delicado, que tiene
propiedades como la miel»? «Melifluo». A veces, se emplea peyorativamente. A mí
me fascina «Ataraxia». Es algo cuasi ausente en estos momentos nacionales:
«Imperturbabilidad, serenidad». ¿Y qué me dicen de «Iridiscente»? «Que muestra
o refleja los colores del arco iris. Que brilla o produce destello».
No
puedo dejar de lado «Arrebol». Se dice del color rojo que adquieren las nubes
al ser iluminadas por el sol. También se llama arrebol al color rojizo del
rostro. ¡Y además significa el ruedo o refuerzo en la falda del traje de
charra!
En
esta suerte de glosario de bellísimas palabras de nuestro español, no me puedo
olvidar de «Sindéresis», usada supra, y no es otra cosa que la
discreción. Se refiere a «la capacidad del alma para distinguir el bien del
mal, para captar y reconocer los primeros principios morales». Algunos dicen
que es un término en desuso y que fue empleado básicamente por los filósofos
medievales para sostener que el ser humano es capaz de distinguir entre el bien
y el mal de manera natural. Mi intención en este artículo de hoy no es,
precisamente, defender si está o no en desuso, o discutir que el ser humano
posee o no esa capacidad. Lo podemos dejar para un próximo escrito. Traigo al
escenario de mi inventario léxico la «sindéresis», o si quieren la llamamos
«sana razón», porque no es un concepto ajeno a nuestra cotidianidad. Por el
contrario, la echamos de menos, justamente, por su notoria ausencia. La escasez
de la «sana razón» nos ha hecho transitar caminos donde no podemos hablar de
arrebol, ni mucho menos de discreción.
Si
queremos trazar nuevos senderos que permitan construir un país con bases
sólidas, cuyo tejido social no se despedace como hasta ahora ha sucedido, y,
además, tengamos ciudadanos formados para vivir en una verdadera democracia en
este atribulado siglo, podríamos buscar en ese baúl de la cultura antigua
algunos elementos que no por pretéritos son inútiles.
Entre
ellos, rescatemos la «Cultura Música». No es «musical». Los antiguos sostenían
la idea de que la Música no contiene solo lo referente al tono y al ritmo, sino
también la palabra hablada,es decir, el Logos.
Aristóteles
desarrolló la teoría del ethos en la música (Libro Octavo de la Política),
pero en un nivel superior al de Platón. Ratifica el contenido ético tanto de la
música como del ritmo para enfatizar la importancia que ambos poseen para la
educación.
En
este sendero que he recorrido para invitar al uso adecuado del lenguaje, al
ejercicio de la Paideia, de la «Cultura Música», hice una
serendipia, es decir, «un hallazgo valioso que se produce de manera accidental
o casual». ¡Me acordé de un instrumento metálico llamado diapasón! Artefacto
metálico, habitualmente de acero, con una estructura de horquilla, de pinza,
cuya función primordial es su uso referencial para afinar instrumentos
musicales. El diapasón encarna el tono de una nota en particular. «Emite un
tono musical puro que permite la disipación de sobretonos (armónicos) altos».
De tal
manera que, en esta coyuntura sociopolítica, de hecatombe axiológica, de
ausencia de un ethos compartido, se vuelve indispensable un
vínculo: ¡Ciudadanía y Primaria, diapasón de la democracia!
Corina
Yoris-Villasana
@yorisvillasana
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