Manuel Alcántara 25 de noviembre de 2023
De
entre las muchas definiciones de carácter lapidario que conozco del
término política, la que establece que es «la gestión del
conflicto» es mi favorita. Cuatro palabras que resumen el sentir de una
actividad humana por excelencia cuyo análisis da pie a un elevado número de
volúmenes y cuyo estudio configura carreras universitarias de duración
diferente. El conflicto como un escenario en el que el miedo desempeña un papel
trascendental y la gestión como un conjunto de artes en el complejo proceso de
toma de decisiones en el seno de una colectividad.
Sin embargo, hay una versión más benévola y cargada de notables dosis de optimismo que pone el acento en el establecimiento de marcos de entendimiento y de negociación. En ella lo que predomina es la búsqueda de consensos en el comportamiento de los individuos bien sea por la existencia de un clima de confianza mutua o por el establecimiento de reglas que propicien un determinado nivel de convivencia. El capital social e instituciones marcadas por un reconocimiento ampliamente extendido constituyen los resortes en que se basa su desarrollo.
En cierta
manera estos dos factores pueden también encontrarse en el primer escenario con
independencia de la ausencia de una visión «buenista» del problema. Pero frente
al subrayado de lo conflictivo, lo consensual gozaría de una mayor dosis de
fervor.
Así,
gobernar mediante el consenso estaría siempre más valorado que el gobierno del
conflicto, pues este, además, supondría una caída en la polarización siempre
repudiada.
En las
últimas fechas, la ausencia del consenso ha sido el mantra más repetido a la
hora de enjuiciar el documento entregado al presidente Gabriel Boric por el
Consejo Constitucional encargado de la elaboración del proyecto de Constitución
que será sometido a plebiscito el próximo 17 de diciembre. Ricardo Lagos, en
declaraciones al diario El País del 4 de noviembre, advertía
al respecto que «(se) nos entrega un texto partisano, sin ninguna posibilidad
de representar a la Nación como un todo». La política del consenso que tenía
una loable reivindicación para marcar un futuro promisorio en torno a una
pretendida comunidad homogénea y puesta de acuerdo en lineamientos básicos de
su quehacer inmediato se veía defraudada.
Después
de una tarea que se ha extendido de modo prácticamente ininterrumpido durante
cuatro años, la vía constituyente chilena va camino de una conclusión estéril.
El probable voto negativo echará por tierra miles de horas dedicadas al mismo
por parte de activistas, clase política, analistas –de opinión y de la
academia– y una ciudadanía participante en consultas y en procesos electorales.
Gente comprometida con lo que individualmente estiman que es lo mejor para el
país, bienintencionada (o no) y dotada de un mayor o menor conocimiento. El
triunfo del voto afirmativo no mejoraría las cosas. En fin, un
esfuerzo en pro de un consenso vano enterrado por, dicen algunos, la irracionalidad
del conflicto siempre presente.
Las
razones y la casuística de lo acontecido han sido, están, y lo seguirán siendo,
objeto de documentados análisis, pero de momento parecieran desprenderse tres
grandes cuestiones que ameritan considerarse por las implicaciones que pudieran
tener para confrontar situaciones similares en los países del vecindario. Algo
relevante si además no se deja de tener en cuenta la circunstancia de que el
nivel de la democracia de Chile sitúa al país entre los tres más destacados de
América Latina de acuerdo con cualquiera de los índices al uso. El carácter
sistémico de estos asuntos anima a su consideración de manera integrada.
Las
reformas a la totalidad que pretenden implementar, como es en este caso, un
nuevo orden constitucional, chocan diametralmente con aquellas que se pueden
llevar a cabo de manera paulatina. El gradualismo es un procedimiento «de dos
pasos adelante y uno atrás» que al adecuar las decisiones tanto en el tiempo
como en los temas permite avances substantivos a largo plazo.
Por el
contrario, el maximalismo basado en «el todo o nada”»supuestamente permite en
su límite «asaltar el cielo», pero con frecuencia conlleva atropello y
vaciamiento del proceso que concluye siendo el de una parte de la sociedad. La
confusión generada por el reclamo urgente hace dos décadas de la afamada
«construcción de hegemonía» sigue cobrándose sus dividendos.
En
segundo lugar, el siglo XXI viene asentado sobre una modernidad líquida, en los
términos de Zygmunt Bauman. Una situación que se fue potenciando por la
revolución digital en clave de un individualismo muy agudo y la proliferación
de identidades múltiples, cambiantes y superponibles que hacen muy difícil la articulación
de proyectos colectivos unidimensionales. Si siempre la nación fue una
construcción artificiosa, sin duda bastante exitosa hasta cierto momento, hoy
resulta una quimera. De esta forma, pretender expresar la presumida voluntad de
la nación como un todo en un único proceso, aunque este vea sus pasos
articulados por mecanismos que en otros momentos funcionaron, significa ignorar
los cambios exponenciales registrados en la sociedad en los últimos años.
Por
último, como viene señalando Mariano Torcal en sus más recientes trabajos, la
polarización afectiva se enseñorea hoy del panorama político de forma
generalizada siendo el epítome que asola por excelencia a las democracias
actuales. Entendida como la tendencia a ver negativamente a los partidarios opuestos
y positivamente a los copartidarios, supone la entrada en la política de las
emociones en un mundo extremadamente fragmentado y singularizado.
La
polarización afectiva expandida por doquier conlleva que la pretensión de
establecer el gran consenso refundador de un nuevo orden político encuentra una
traba cuya confrontación requiere, en la línea del apartado anterior, plantear
nuevos mecanismos de acción.
Me
temo que los procesos constituyentes como los conocimos hasta hace poco son
asuntos definitivamente del pasado y estimo que el momento actual demanda
conceptos novedosos y estrategias innovadoras donde el señuelo del consenso
encuentre su reemplazo. Mientras tanto no queda más remedio que lidiar con el
conflicto gestado en tantas direcciones como hay individuos supuestamente
empoderados por su celular.
Manuel
Alcántara
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