Francisco Fernández-Carvajal 01 de marzo de 2023
@hablarcondios
— Pedir y agradecer, dos formas de
relacionarnos con Dios. Dos modos de oración muy gratos al Señor. Rectitud de
intención al pedir.
— Humildad y perseverancia en la petición.
— El Señor siempre nos atiende. Buscar
también la intercesión de la Virgen, nuestra Madre, y del Ángel Custodio.
I. Pedid
y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que
pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama se le abrirá1.
Pasamos una buena parte de nuestra vida pidiendo cosas a otras personas que tienen más, o que tienen unos conocimientos superiores a los nuestros. Pedimos, porque somos gente necesitada. Y es, en muchas ocasiones, la única posibilidad de relacionarnos con los demás. Si no pidiéramos nunca nada, terminaríamos en una especie de vacío y de falsa y empobrecida autosuficiencia. Pedir y dar; eso es la mayor parte de nuestra vida y de nuestro ser. Al pedir nos reconocemos necesitados. Al dar podemos ser conscientes de la riqueza sin término que Dios ha puesto en nuestro corazón.
Lo
mismo nos ocurre con Dios. Gran parte de nuestras relaciones con Él están definidas
por la petición; el resto, por el agradecimiento. Al pedir nos manifestamos en
nuestra radical insuficiencia. Pedir nos hace humildes; además, damos a nuestro
Dios la oportunidad de mostrarse como Padre. Conocemos así el amor que Dios nos
tiene. Pues, ¿quién hay entre vosotros a quien si el hijo le pide pan
le dé una piedra?... ¿Cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará
cosas buenas a quienes le pidan?2.
No
pedimos con egoísmo, ni llenos de soberbia, ni con avaricia, ni por envidia. Si
nuestra petición es, por ejemplo, la ayuda en unos exámenes, un favor material,
sanar de una enfermedad, etc., debemos examinar en la presencia de Dios los
verdaderos motivos de esa petición. Le preguntaremos en la intimidad de nuestra
alma si eso que hemos solicitado nos ayudará a amarle más y a cumplir mejor su
Voluntad. En muchas ocasiones nos daremos enseguida cuenta de la poca entidad
de ese asunto que nos parecía de vida o muerte, y nos haremos cargo de que
aquello que deseábamos desesperadamente no era tan importante. Sabremos
enderezar nuestra voluntad con la Voluntad de Dios y, entonces, va mucho mejor
encaminada nuestra petición.
Podemos
pedir al Señor que nos sane pronto de una enfermedad; pero también debemos
pedir juntamente que, si esto no sucede porque sus planes son otros –planes misteriosos
y desconocidos para nosotros, pero que vienen de un Padre–, nos conceda
entonces la gracia necesaria para llevar con paciencia esos dolores, y la
sabiduría para sacar de esa enfermedad grandes frutos que benefician a nuestra
alma y a toda la Iglesia.
La
primera condición de toda petición eficaz es conformar primero nuestra voluntad
a la Voluntad de Dios, que en ocasiones quiere o permite cosas y
acontecimientos que nosotros no queremos ni entendemos, pero que terminarán
siendo de grandísimo provecho para nosotros y para los demás. Cada vez que
hacemos ese acto de identificación de nuestro querer con el de Dios, hemos dado
un paso muy importante en la virtud de la humildad.
Existen
innumerables bienes que el Señor espera que le pidamos para que se nos concedan.
Bienes espirituales y materiales; ordenados todos a nuestra salvación y a la
del prójimo. «¿No convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a
Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro, con una
confianza bastante grande, o porque no perseveramos en la oración como
debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que le piden sus
gracias debidamente»3.
II.
Siempre procuramos ir a la oración con la confianza de hijos. Y entonces
buscamos identificar nuestra voluntad con la de nuestro Padre Dios: no
se haga mi voluntad, sino la tuya4,
podríamos añadir después de cada petición. Porque no queremos afirmar nuestro
proyecto de vida sino, ante todo, cumplir la Voluntad de Dios. El Evangelio nos
presenta muchos casos de esta oración filial, humilde y perseverante. San Mateo
narra5 la petición de una mujer que puede servir de ejemplo para
todos nosotros. Llegó Jesús a la región de Tiro y Sidón, tierra de
gentiles. Debía ir buscando en esos lugares algún descanso para sus Apóstoles,
ya que no lo pudo encontrar en la región desértica de Betsaida; quiere pasar
unos días a solas con ellos.
Mientras
caminaban, se les acercó una mujer, con una insistente petición. Y a pesar de
su perseverancia en el ruego, Jesús guarda silencio: Pero Él no
contestó palabra, dice el Evangelista.
Los
discípulos le dicen que la atienda, para que se vaya. No hace más que molestar
con su insistencia. Pero Jesús pensaba de otro modo. Después de un rato, sale
de su silencio y, lleno de ternura al ver su humildad, la atiende. Le explica
el plan divino de la salvación: No he sido enviado más que a las ovejas
perdidas de la casa de Israel. Era el plan divino desde la eternidad. Él
redimiría con su Vida y su Muerte en la Cruz a todos los hombres, pero la
evangelización comenzará por Israel; luego los apóstoles de todos los tiempos
la llevarán hasta el fin de la tierra6,
a todos los hombres.
