Asdrúbal Aguiar 23 de enero de 2024
Así
como las Torres Gemelas, sitas en la isla de Manhattan, devinieron en símbolo
del capitalismo financiero mundial, nadie duda de que la asediada Roma vaticana
ha sido, a lo largo de los siglos, el convento en el que se cuidaba con mayor
celo el patrimonio moral e intelectual de Occidente, el judeocristiano y su
tamización grecolatina.
Que a
raíz del «quiebre epocal» de 1989 aquellas fuesen destruidas en 2001 por el
terrorismo deslocalizado y globalista, o que los causahabientes del socialismo
comunista se pusiesen al servicio de este para, desde entonces, deconstruir a
nuestras sociedades fracturándoles sus raíces y dividiendo a sus gentes por
identidades al detal; acabar con los símbolos de la civilización cristiana que
las amalgama a nombre de la tolerancia; o negarle a los pueblos americanos su
memoria mixturada –forjada por las migraciones que suceden a la asiática
originaria, en un ir y venir de centurias dentro del gran mediterráneo en el que
se transformara el Atlántico con los grandes descubrimientos– revela la
profundidad de la cuestión que hoy nos aqueja.
Me refiero, no solo a los venezolanos o a los nicaragüenses, o bien a los cubanos, sino, en idéntica línea de argumentación a todos los hispanos y sobre todo a los anglos norteamericanos, junto a sus manifestaciones en los ámbitos de la cultura y de la política, que parecen estar muertas.
Incluyo
dentro de estas al deterioro del valor integrador del pacto constitucional,
mientras cada uno reelabora el suyo al arbitrio, o lo reescribe para hacerle
decir lo que no dice; o a la misma experiencia de la libertad, que cede
mientras crecen y, paradójicamente, son exacerbados los derechos humanos como
ríos sin cauce natural, desfigurados en su esencia, sin que existan garantías
efectivas, por ausencia de solideces institucionales.
Domina
la liquidez, en efecto. Lo ha dicho Zygmunt Bauman y lo recoge Joseph
Ratzinger: “Se trata de elegir entre una ciudad «líquida», patria de una
cultura marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que
renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del arte,
del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos”, arguye
ante los venecianos, en 2011.
Es
explicable que, en cada localidad y en una hora de deslocalización globalizada
e instantaneidad acultural, mientras unos bregan para sobrevivir en la
incertidumbre, otros, confundidos, quienes no superan o entienden el alcance de
la ruptura epistemológica en curso, sólo se afanan en la búsqueda de culpables
para llevarlos a la hoguera o se dejan arrastrar, anestesiados, por el
narcisismo digital y su religión «dataísta».
El
complejo adánico les hace creer que, como pequeños dioses, pueden moldear a su
antojo a la naturaleza humana hasta hacerla mutar, trastornando la experiencia
vital y cultural de los hombres –varones y mujeres– o, que cuentan con el poder
para decidir sin ataduras acerca del «mal» dentro de una globalización que
deconstruye, determinándolo, y para extirpar, a la manera de Júpiter Tonante, a
los malvados. Le llamo el «efecto Bukele».
No es
casualidad, lo narran las crónicas de Suetonio, que Augusto puso a este como
portero, al lado del Júpiter Capitolino, como para restarle adoradores y
discernir sobre quienes o no pueden ingresar a la iglesia, en el 22 a.C. El
Tonante le impresionó por tener la fuerza para fulminar truenos y rayos,
mientras que el Capitolino, a la par que Roma dictaba sus leyes, imperaba en
cielos y tierra como “verdadero señor y protector de las ciudades libres”,
según la mitología de Steuding.
Pero
las cosas que advertimos hasta aquí y de ser como se dice que son, sólo
revelarían la reedición contemporánea de un debate actuante desde mediados del
siglo XX, o similar al que ocurriera durante la Ilustración y las revoluciones
liberales de los siglos XVIII y XIX. Según su tenor la objetividad adquiere
certidumbre únicamente en el tribunal de la subjetividad; sea porque cada uno
de nosotros recibe pasivamente al objeto y a partir del mismo se forma en el
intelecto su criterio, sea porque median ideas previas y universales en
nosotros, que nos ayudan a mejor captar y discernir sobre la naturaleza
objetiva, la denominada Pacha Mama o Madre Tierra.
Lo
cierto es que, por el camino en el que van las cosas, el mismo hombre –varón o
mujer– está dejando de ser y de ser persona. Se despersonaliza en el siglo XXI.
Se le reduce a dato inerme que sirve a los algoritmos digitales y la
inteligencia artificial, o a pieza o parte de una Creación sujeta a leyes
evolutivas, donde todo nace, evoluciona y muere –como en la anacyclosis griega–
y dentro de cuya realidad objetiva, al término, cada uno y todos nos
metabolizaremos: “Polvo eres…”.
No es
azar que esa «soledad digital» que de suyo procura el andamiaje inteligente
silenciando las voces biológicas e inutilizando al lenguaje, sujete a los
sentidos de cada ser humano u hombre Twitter o X a fin de cercenarle como lo
hace la autonomía de la razón, en un recorrido que conduce hacia la nada. No
más la ética de la razón kantiana, tampoco el superhombre de Nietzsche, que da
por desaparecido al Dios cristiano. Al mejor estilo sartreano y visto que el
hombre no tendría nada prefijado, “ni verdades, ni valores, ni mundo, ni Dios”,
creyendo abandonarse a una libertad sin cauces se le hace insoportable y es su
perdición.
En
ejercicio del papado como Benedicto XVI, en 2007, con presciencia y antes del
paulatino «distanciamiento social» que se le impone a las poblaciones de matriz
occidental y cristiana a partir de 2019, advirtió y acertó Ratzinger al señalar
que: “Si, por un trágico oscurecimiento de la conciencia colectiva, el
escepticismo y el relativismo ético llegaran a cancelar los principios
fundamentales de la ley moral natural, el mismo ordenamiento democrático
quedaría radicalmente herido en sus fundamentos.” Es lo que presenciamos y no
deja de sorprendernos.
Asdrúbal
Aguiar
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