Francisco Fernández Carvajal 21 de noviembre de 2023
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— Instaurar en Cristo todas las cosas.
— El rechazo de Jesús.
— Extender el reinado de Cristo.
I . Estaba
Jesús cerca de Jerusalén y muchos esperaban una llegada inminente del Reino de
Dios, un reino –según esa falsa opinión– de carácter temporal. El Señor,
pensaban, entraría triunfalmente en la ciudad después de vencer al poder
romano, y ellos tendrían un puesto privilegiado cuando llegara ese
momento. Esta ilusión, tan alejada de la realidad, era una prolongación de
la mentalidad existente en muchos círculos judíos de la época. Para
corregir a fondo ese error, Jesús expuso una parábola, que recoge el Evangelio
de la Misa.1.
Un hombre de origen noble marchó a un país lejano a recibir la investidura real. Era costumbre que los reyes de territorios dependientes del imperio romano recibieran el poder real de manos del emperador, ya veces tenían incluso que ir a Roma. En la parábola, este personaje ilustre dejó la administración de su territorio a diez hombres de su confianza y se marchó a recibir la investidura. Les dio diez minas . La mina no era una moneda acuñada, pero sí se utilizaba como unidad contable; equivalía a 35 gramos de oro. Estos hombres recibieron un encargo: Negociad hasta mi vuelta . Se trataba de rendir su pequeño tesoro. Y estos hombres cumplieron su encargo: hicieron préstamos con interés, visitaron ferias, compraron y vendieron. Trabajaron bien para su señor durante semanas, meses y años... Y esto es lo que sigue haciendo la Iglesia desde Pentecostés, donde recibió el inmenso Don del Espíritu Santo y, con Él, enviado por Cristo, la infalible Palabra de Dios, la fuerza de los sacramentos, las indulgencias... «En veinte siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado –comentaba San Josemaría Escrivá–, el afán de algunos por menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador ya nuestro prójimo»2. La vida es un tiempo para hacer fructificar los bienes divinos.
Nos
toca a nosotros, a cada cristiano, hacer rendir ahora el tesoro de gracias que
el Señor deposita en nuestras manos, mientras «vivificados y reunidos en su
Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana,
la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Restaurar en
Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra ( Ef 1,
10)»3. Este es nuestro cometido mientras el Señor vuelve para
cada uno en el momento, quizás no muy lejano, de la muerte: procurar con empeño
que el Señor esté presente en todas las realidades humanas. Nada es ajeno
a Dios, pues todas las cosas han sido creadas por Él, ya Él se dirigen,
conservando su propia autonomía: los negocios, la política, la familia, el
deporte, la enseñanza...
Vengo
presto -nos dice hoy el Señor-, y conmigo mi
recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la
omega, el primero y el último, el principio y el fin4. Solo
en Él encuentra sentido nuestro quehacer aquí en la tierra. La Iglesia
entera, y cada cristiano, es depositaria del tesoro de Cristo: crece la
santidad de Dios en el mundo cuando cada uno luchamos por ser fieles a nuestros
deberes, a los compromisos que, como ciudadanos, como cristianos, hemos
contraído.
II . Mientras
aquellos administradores fieles procuraban con empeño hacer rendir el tesoro de
su señor, muchos ciudadanos de aquel país le odiaban y enviaron una
embajada tras él para decirle: no queremos que este reine sobre nosotros . El
Señor debió de introducir con mucha pena estas palabras en medio del relato,
pues habla de Sí mismo en la parábola: Él es el hombre ilustre que se marcha a
tierras lejanas. Jesús vio en los ojos de muchos fariseos un odio
creciente y el rechazo más completo. Cuanto mayor era su bondad y mayores
las muestras de su misericordia, más aumentaba la incomprensión que se advertía
en muchos rostros. ¡Qué duro debió de resultar para el Maestro aquel
rechazo tan frontal, que alcanzará su punto culminante en la Pasión, poco
tiempo más tarde!
