Humberto García Larralde 28 de noviembre de 2023
Los
venezolanos hemos asimilado que nuestro desarrollo durante el pasado siglo, así
como su actual involución, está condicionado por la captación de rentas
internacionales por la venta de petróleo. La renta es una ganancia
extraordinaria que no se origina en la producción de un recurso sino en su
venta a precios muy por encima de sus costos, que es captada por su
propietario. En Venezuela, por mandato constitucional, este propietario es el
Estado. Su dependencia de tal ingreso para el accionar de sus políticas se
conoce como “rentismo”. Pero tal término se refiere a dos cosas bastante
distintas al comparar lo ocurrido en los ejercicios democráticos con los del
dominio chavo-madurista.
Durante los 40 años de democracia el usufructo de esta renta por parte de los distintos gobiernos estaba constreñida por un marco institucional forjado para la convivencia y las libertades civiles, volcado al desarrollo de otros sectores de la economía –la “siembra del petróleo”—a través de una estrategia de industrialización por sustitución de importaciones (ISI). Comprendía incentivos financieros, fiscales, cambiarios (dólar barato) y compras preferenciales del Estado venezolano de productos nacionales. Detrás de fuertes barreras arancelarias, fomentó un crecimiento apreciable, hasta 1979, del aparato productivo no petrolero. Es decir, por medio de mecanismos mercantiles, en el marco de un régimen legal que resguardaba las garantías a la propiedad y a la resolución imparcial de conflictos, el país se fue desarrollando. Desde la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, la economía había crecido tres veces para 1979 y el ingreso por habitante en casi un 50% (la población se había más que duplicado); el producto manufacturero era más de cuatro veces mayor y el agrícola en un 170%. Los que ya somos mayorcitos recordaremos que ello se asoció con la universalización de los servicios públicos, incluyendo educación y salud, inversión en infraestructura, como en niveles de remuneración y bienestar crecientes, en un ámbito de estabilidad política y de precios, razonable.
Bajo
los gobiernos chavo-maduristas, el aprovechamiento de la renta petrolera
internacional se canalizó por el reparto directo de sus proventos desde la
presidencia de la República. Ya no eran los mecanismos mercantiles sino el
criterio político que determinaba su uso. Una prédica “revolucionaria”
legitimaba el reemplazo de su aplicación productiva por la del consumo, sujeta
discrecionalmente a la profesión de lealtad hacía el líder supremo y, sobre
todo, al posicionamiento ventajoso en la estructura de poder. La magnitud de la
renta que disfrutó Chávez le permitió, además, controlar la actividad
productiva privada con regulaciones, extorsiones, expropiaciones y
confiscaciones. La inflada capacidad para financiar importaciones que permitía
el alza en los precios internacionales del crudo la hacía prescindible.
Para
ilustrar mejor la diferencia entre las dos modalidades de usufructo de la
renta, comparemos dos períodos de bonanza de 10 años cada uno: el primero que
culmina en 1978 bajo la presidencia de Carlos Andrés Pérez (CAP) y el otro,
experimentado entre 2005 y 2014, bajo los mandos de Hugo Chávez y Nicolás
Maduro. El siguiente gráfico muestra los efectos de la cuantiosa renta captada
sobre los salarios y el consumo privado por habitante, a la vez que registra el
comportamiento de la productividad laboral. Se observa un incremento
significativo del consumo privado por habitante en ambos períodos, a pesar de
que la productividad laboral aumenta mucho menos, sobre todo bajo Chávez,
cuando casi no varía. Es la renta, desde luego, que permite alcanzar esos altos
niveles de consumo. Con CAP se transfirió, en buena medida, a través de los
salarios, que se incrementaron aún más que el consumo privado (columnas
azules). Con Chávez (columnas rojas), los salarios (reales) decrecen. La renta
se repartió directamente, a través de programas con alta carga política, las
recordadas “misiones”.
