Francisco Fernández-Carvajal 27 de enero de 2024
@hablarcondios
— Cristo ha venido a librarnos del demonio
y del pecado.
— La malicia del pecado.
— El carácter liberador de la Confesión.
La lucha para evitar los pecados veniales.
I. El
Evangelio de la Misa de este domingo1 nos
habla de la curación de un endemoniado. La victoria sobre el espíritu inmundo
–eso significa Belial o Belcebú, nombre que se asigna en la Escritura al
demonio2– es una señal más de la llegada del Mesías, que viene a
liberar a los hombres de su más temible esclavitud: la del demonio y el pecado.
Este hombre atormentado de Cafarnaún decía a gritos: ¿Qué hay entre nosotros y tú, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres tú, el Santo de Dios! Y Jesús le mandó con imperio: Calla, y sal de él. Y se quedaron todos estupefactos.
No se
excluye –enseña Juan Pablo II– que en ciertos casos el espíritu maligno llegue
incluso a ejercitar su influjo no solo sobre las cosas materiales, sino
también sobre el cuerpo del hombre, por lo que se habla de
«posesiones diabólicas»3.
No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos,
ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos
hechos o intervenciones directas al demonio; pero en principio no se puede
negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta
extrema expresión de su superioridad4.
La posesión diabólica aparece en el Evangelio acompañada ordinariamente de
manifestaciones patológicas: epilepsia, mudez, sordera... Los posesos pierden
frecuentemente el dominio sobre sí mismos, sobre sus gestos y palabras; en
ocasiones son instrumentos del demonio. Por eso, estos milagros que realiza el
Señor manifiestan la llegada del reino de Dios y la expulsión del diablo fuera
de los dominios del reino: Ahora el príncipe de este mundo va a ser
arrojado fuera5.
Cuando vuelven los setenta y dos discípulos, llenos de alegría por los
resultados de su misión apostólica, le dicen a Jesús: Señor, hasta los
demonios se nos someten en tu nombre. Y el Maestro les contesta: Veía
yo a Satanás caer del cielo como un rayo6.
Desde la llegada de Cristo el demonio se bate en retirada, aunque es mucho su
poder y «su presencia se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad
se alejan de Dios»7;
mediante el pecado mortal muchos hombres quedan sujetos a la esclavitud del
demonio8, se alejan del reino de Dios para penetrar en el reino de las
tinieblas, del mal; en un grado u otro, se convierten en instrumento del mal en
el mundo, y quedan sometidos a la peor de las esclavitudes. En verdad
os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado9.
Y el dominio del diablo puede adoptar otras formas de apariencia más normal,
menos llamativa.
Debemos
permanecer vigilantes, para discernir y rechazar las insidias del tentador, que
no se concede pausa en su afán de dañarnos, ya que, tras el pecado original,
hemos quedado sujetos a las pasiones y expuestos al asalto de la concupiscencia
y del demonio: fuimos vendidos como esclavos al pecado10.
«Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha –lucha
dramática– entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Es más: el
hombre se siente incapaz de someter con eficacia por sí solo los ataques del
mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas»11.
Por eso, hemos de dar todo su sentido a la última de las peticiones que Cristo
nos enseñó en el Padrenuestro: líbranos del mal, manteniendo a raya
la concupiscencia y combatiendo, con la ayuda de Dios, la influencia del
demonio, siempre al acecho, que inclina al pecado.
Además
del hecho histórico concreto que nos muestra el Evangelio, con la luz de la fe
podemos ver en este poseso a todo pecador que quiere convertirse a Dios,
librándose de Satanás y del pecado, pues Jesús no ha venido a liberarnos «de
los pueblos dominadores, sino del demonio; no de la cautividad del cuerpo, sino
de la malicia del alma»12.
«Líbranos,
oh Señor, del Mal, del Maligno; no nos dejes caer en la tentación. Haz, por tu
infinita misericordia, que no cedamos ante la infidelidad a la cual nos seduce
aquel que ha sido infiel desde el comienzo»13.
II. La
experiencia de la ofensa a Dios es una realidad. Y con facilidad el cristiano
descubre esa huella profunda de mal y ve un mundo esclavizado por el pecado14.
La Iglesia nos enseña que existen pecados mortales por
naturaleza –que causan la muerte espiritual, la pérdida de la vida
sobrenatural–, mientras otros son veniales, los cuales, aunque no
se oponen radicalmente a Dios, obstaculizan el ejercicio de las virtudes
sobrenaturales y disponen para caer en pecados graves.
San
Pablo nos recuerda que fuimos rescatados a un precio muy alto15 y
nos exhorta con firmeza a no volver de nuevo a la esclavitud; hemos de ser
sinceros con nosotros mismos, para evitar reincidir, avivando en nuestras almas
el afán de santidad. «El primer requisito para desterrar ese mal (...), es
procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al
pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la
cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud,
hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas
claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces
por los que nos llega»16.