Quiere
también expresar al Señor el rechazo que había de sufrir por tantos a lo largo
de los siglos. ¿Es acaso menor el que se da en esta época
nuestra? ¿Son acaso pequeños el odio y la indiferencia? En la
literatura, en el arte, en la ciencia..., en las familias..., parece oírse un
griterío gigantesco: nolumus hunc regnare super nos! , ¡no
queremos que este reina sobre nosotros! Él, «que es autor del universo y
de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de
amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
»¿Por
qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta
cruel: nolumus hunc regnare super nos ( Lc 19,
14), no queremos que este reine sobre nosotros? En la tierra hay millones
de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de
Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su
rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
»Ante
ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al
escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras
poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum
regnare! ( 1 Cor 15, 25), conviene que Él reina
(...). El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un
grito callado: serviam! , serviré. Que Él nos aumenta
esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada –con naturalidad, sin
aparato, sin ruido–, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo
del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua
y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del
Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó.
(cfr. Gal 4, 3l)»5. Serviremos
a Nuestro Señor como a nuestro Rey y Señor, como al Salvador de la Humanidad
entera y de cada uno de nosotros. Serviam! ¡Te serviré,
Señor!, le decimos en la intimidad de nuestra oración.
III . Al
cabo de un tiempo volvió aquel señor con la investidura real; entonces,
recompensó espléndidamente a aquellos siervos que se afanaron por hacer rendir
lo que recibieron, y castigó duramente a quienes en su ausencia le rechazaron
ya uno de los administradores que malgastó el tiempo y no hizo rendir la mina
que había recibido . «El mal siervo no se aplicó y nada
devolvió; No honró a su amo y fue castigado. Glorificar a Dios es,
por el contrario, dedicar las facultades que Él me ha dado a conocerle, amarle
y servirle, y de esta manera devolverle todo mi ser»6. Este
es el fin de nuestra vida: dar gloria a Dios ahora aquí en la tierra con lo que
tenemos encomendado, y luego en la eternidad con la Virgen, los ángeles y los
santos. Si tenemos esto presente, ¡qué buenos administradores seremos de
los dones que el Señor ha querido darnos para que con ellos nos ganemos el
Cielo!
«Nunca
os pesará haberle amado», solía repetir San Agustín7. El
Señor es buen pagador ya en esta vida cuando somos fieles. ¡Qué será en el
Cielo! Ahora nos toca extender ese reinado de Cristo en la tierra, en
medio de la sociedad en que nos movemos: en la familia, en el trabajo, entre
los vecinos, en los compañeros de Universidad o de taller, entre los clientes,
en los alumnos ... Muy especialmente entre aquellos que de alguna manera
tenemos encomendados. «A vuestros pequeños no los dejéis de la
mano; contribuid a la salvación de vuestro hogar con todo esmero»8,
aconsejaba vivamente el santo obispo de Hipona.
En
estos días, mientras esperamos la Solemnidad de Cristo Rey, nos podemos
preparar repitiendo algunas jaculatorias: Regnare Christum
volumus! , ¡queremos que reine Cristo!, y queremos en primer lugar que
ese reinado sea una realidad en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en
nuestro corazón, en todo nuestro ser.9. Por
eso le pedimos: «Señor mío Jesús: haz que sienta, que segundo de tal modo tu
gracia, que vacíe mi corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano,
mi Rey, mi Dios, ¡mi ¡Amor!»10.
1 Lc 19,
11-28. —
2 San
Josemaría Escrivá , Es Cristo que pasa , 121. —
3 Conc. IVA. II ,
Const. Gaudium el spes , 45. —
4 Apoc 22,
12-13. —
5 San
Josemaría Escrivá , oc , 179, —
6 J.
Tissot , La vida interior , p. 102.-7Cfr. San
Agustín , Sermón 51 , 2.—
8 ídem , Sermón
94 . —
9Cfr. Pío
XI, Enc. Quas primas , 11-XII-1925. —
10 San
Josemaría Escrivá , Forja , n. 913.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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