Francisco Fernández-Carvajal 18 de noviembre de 2023
@hablarcondios
— Administradores de los dones recibidos.
— La vida, un servicio gustoso a Dios.
— Aprovechar bien el tiempo.
I. La
liturgia de la Iglesia continúa en estas semanas finales del año litúrgico
alentándonos para que consideremos las verdades eternas. Verdades que deben ser
de gran provecho para nuestra alma. Leemos en la Segunda lectura de
la Misa1 que el encuentro con el Señor llegará como un
ladrón en la noche, inesperadamente. La muerte, aunque estemos preparados,
será siempre una sorpresa.
La vida en la tierra, como nos enseña el Señor en el Evangelio2, es un tiempo para administrar la herencia del Señor, y así ganar el Cielo. Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó. Él conocía bien a sus siervos, y por eso no dejó a todos la misma parte de la herencia. Hubiera sido injusto echar sobre todos el mismo peso. Distribuyó su hacienda según la capacidad de cada uno. Con todo, aun al que recibió un solo talento le fue confiado mucho. Pasado algún tiempo, el señor regresó de su viaje y pidió rendición de cuentas a sus servidores. Los que habían tenido la oportunidad de comerciar con cinco y con dos talentos pudieron devolver el doble; aprovecharon el tiempo en negociar con los bienes de su señor, mientras este llegaba. Luego, tuvieron la gran dicha de ver la alegría del amo de la hacienda, y se hicieron acreedores de una alabanza y de un premio insospechados: Muy bien, siervo bueno y fiel -les dijo a cada uno-; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor.
El
significado de la parábola es claro. Los siervos somos nosotros; los talentos
son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno (la inteligencia, la
capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los bienes temporales...); el
tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado, la muerte;
la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo. No somos
dueños, sino –como repite constantemente el Señor a lo largo del Evangelio–
administradores de unos bienes de los que hemos de dar cuenta. Hoy podemos
examinar en la presencia del Señor si realmente tenemos mentalidad de administradores y
no de dueños absolutos, que pueden disponer a su antojo de lo que tiene y
poseen.
Podemos
preguntarnos hoy acerca del uso que hacemos del cuerpo y de los sentidos, del
alma y de sus potencias. ¿Sirven realmente para dar gloria a Dios? Pensemos si
hacemos el bien con los talentos recibidos: con los bienes materiales, con la
capacidad de trabajo, con la amistad... El Señor quiere ver bien administrada
su hacienda. Lo que Él espera es proporcional a lo que hemos recibido. A
quien mucho se le da mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado,
mucho se le pedirá3.
Ven,
siervo bueno y fiel... porque has sido fiel en lo poco, dice
el señor a quien había recibido cinco talentos. Lo «mucho» –cinco talentos–
recibido aquí es considerado por Dios como lo «poco». Entrar en el gozo
del Señor, eso es lo mucho...: ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente
alguna es capaz de imaginar lo que Dios tiene preparado para los que le aman4.
Vale la pena ser fieles aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no
tardará, aprovechando este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría
cuando nos presentemos ante Él con las manos llenas! Mira, Señor –le diremos–,
he procurado gastar la vida en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu gloria.
II. El
que había recibido un talento fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su
señor. Cuando este le pidió cuentas, el siervo intenta excusarse y arremete
contra quien le había dado todo lo que poseía: Señor, le
dice, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y
recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en
tierra: aquí tienes lo tuyo. Este último siervo «manifiesta cómo se
comporta el hombre cuando no vive una fidelidad activa en relación a Dios. Prevalece
el miedo, la estima de sí, la afirmación del egoísmo que trata de justificar la
propia conducta con las pretensiones injustas del dueño, que siega donde no ha
sembrado»5. Siervo malo y perezoso, le llama su señor al
escuchar las excusas. Ha olvidado una verdad esencial: que «el hombre ha sido
creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y después verle y
gozarle en la otra». Cuando se conoce a Dios resulta fácil amarle y servirle;
«cuando se ama, servir no solo no es costoso, ni humillante: es un placer. Una
persona que ama jamás considera un rebajamiento o una indignidad servir al
objeto de su amor; nunca se siente humillada por prestarle servicios. Ahora
bien: el tercer siervo conocía a su señor; por lo menos tenía tantos motivos
para conocerle como los otros dos servidores. Con todo, es evidente que no le
amaba. Y cuando no se ama, servir cuesta mucho»6.
No solo no le aprecia, sino que se atreve a llamarle hombre duro que
quiere cosechar donde ni siquiera sembró.
Este
siervo no sirvió a su señor por falta de amor. Lo contrario de la pereza es
precisamente la diligencia, que tiene su origen en el verbo
latino diligere, que significa amar, elegir después de un estudio
atento. El amor da alas para servir a la persona amada. La pereza, fruto del
desamor, lleva a un desamor más grande, El Señor condena en esta parábola a
quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes los emplean en su
propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los hombres.