El
pecado mortal es la peor desgracia que le puede suceder a un cristiano. Cuando
este se mueve por el amor, todo sirve a la gloria de Dios y para servicio de
sus hermanos los hombres, y las mismas realidades terrenas son santificadas: el
hogar, la profesión, el deporte, la política... Por el contrario, cuando se
deja seducir por el demonio, su pecado introduce en el mundo un principio de
desorden radical, que lo aleja de su Creador y es causa de todos los horrores
que en él se encuentran. Pidamos al Señor esa pureza de conciencia que nos
lleve a no cohonestar, a no acostumbrarnos, a abominar de toda ofensa a Dios;
hemos de hacer nuestro aquel lamento –de fuerte sentido de desagravio– del
profeta Jeremías: Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera,
dice Yahvé. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua
viva, para excavarse cisternas agrietadas incapaces de retener el agua17.
Aquí reside la maldad del pecado: en que los hombres, habiendo conocido
a Dios, no lo glorificaron como a Dios, sino que se envanecieron con sus
razonamientos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas..., dando culto y
sirviendo a las criaturas en lugar de adorar al Creador18.
El
pecado, un solo pecado, ejerce, de una forma a veces oculta y otras visible y
palpable, una misteriosa influencia sobre la familia, los amigos, la Iglesia y
sobre la entera humanidad. Si un sarmiento enferma, todo el organismo se
resiente; si un sarmiento queda estéril, la vid no produce ya el fruto que de
ella se esperaba; es más, otros sarmientos pueden también enfermar y morir.
Renovemos
hoy el firme propósito de alejarnos de todo aquello (espectáculos, lecturas
inconvenientes, ambientes donde desentona la presencia de un hombre, de una
mujer que sigue a Cristo...) que pueda ser ocasión de ofender a Dios. Amemos
mucho el sacramento de la Penitencia y enseñemos a amarlo con una profunda
catequesis sobre este sacramento, y meditemos con frecuencia la Pasión del
Señor para entender más la malicia del pecado. Pidamos al Señor que sea una
realidad en nuestras vidas esa sentencia popular llena de sentido: «antes morir
que pecar».
III. Si
nos percatamos –nunca penetraremos bastante en la realidad del mysterium
iniquitatis que es el pecado– de la malicia de la ofensa a Dios, nunca
plantearemos la lucha en la frontera de lo grave y lo leve, pues el pecado
mayor está en «despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco
en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las
voces de Dios»19.
Los pecados veniales realizan este funesto efecto en las almas
que no luchan con firmeza para evitarlos, y constituyen un excelente aliado del
demonio, empeñado en dañar. Sin matar la vida de la gracia, la debilitan, hacen
más difícil el ejercicio de las virtudes y apenas se oyen las insinuaciones del
Espíritu Santo y, si no se reacciona con energía, disponen para faltas y
pecados graves. «¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados
veniales! —Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida
interior»20. Pidamos al Señor su luz, su amor, su fuego que nos
purifique, para no empequeñecer nunca la grandeza de nuestra vocación, para no
quedar atrapados en la mediocridad espiritual a la que lleva la lucha lánguida,
floja, ante las faltas veniales.
Para
luchar contra los pecados veniales el cristiano ha de darles la importancia que
tienen: son los causantes de la mediocridad espiritual, de la tibieza, y los
que hacen realmente dificultoso el camino de la vida interior. Los santos han
recomendado siempre la Confesión frecuente, sincera y contrita como medio
eficaz contra estas faltas y pecados, y camino seguro para ir adelante. «Ten
siempre verdadero dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean
–aconsejaba San Francisco de Sales–, y haz firme propósito de la enmienda para
en adelante. Muchos hay que pierden grandes bienes y mucho aprovechamiento
espiritual porque, confesándose de los pecados veniales como por costumbre y
cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen toda la vida cargados de ellos»21.
Ojalá
escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros corazones22,
nos exhorta el Salmo responsorial de la Misa. Pidamos al
Espíritu Santo que nos ayude a tener un corazón cada vez más limpio y más
fuerte, capaz de rechazar todo lazo que oprima y de abrirse a Dios, como Él
espera de cada cristiano.
1 Mc 1,
21-28. —
2 Cfr. Mc 5,
2-9. —
3 Cfr. Juan
Pablo II, Audiencia general, 13-VIII-1986. —
4 Cfr. Juan
Pablo II, loc. cit. —
5 Jn 12,
31. —
6 Lc 10,
17-18. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 Cfr. Conc.
de Trento, Sesión XIV, cap. 1. —
9 Jn 8,
34. —
10 Cfr. Rom 8,
14. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
12 San
Agustín, Sermón 48. —
13 Juan
Pablo II, loc. cit. —
14 Cfr. Conc.
Vat. II, loc. cit., 2. —
15 Cfr. 1
Cor 7, 23. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 243. —
17 Jer 2,
12-13. —
18 Rom 1,
21-25. —
19 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 77. —
20 ídem, Camino,
n. 330. —
21 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, II, 19.
—
22 Salmo
responsorial, Sal 94, 1-2; 6-7; 8-9.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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