Francisco Fernández-Carvajal 30 de noviembre de 2023
— El primer encuentro con Jesús.
— Apostolado de la amistad,
— La llamada definitiva. Desprendimiento y
prontitud para seguir al Señor.
I. Fueron
y vieran dónde vivía, y permanecieron aquel día con Él. Era alrededor de la
hora décima1.
Andrés y Juan fueron los primeros Apóstoles llamados por Jesús, según nos relata el Evangelio. El Maestro ha comenzado su ministerio público y enseguida, al día siguiente, comienza a llamar a los que estarán más cercanos a su Persona. Se encontraba el Bautista con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios2. Y los dos se fueron detrás del Señor. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Les respondió: Venid y veréis. Era en realidad una amable invitación a que le acompañaran. Durante aquel día Jesús les hablaría de mil cosas con sabiduría divina y encanto humano, y quedaron ya para siempre unidos a su Persona. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y le siguieron. Juan, después de muchos años, pudo anotar en su Evangelio la hora del encuentro: Era alrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Jamás olvidó aquel momento en que Jesús les dijo: ¿Qué buscáis? Andrés también recordaría siempre aquel día definitivo.
Nunca
se olvida el encuentro decisivo con Jesús. Aceptar la llamada del Señor, ser
recibido en el círculo de sus más íntimos, es la mayor gracia que se puede
recibir en este mundo. Representa ese día feliz, inolvidable, en el que somos
invadidos por la clara invitación del Maestro, ese don inmerecido, tanto más
valioso por cuanto viene de Dios, que da sentido a la vida e ilumina el futuro.
Hay llamadas de Dios que son como una invitación dulce y silenciosa; otras,
como la de San Pablo, fulminantes como un rayo que rasga la oscuridad, y
también hay llamadas en las que el Maestro pone sencillamente la mano sobre el
hombro, mientras dice: ¡Tú eres mío! ¡Sígueme! Entonces, el
hombre, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel Campo3,
porque en él está su tesoro. Ha descubierto, entre los muchos dones de la vida,
como un experto que busca perlas finas4,
la de mayor valor5.
Venid
y veréis. Es en el trato personal con el Señor donde Andrés y Juan
conocieron, por experiencia personal, aquello que con las solas palabras no
hubieran entendido, del todo6.
Es en la oración personal, en la intimidad con Cristo, donde conocemos sus
múltiples invitaciones y llamadas a seguirle más de cerca. Ahora, mientras
hablamos con Él, nos podríamos preguntar si tenemos el oído atento a su voz
inconfundible, si estamos respondiendo hasta el fondo a lo que nos pide, porque
Cristo pasa junto a nosotros y llama. Él sigue presente en el mundo, con la
misma realidad de hace veinte siglos, y busca colaboradores que le ayuden a
salvar almas. Vale la pena decir que sí a esta empresa divina.
II. Dijo
Andrés a su hermano Simón: ¡Hemos encontrado al Mesías! (que significa Cristo).
Y lo llevó a Jesús7.
El
encuentro con Jesús dejó a Andrés con el alma llena de felicidad y de gozo; una
alegría nueva que era necesario comunicar enseguida. Parece como si no pudiera
retener tanta dicha. Al primero que encontró fue a su hermano Pedro. Y comenta
San Juan Crisóstomo que, después de haber estado con Jesús, después de haberle
tratado durante aquel día, «no guardó para sí este tesoro, sino que se apresuró
a acudir a su hermano, para hacerle partícipe de su dicha»8.
Andrés debió hablar a Pedro con entusiasmo de su descubrimiento: ¡Hemos
encontrado al Mesías!, le dice con ese tono especial del que está
convencido, pues logra que Pedro, quizá cansado después de una jornada de
trabajo, vaya hasta el Maestro, que ya le esperaba: Y lo llevó hasta
Jesús. Esa es nuestra tarea: llevar a Cristo a nuestros parientes, amigos y
conocidos, hablándoles con ese convencimiento que persuade. Este anuncio es
propio del alma que «se llena de gozo con su aparición y que se apresura a
anunciar a los demás algo tan grande. Esta es la prueba del verdadero y sincero
amor fraternal, el mutuo intercambio de bienes espirituales»9.
Verdaderamente, quien encuentra a Cristo lo encuentra para todos y, en primer
lugar, para los más cercanos: parientes, amigos, colegas...
Nosotros
hemos tratado con intimidad ¡quizá desde hace no pocos años! a Cristo, que pasó
cerca de nuestra vida: «como Andrés, también nosotros, por la gracia de Dios,
hemos descubierto al Mesías y el significado de la esperanza que hay que
transmitir a nuestro pueblo»10.