Examinemos hoy nosotros cómo aprovechamos el tiempo, que es parte muy
importante de la herencia recibida; si cuidamos la puntualidad y el orden en
nuestro quehacer, si procuramos excedernos en el trabajo, llenando bien las
horas; si dedicamos la atención debida a nuestros deberes familiares; si
ponemos en práctica la capacidad de amistad y aprecio por los demás, para hacer
un apostolado fecundo; si procuramos extender el Reino de Cristo en las almas y
en la sociedad con los talentos recibidos.
III.
Nuestra vida es breve. Por eso hemos de aprovecharla hasta el último instante,
para ganar en el amor, en el servicio a Dios. Con frecuencia la Sagrada
Escritura nos advierte de la brevedad de nuestra existencia aquí en la tierra.
Se la compara con el humo7,
con una sombra8,
con el paso de las nubes9,
con la nada10. ¡Qué pena perder el tiempo o malgastarlo como si no tuviera
valor! «¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que
es un tesoro de Dios! (...). ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico
rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre
para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad!
»Cuando
el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar
su Cielo: cuando por egoísmo se retrae, se esconde, se despreocupa»11.
Aprovechar
el tiempo es llevar a cabo lo que Dios quiere que hagamos en ese momento. A
veces, aprovechar una tarde será «perderla» a los pies de la cama de un enfermo
o dedicando un rato a un amigo a preparar el examen del día siguiente. La
habremos perdido para nuestros planes, muchas veces para nuestro egoísmo, pero
la hemos ganado para esas personas necesitadas de ayuda o de consuelo y para la
eternidad. Aprovechar el tiempo es vivir con plenitud el momento actual,
poniendo la cabeza y el corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca
que tiene poca entidad, sin preocuparnos excesivamente por el pasado, sin
inquietarnos demasiado por el futuro. El Señor quiere que vivamos y
santifiquemos el momento presente, cumpliendo con responsabilidad ese deber que
corresponde al instante que vivimos, librándonos de preocupaciones inútiles
futuras, que quizá nunca llegarán, y si llegan... ya nos dará nuestro Padre
Dios la gracia sobrenatural para superarlas y la gracia humana para llevarlas
con garbo. Él mismo nos dijo: No os agobiéis por el mañana, porque el
mañana traerá su propio peso. A cada día le basta su afán12.
Vivir con plenitud el presente nos hace más eficaces y nos libra de muchas
ansiedades inútiles. Cuenta Santa Teresa que al llegar a Salamanca, acompañada
de otra monja llamada María del Sacramento, para fundar allí un nuevo convento,
se encontró con una casa destartalada, de la que habían sido desalojados unos estudiantes
algunas horas antes. Las viajeras entraron en la casa ya de noche, exhaustas y
ateridas de frío. Las campanas de la ciudad doblaban a muerto, pues era la
víspera del Día de los difuntos. En la oscuridad, solo rota por un candil
oscilante, las paredes se llenaban de sombras inquietantes. Con todo, se
acostaron pronto, sobre unos haces de paja que habían llevado consigo. Una vez
echadas en aquellas camas improvisadas, María del Sacramento, llena de grandes
temores, dijo a la Santa: «—Madre, estoy pensando si ahora me muriese yo aquí,
¿qué haríais vos sola?».
«Aquello,
si viniera a suceder, me parecía recia cosa», comentaba años más tarde la
Santa; «hízome pensar un poco en ello y aun haber miedo, porque siempre los
cuerpos muertos me enflaquecen el corazón, aunque no esté sola.
»Y
como el doblar de las campanas ayudaba, que, como he dicho, era noche de
ánimas, buen principio llevaba el demonio para hacernos perder el pensamiento
con niñerías.
»—Hermana
–le dije –, de que eso sea, pensaré lo que he de hacer; ahora déjeme dormir»13.
En muchas ocasiones, cuando lleguen preocupaciones sobre hechos futuros que
roban la paz y el tiempo, y sobre los que nada podemos hacer en el momento
actual, nos vendrá muy bien decir, como la Santa, «de que eso sea –cuando
ocurra–, pensaré lo que he de hacer». Entonces contaremos con la gracia de Dios
para santificar lo que Él dispone o permite.
Cuando
una vida ha llegado a su fin, no podemos pensar solo en una vela que ya se ha
consumido, sino también en un tapiz que se ha terminado de tejer. Tapiz que
nosotros vemos por el revés, donde solo se pueden observar una figura
desdibujada y unos hilos sueltos. Nuestro Padre Dios lo contemplará por el lado
bueno, y sonreirá y se gozará al ver una obra acabada, resultado de haber
aprovechado bien el tiempo cada día, hora a hora, minuto a minuto.
1 1
Tes 5, 1-6. —
2 Mt 25,
14-30. —
3 Lc 12,
48. —
4 1
Cor 2, 9. —
5 Juan
Pablo II, Homilía 18-XI-1984. —
6 F.
Suárez, Después, p. 144. —
7 Cfr. Sab 2,
2. —
8 Cfr. Sal 143,
4. —
9 Cfr. Job 14,
2; 37, 2; Sant 1, 10. —
10 Cfr. Sal
38, 6. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 46. —
12 Mt 6,
34. —
13 M.
Auclair, La vida de Santa Teresa de Jesús, pp. 238-239.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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