Pero
esta mujer cananea, que acaso ni comprendió el plan divino, no se desanima ante
su respuesta: Mas ella, acercándose, se postró ante Él, diciendo:
¡Señor, socórreme! Sabe lo que quiere y sabe que puede conseguirlo de
Jesús.
El
Señor le explica de nuevo, con una parábola, lo mismo que acaba de decirle poco
antes: No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los
perrillos. Los «hijos» eran el pueblo de Israel7,
al que ella no pertenece. Muy pronto llegará también la hora de los gentiles.
Pero
la mujer no cede en su empeño. Su fe se acrecienta y se desborda. Y ella se
introduce en la parábola, con gran humildad, como un personaje
más: Verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que
caen de la mesa de sus amos.
Tanta
fe, tanta humildad, tanta constancia, hacen exclamar al Señor: ¡Oh
mujer, grande es tu fe! Y, con un tono entre solemne y lleno de
condescendencia, añade: Hágase conforme tú lo deseas.
El
Evangelista tendrá buen cuidado en anotar: Y a la misma hora su hija
quedó curada. Para este milagro excepcional fueron necesarias también una
fe, una humildad y una constancia excepcionales.
Jesús
nos oye siempre: también cuando parece que calla. Quizá es entonces cuando más
atentamente nos escucha. Quizá está provocando –con este aparente silencio– que
se den en nosotros las condiciones necesarias para que el milagro se realice:
que le pidamos confiadamente, sin desánimo, con fe.
Cuántas
veces nuestra oración, ante necesidades perentorias, será la misma: ¡Señor,
socórreme! ¡Qué estupenda jaculatoria para tantas necesidades –sobre
todo del alma– que nos son tan urgentes!
Pero
no basta pedir; hay que hacerlo con perseverancia, como esa mujer, sin cansarnos,
para que la constancia alcance lo que no pueden nuestros méritos. Mucho
vale la oración perseverante del justo8.
Dios ha previsto todas las gracias y ayudas que necesitamos, pero también ha
previsto nuestra oración.
Pedid
y se os dará... llamad y se os abrirá. Y recordamos ahora nuestras
muchas necesidades personales y las de aquellas personas que viven cerca de nosotros.
No nos abandona el Señor.
III. Si
alguna vez no se nos concedió algo que pedimos confiadamente es que no nos
convenía: «bien mira por ti quien no te da, cuando le pides lo que no te
conviene»9. ¡Él sí que sabe lo que nos conviene! Esta oración que hicimos
con tanta insistencia quizá, habría sido eficaz para otros bienes, o para otra
ocasión más necesaria. ¡Nuestro Padre Dios la encaminó bien!: «Siempre da más
de lo que le pedimos»10.
Siempre.
Para
que nuestra petición sea atendida con más prontitud, podemos solicitar las
oraciones de otras personas cercanas a Dios, como hizo aquel Centurión de
Cafarnaún: le envió algunos ancianos de los judíos a suplicarle que viniese a
curar a su criado. Estos amigos cumplieron bien su cometido: fueron a Jesús, y
rogaron con gran insistencia que condescendiese: Es un sujeto –le
decían– que merece que le hagas este favor...11.
El Señor atendió sus ruegos.
A la
hora de pedir oraciones nos puede ser útil recordar que «después de la oración
del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la
de los niños y la de los enfermos»12.
También
pediremos a nuestro Ángel Custodio que interceda por nosotros y presente
nuestra petición al Señor, pues «el ángel particular de cada cual, aun de los
más insignificantes dentro de la Iglesia, por estar contemplando
siempre el rostro de Dios que está en los cielos, viendo la divinidad de
nuestro Creador, une su oración a la nuestra y colabora en cuanto le es posible
en favor de lo que pedimos»13.
Tenemos
además un camino, que la Iglesia nos ha enseñado desde siempre, para que
nuestras peticiones lleguen con prontitud ante la presencia de Dios. Este
camino es la mediación de María, Madre de Dios y Madre nuestra. A Ella acudimos
ahora y siempre: «Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído
decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado
vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos.
Animado con esta confianza, a Vos también acudo...»14.
1 Evangelio
de la Misa, Mt 7, 7-12. —
2 Mt 7,
9 y 11. —
3 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la oración. —
4 Lc 22,
42. —
5 Mt 15,
21-28. —
6 Hech 1,
8. —
7 Cfr. Ex 4,
23; Is 1, 2; Jer 31, 20; Os 11,
1; etc. —
8 Sant 5,
17. —
9 San
Agustín, Sermón 126. —
10 Santa
Teresa, Camino de perfección, 37. —
11 Lc 7,
3-4. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 98. —
13 Orígenes, Trat.
sobre la oración, 10. —
14 Oración
«Acordaos» de San Bernardo.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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