Ambos
casos resultaron inviables en el tiempo. A finales de 1979 dejó un aparato
productivo relativamente diversificado, lo suficientemente robusto como para
aguantar la llamada “década perdida” de los ’80. El final de la bonanza
chavo-madurista reveló, más bien, una economía doméstica inerme, sometida a una
vorágine expoliadora creciente provocada por el agotamiento de la renta
petrolera.
Cabe
señalar que, desde la ISI, el rentismo ya traía las semillas del estancamiento.
La discrecionalidad con que se instrumentaron sus incentivos produjo
distorsiones y corruptelas, sobre todo en los 80, cuando se aumentaron los controles.
El intento de superar el callejón sin salida de la estrategia rentista de
“sembrar el petróleo” durante la segunda presidencia de CAP, con una estrategia
de apertura basada en la competitividad, tropezó, como sabemos, con los
intereses de quienes se habían beneficiado, de una forma u otra, del usufructo
rentístico. Llevó, posteriormente, a la catástrofe que vivimos hoy.
Bajo
el chavo-madurismo el rentismo se afirmó en una institucionalidad para el
reparto con fines políticos. Ello requirió el desmantelamiento del Estado de
derecho, como de la ausencia de transparencia y de rendición de cuentas de la
gestión pública, amparados, claro está, en las capacidades represivas del
régimen. Con los elevados precios del petróleo del segundo período de Chávez, este
“modelo” funcionó bastante bien, financiando su ascendencia y alimentando una
red de apoyo entre quienes tenían acceso al reparto. Pero con Maduro, el
colapso de sus precios lo dejó sin combustible. La depredación continua de
PdVSA había acabado con sus capacidades productivas y, con ello, secó la
obtención de rentas.
Así
hemos arribado a la situación actual. Un andamiaje institucional para el
reparto entre los suyos (rentista), pero sin disponer de la renta que requiere
su funcionamiento. ¡Rentismo sin renta! ¿Cómo mantener las alianzas –militares
y jueces corruptos, bandas criminales, enchufados y estados forajidos—que
sostienen un gobierno tan repudiado como el de Maduro? Es el gran desafío que
enfrenta el régimen chavo-madurista. Debe ir desmontando ese andamiaje para
abrirle las puertas a la reactivación económica, pero sin perjudicar los
intereses de sus aliados más importantes. La cuadratura del círculo.
Pero
esta incómoda transición, en la cual empieza a incursionar tímidamente y con
tropiezos, no es viable sin renta. De ahí el viaje (infructuoso) de Maduro a
China buscando real. De ahí su compromiso (¿sincero?) de unas elecciones
presidenciales creíbles, con observación internacional reconocida, a cambio de
la suspensión de las sanciones sobre la venta de petróleo venezolano. Cobraría
completo, sin los descuentos y comisiones del 30% y más de sus operaciones
recientes.
Y, de
ahí, los aspavientos repentinos por reclamar –ahora sí—el territorio despojado
a Venezuela en el Esequibo que Chávez, a instancias de su maestro, Fidel, había
cedido para usufructo de Guyana en 2004. Por supuesto que en la campaña actual
hay mucho de patrioterismo fascistoide, tan propio del militarismo
chavo-madurista cuando necesita recomponer sus fuerzas. Son banderas que busca
levantar ante la amenaza que representa, para su continuidad en el poder, la
candidatura esperanzadora de María Corina Machado. Más allá, desde luego, no
debemos renunciar a lo que en justicia nos pertenece.
Guyana
ya produce unos 400 mil barriles diarios de petróleo y, bajo consorcios de la
Exxon Mobil con participación china y de otros, aspira producir 1,2 millones
(diarios) en 2027, fundamentalmente del yacimiento Stabroek, situado en aguas
territoriales reclamadas por Venezuela. La ilusión de disponer de estos
proventos resolvería la angustia de Maduro. La recuperación esperada del
Esequibo no tendría por qué interrumpir estos proyectos. Sólo cambiaría el país
al que se pagan los impuestos. ¿Para qué desmontar el andamiaje rentista con
base en el cual se entretejen las alianzas que lo sostienen en el poder, si
aparece una fuente tan magnífica y promisoria de rentas?
Humberto
García Larralde
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