Fernando Savater 21 de noviembre de 2023
«Debemos recordar que hay una
desobediencia debida que prohíbe doblegarse ante una legalidad fraudulenta
basada en la patente ilegitimidad que quiebra el Estado de derecho»
voco con nitidez la escena de una comedia americana de hace muchos años, cuyo nombre no recuerdo. El gran Walter Matthau está en la cama, gratamente acompañado por una rubia oronda y muy cariñosa. De pronto en la puerta del dormitorio aparece la esposa engañada, reprochándole a gritos su conducta infame. Él se incorpora con aire asombrado: «Pero…¿qué pasa, cariño? ¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Una rubia? ¿Qué rubia? Yo no veo ninguna rubia…¿No lo habrás soñado?». Entre tanto, la rubia en cuestión salta de la cama, recoge su ropa desperdigada, y se la va poniendo como puede mientras se apresura hacia la salida. La indignada esposa sigue alborotando y entre tanto su marido palmea el colchón como si buscara algo, diciendo: «¿Ves, cielo? Aquí no hay nadie».
Ese cinismo
supremo que niega lo mas evidente confía en que esa misma desmesura
acabará por hacerlo asumible. La mujer de Matthau aceptará finalmente que
ha soñado o por lo menos que no había rubia en la habitación y que su marido
dormía castamente solo. La total desvergüenza cínica no es desde luego
moralmente elogiable pero si se lleva hasta el final puede dar resultado
práctico. Por lo menos si se tienen las dotes histriónicas de Walter Matthau.
Recordemos que «hipócrita» viene de la palabra griega para designar al actor.
Ahora oímos decir que estamos gobernados por un mentiroso sin costuras,
que suelta trolas cada vez mas gordas sin alterarse ni parpadear.
Pero
yo creo que la palabra adecuada para calificar a este enemigo de la verdad y la
decencia (y por tanto del buen gobierno) es cínico. Según el diccionario de la
RAE, cínico, dicho de una persona, significa que actúa con falsedad o desvergüenza
descaradas. Bueno, pues ahí estamos con Pedro
Sánchez. Pero distingamos que cínico no es igual a mentiroso, sino
peor. El mentiroso quiere engañar, es decir colar algo falso por verdadero,
como quien paga con un billete trucado haciendo creer que es de curso legal.
Compromete su intercambio con el otro pero no niega el valor de lo verdadero,
al contrario: su estafa consiste en fingir que eso es lo que ofrece. Aprecia
tanto lo auténtico que lo imita para enriquecerse. El cínico ni siquiera
pretende reconocer el valor de la verdad: engaña con tanto descaro que le da un
poco lo mismo ser descubierto o no. Lo que quiere demostrar con su desparpajo
es que a fin de cuentas da igual lo auténtico que lo trucado. Desprecia la
importancia de lo real porque sólo cuenta lo que le viene bien en ese momento.
Ese menosprecio de la realidad como algo que podemos desvirtuar a nuestra
conveniencia es el peor pecado del cínico, su atentado contra el espíritu
racional humano.
«Los
asnos cocean con más saña que los caballos, precisamente porque los imitan pero
no lo son. Es el caso de todos los diputados socialistas, a una detrás del jefe
gracias al cual esperan seguir cobrando su buen sueldo»
El
mentiroso hace que los demás vivan entre ilusiones y falsificaciones pero
creyendo que están en lo real; el cínico les convence de que «en este mundo
traidor nada es verdad ni es mentira. Todo es según el color del cristal con
que se mira», como poetizó don Ramón de Campoamor. Engañadas, las víctimas del
mentiroso repiten las mentiras con las que han sido atrapadas creyendo que son
verdad: dicen cosas falsas involuntariamente, estafan con buena fe, sin deseo
de apartar al otro de la verdad que ambos aprecian. Los mentirosos difunden concienzudamente
el error pero no tienen prosélitos sino víctimas. En cambio, los
cínicos pervierten casi hipnóticamente a quienes les escuchan, conquistan
imitadores. Sus seguidores repiten lo que saben que es falso pero les beneficia,
con la vil autosatisfacción de quien ha aprendido a ponerse por encima de un
prejuicio común. Como preguntaba ufano Patxi López, cínico por imitación (él
carece de talento ni siquiera para ser cínico por cuenta propia): «¿A ti que
más te da?».
El
cinismo es un virus contagioso, crea detrás del Cínico Mayor una recua de
cínicos por adaptación al medio, cínicos colaterales y sobrevenidos pero a
veces mas entusiastas -en defensa de su provecho que saben inmerecido- que el
propio jefe. Es probable que los asnos coceen con más saña que los caballos,
precisamente porque los imitan pero no lo son. Es el caso de todos los
diputados socialistas, a una detrás del jefe gracias al cual esperan seguir
cobrando su buen sueldo y disimulando su perfecta incompetencia y chocante
falta de preparación.
En la
República Dominicana, durante la inacabable presidencia de Balaguer, hubo un
partido gubernamental llamado «Lo que diga Balaguer», del que por lo menos hay
que celebrar su falta de hipocresía política. En España deberíamos borrar las
innecesarias y mancilladas siglas del PSOE y sustituirlas por otras, LQDS, «Lo
que diga Sánchez», que coinciden mucho más con el interesado aborregamiento de
los electos del partido y la desinteresada mansedumbre de su piara de votantes.
Lo de estos últimos, por cierto, es de traca: si se les pregunta por qué votan
a Sánchez, dirán que es para que
no llegue al gobierno la derecha, y si inquirimos qué temen de la derecha
aseguran que recortaría sus derechos. ¡Y por eso votan a quien se alía
con los que recortan drásticamente la soberanía de los ciudadanos, con el que
establece una fiscalidad desigual según no ya territorios sino afinidades
ideológicas, el que permite que gobiernen quienes impiden que se estudie en
castellano en buena parte del territorio nacional vulnerando los derechos de
miles y miles de niños! Reconozco que esto ya no puede llamarse cinismo, es
cretinismo puro y simple, un morbo, ay, mucho más extendido.
Ni
liberalismo ni socialismo ni comunismo ni nacionalismo: vivimos en el reino del
cinismo, que adopta la máscara de una u otra ideología según le convenga.
¿Estamos en una situación irremediable? Los que dicen que no hay más
remedio que acatar lo legal y obedecer, porque hay líneas rojas que no se
pueden traspasar, también son cínicos, aunque tal vez no lo sepan. Lo mismo
que tanto se ha hablado de «la obediencia debida», invocada habitualmente para
justificar alguna atrocidad, debemos ahora recordar que hay también una
«desobediencia debida» que prohíbe doblegarse ante una legalidad fraudulenta
basada en la patente ilegitimidad que quiebra el Estado
de derecho. Ante la conspiración de los cínicos la osadía de la lealtad a
lo constitucionalmente verdadero.
Fernando
Savater
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