Por Manuel Barreto - 18 de noviembre de 2023 12:08 am
“La libertad consiste, en primer lugar, en no mentir. Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa.” Albert Camus
Se puede definir la mentira, para no caer en complicaciones filosóficas, como la expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, cree o piensa.
La mentira política nació en la ciudad misma, como repetidamente lo evidencia la historia. El mito, a menudo, es preferido a la ciencia, y la retórica que se dirige a las pasiones es preferida a la demostración dirigida a la inteligencia.
Ya encontramos, al abrir la Biblia, que el pecado original, el que motiva la expulsión del paraíso, sea verdad o sea alegoría, surge de la mentira de la serpiente y concluye con el intento de Adán y Eva de engañar al mismo Dios. Tal vez el primer código escrito castigando a la mentira fue el entregado por Moisés a la tribu de Israel, contenido en las Tablas de la Ley, doce siglos antes de nuestra era.
Sin embargo, nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de forma tan constante, descarada y sistemática. Así las cosas, resulta un atentado contra la ciudadanía el hecho de pretender confundir la verdad con la mentira, al punto tal de exhibir la mentira como verdad. Aquí lo que tenemos es un régimen enfermo de poder, que está dispuesto a hacer lo que sea, por mantenerse atornillado en él, cueste lo que cueste, que trasgrede, corrompe y miente sin recato, dirigido por seres más falsos que una escalera de anime.
Pero lamentablemente nos hemos acostumbrado con facilidad a la mentira, o a hacernos la vista gorda ante la triste realidad que nos abofetea cotidianamente.
Hay que reconocer, en honor a la verdad, que el régimen hace maravillas – además de la coacción – con esto de la comunicación, el marketing, el «fake-new»- y la propaganda; pero, como sostenía Abraham Lincoln: «Es posible engañar a unos pocos todo el tiempo. Es posible engañar a todos unos tiempos. Pero no es posible engañar a todos todo el tiempo”. Ya no es cuestión de magnicidio, ni de guerra económica o invasión del Imperio.
Ni las maromas discursivas para edulcorar lo amargo de la realidad que ya le alcanza les son suficientes. Tratar de ocultar la realidad, la veracidad, la fotografía histórica o la nitidez de la radiografía nacional de un país representado por 2.4 millones de venezolanos que ejercieron su cívico y constitucional derecho de expresarse mediante la Primaria, es una prueba imborrable de una verdad que a punta de falsedades tratan de enlodar.
La corrupción de la sociedad comienza con la corrupción de las palabras. La democracia – en principio – es un sistema que consiste en saber escuchar, pero también consiste en saber explicar. Sin embargo, cuando las palabras han perdido, por la necesidad de la mentira, su sentido, nadie puede explicar nada y nadie espera entender nada.
La mentira es una deformación intencional de la realidad. Al deformar la realidad con falsedades se agrede el sentido común y se dificulta el proceso comunicativo de entendimiento entre los ciudadanos, pues con la mentira surge una discrepancia entre los hechos y los discursos.
Si estamos como estamos no es por culpa de la verdad sino de su ausencia, ya que donde se escatima la verdad ella es sustituida por la mentira. La mentira en la política es aquella acción que pretende ocultar, deformar o destruir información y hechos. Y así se hizo legendaria la fatídica sentencia de siniestro Joseph Goebbels: “Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad». Tal argumento dejó de ser efectivo porque se ha estado repitiendo por más de dos décadas y ahora el ciudadano abre los ojos y se percata que el reyezuelo está desnudo. Goebbels también afirmaba que la propaganda “debería ser sincronizada de manera óptima”. Desde este momento el régimen se está preparando para las elecciones presidenciales y bien sabe, según encuestas internas, que cuenta con niveles de popularidad por debajo de 10%. El asunto del Esequibo no es casualidad, es una estrategia de campaña.
La peor consecuencia de la corrupción y el clima de impunidad creado por una justicia permisiva y controlada, por organismos de control supeditados al régimen y por todo ese estamento que conforma la cadena de poder servil, es la indiferencia de una sociedad que no se escandaliza. Cuando la política se convierte en un pantanal, la culpa es de los gobernantes, pero, sobre todo, de una ciudadanía sumisa, domesticada, manipulada y clientelar que, lejos de correrlos a sombrerazos, vuelve a votarlos. Nicolás Maquiavelo, en “El Príncipe” dejó escrito: “Los hombres son tan ingenuos, y responden tanto a la necesidad del momento, que quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar.”
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