El Señor se vale con frecuencia de los lazos de la sangre, de la amistad...
para llamar a otras almas a seguirle. Esos vínculos pueden abrir la puerta del
corazón de nuestros parientes y amigos a Jesús, que a veces no puede entrar
debido a los prejuicios, los miedos, la ignorancia, la reserva mental o la
pereza. Cuando la amistad es verdadera no son necesarios grandes esfuerzos para
hablar de Cristo: la confidencia surgirá como algo normal. Entre amigos es
fácil intercambiar puntos de vista, comunicar hallazgos... ¡Sería tan poco
natural que no habláramos de Cristo, siendo lo más importante que hemos
descubierto y el motor de nuestro actuar!
La
amistad, con la gracia de Dios, puede ser el cauce natural y divino a un mismo
tiempo para un apostolado hondo, capilar, hecho uno a uno. Muchos descubrirán
por nuestras palabras llenas de esperanza y de alegría a Jesús cercano, como lo
encontró Pedro, como quizá lo hallamos en otro tiempo nosotros. «Un día no
quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia, quizá un
amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y
nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la
posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de
apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste,
convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana que es la razón
más sobrenatural-, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia,
constante, que solo desaparece cuando te apartas de Él»11.
Esa alegría que solo hemos encontrado al seguir los pasos del Maestro, y que
deseamos que muchos participen.
III. Un
tiempo más tarde, mientras caminaban junto al mar de Galilea, vio a dos
hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al
mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: Seguidme y os haré pescadores de
hombres. Ellos, al instante dejaron las redes y le siguieron12.
Es la llamada definitiva, culminación de aquel primer encuentro con el Maestro.
Andrés, como los demás Apóstoles, respondió al instante, con
prontitud. San Gregorio Magno, al comentar esta llamada definitiva de Jesús y
el desprendimiento de todo lo que poseían con que respondieron aquellos
pescadores, enseña que el reino de los cielos «vale tanto cuanto tienes»13.
Ante Jesús que pasa no podemos reservarnos nada. Mucho dejaron Pedro y Andrés,
«puesto que ambos dejaron los deseos de poseer»14.
El Señor necesita corazones limpios y desprendidos. Y cada cristiano que sigue
a Cristo ha de vivir, según su peculiar vocación, este espíritu de entrega. No
puede haber algo en nuestra vida que no sea de Dios. ¿Qué nos vamos a reservar
cuando el Maestro está tan cerca, cuando le vemos y le tratamos todos los días?
Este
desprendimiento nos permitirá acompañar a Jesús que continúa su camino con paso
rápido, que no sería posible seguir con demasiados fardos. El paso de Dios
puede ser ligero, y sería triste que nos quedásemos atrás por cuatro cosas que
no valen la pena. Él, de una forma u otra, pasa siempre cerca de nosotros y nos
llama. Una veces lo hace a una edad temprana, otras en la madurez, y también
cuando ya falta un trayecto más corto para llegar hasta Él, como se desprende
de aquella parábola de los jornaleros que fueron contratados a diversas horas
del día15. En cualquier caso, es necesario responder a esa llamada con
la alegría estremecida que nos han dejado los Evangelistas cuando recuerdan su
llamada. Es el mismo Jesús el que pasa ahora, el que nos ha invitado a
seguirle.
Cuenta
la tradición que San Andrés murió alabando la cruz, pues le acercaba
definitivamente a su Maestro: «Oh cruz buena, que has sido glorificada por
causa de los miembros del Señor, cruz por largo tiempo deseada, ardientemente
amada, buscada sin descanso y ofrecida a mis ardientes deseos (...), devuélveme
a mi Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió»16.
No nos importarán los mayores sacrificios si vemos a Jesús detrás de ellos.
*San
Andrés Apóstol era natural de Betsaida, hermano de Simón y pescador como él.
Fue al principio discípulo de Juan el Bautista, y luego uno de los primeros que
conoció a Jesús, y quien llevó a Pedro al encuentro con el Maestro. En la
multiplicación de los panes, Andrés es quien dice a Jesús que había un muchacho
con unos panes y unos peces. Según la tradición, predicó el Evangelio en Grecia
y murió crucificado en Acaya en una cruz en forma de aspa.
1 Jn 1,
39. —
2 Jn 1,
37. —
3 Mt 13,
44. —
4 Mt 13,
45. —
5 J.
L. Sánchez de Alba, El Evangelio de San Juan, Palabra, 3.ª
ed., Madrid 1987, nota a Jn 1, 35-51. —
6 Santo
Tomás, Comentario al Evangelio de San Juan, in loc. —
7 Antífona
de comunión. Jn 1, 41-42. —
8 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura, San Juan
Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan 19,
1. —
9 Ibídem.
—
10 Juan
Pablo II, Homilía 30-XI-1982. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 1. —
12 Mt 4,
18-20. —
13 San
gregorio Magno, Homilías sobre Evangelios, I, 5, 2. —
14 Ibídem.
—
15 Cfr. Mt 20,
1 ss. —
16 Pasión
de San Andrés.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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