Tulio Hernández 24 de mayo de 2023
@tulioehernandez
El
partido, el mayoritario del país, condenaba a priori, antes de que el TSJ lo
hiciera, a quien hasta entonces había sido uno de sus dirigentes fundamentales,
un líder de masas que arrastraba multitudes ahora venido en desgracia. El CEN
le quitó la alfombra a Pérez. Los jefes del partido lo lanzaron a la hoguera.
Lo que no sabían quienes lo defenestraban es que en esa operación se suicidaban ellos también. En las elecciones presidenciales de 1988, CAP y AD, triunfadores, habían obtenido 4 millones de votos. Pero en las que siguieron a su expulsión, las de 1993, Claudio Fermín, derrotado, pasó a solo 1 millón trescientos mil votos, aproximadamente el 23% del total. Y en la siguiente, la de 1998, cuando llegó Chávez, AD, sin candidato propio, no llegó siquiera al 10% del total de votos. De partido mayoritario había caído a la condición de pequeña minoría.
Desde
el comienzo del proceso judicial era para todos evidente que se había armado
una conjura blindada en la que se supone figuraban como operadores Rafael
Caldera, enemigo enconado de Pérez; los llamados “notables”, un grupo de
intelectuales de brillo, con Arturo Uslar Pietri, víctima de amargo
resentimiento contra AD desde los tiempos del golpe a Medina, al frente; Luis
Alfaro Ucero, un líder rural de AD, apparatchik de mucho poder
y pocas luces, ilusionado con la idea de ser presidente; algunos banqueros
nacionalistas que se oponían a la propuesta de apertura de la competencia a la
banca internacional; y, por supuesto, la mano negra de quienes aupaban en la oscuridad
de los cuarteles a la logia militar que había asestado el sangriento pero
fallido golpe de Estado de febrero de 1992.
El
resultado del juicio era previsible. Un hombre tan lúcido como justo, el
abogado Alberto Arteaga, dio lecciones magistrales de técnica jurídica que
hacía pensar por momentos que Pérez podría salir bien librado. Algo imposible.
Quedaba claro que la suerte estaba echada. No importa cómo fuese el proceso,
cuán lúcida y correcta la defensa, el resultado –¡culpable!– ya estaba decidido
porque era un juicio político. La justicia no tenía puesta la venda en los
ojos.
Por
esos días, como solía hacer cada vez que se vivía una situación difícil, fui a
reunirme en el Palacio Federal con el doctor Ramón J. Velásquez, quien en ese
momento no podía imaginar que pronto sería nombrado presidente de la República.
Le pregunté y me dijo: “Mire, con este juicio comienza el final de la
democracia venezolana. O por lo menos entra a terapia intensiva. Cuando el
sistema de justicia se pone al servicio de una retaliación política, ya no hay
retorno”.
Meses
atrás, cuando la asonada militar de febrero de febrero de 1992, nos había
dicho: “Alguien levantó las tapas de infierno en donde habíamos encerrado los
demonios del militarismo, ¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlas a
cerrar?”.
Ninguna
señal buena aparecía en el futuro. Con los demonios del militarismo sueltos y
los jueces convertidos en verdugos políticos, solo faltaba que por primera vez
en la historia democrática, iniciada en 1959, un presidente no pudiese concluir
su período. Y así ocurrió.
En
apenas dos meses de juicio, Pérez fue condenado a dos años y cuatro meses de
arresto por malversación agravada de fondos públicos al desviar 17 millones de
dólares de partidas secretas para apoyar al gobierno de la presidenta
nicaragüense Violeta Chamorro. La farsa jurídica había triunfado.
Pérez
salió de Miraflores. Cumplió respetuosamente la condena, primero en el
Internado Judicial de El Junquito, luego en casa por cárcel en su residencia en
El Hatillo, Caracas. Ramón J. Velásquez tomó el mando para conducir el
barco maltrecho de la democracia hasta el puerto seguro de las nuevas
presidenciales. En las elecciones de 1993, el bipartidismo llegó a su fin. El
sistema de partidos que fundó la democracia se desmoronó como un castillo de
naipes.
Rafael
Caldera, a la manera de Saturno devorando a sus hijos, el
legendario cuadro de Goya, se engulló a Copei de un solo bocado. Regresó a la
presidencia en hombros de una suma de grupúsculos de izquierda, gráficamente
bautizado como El Chiripero y, como seguramente se había comprometido con “los
notables”, las chiripas y José Vicente Rangel, liberó de la cárcel a Hugo
Chávez y su clan de golpistas para que regresaran a terminar el proyecto que
había quedado a medias en febrero de 1992.
Pérez
no huyó del país. Ni intentó dar un golpe de Estado. Cumplió honrosamente la
sentencia de cárcel. Fue nombrado senador por el estado Táchira. Volvió al
Congreso y dejó un mensaje premonitorio advirtiendo que si el país no
reaccionaba a tiempo con Chávez volveríamos a una dictadura.
Pero
no pudo evitar que una de las tentaciones venezolanas, la liderofagia –la pulsión de encumbrar a los líderes para luego devorarlos,
hacerlos culpable de todo lo malo que nos sucede para liberarnos de la
responsabilidad colectiva– le costará la presidencia y su cabeza como dirigente
nacional. “Hubiese preferido otra muerte”, dijo. Sonó a epitafio.
Cuando
Hugo Chávez entró en la campaña electoral para las elecciones de 1998, la mesa
ya estaba servida. Mesoneros, copas, servilletas, entradas, platos fuertes,
postres y vinos.
Chávez
solo tuvo que sentarse y hacer pasar a sus invitados. Ni siquiera necesitó
ordenar. El menú estaba listo. Algunas élites prefieren suicidarse y regalarle
el poder al diablo antes que dialogar entre sí.
¿Podrán
aprender los líderes del presente de la inmadurez de aquellos políticos del
pasado, cuyos conflictos intestinos ayudaron a traer al apocalipsis del que no
terminamos de salir?
Tulio
Hernández
@tulioehernandez
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