En general, el sistema educativo venezolano no educa para la escritura. Enseña a reproducir más que a producir, a copiar, pero no a pensar y a crear. Por confundir escribir con copiar, hay alumnos que pasaron seis años en primaria, cinco o seis en media, otros cinco en la universidad, e incluso culminaron estudios de postgrado y en muy raras ocasiones escribieron algo propio, ni se les enseñó a comunicar de un modo personal su pensamiento o a volcar en un texto hermoso su creatividad. Se limitaron a copiar y transcribir en cientos de páginas los pensamientos de otros, sin importar si lo hicieron en dictados, copiando directamente de los libros, enciclopedias y hoy –cada vez más-, de Internet, en esos trabajos mal llamados de “investigación”; o previa memorización para responder la serie de exámenes que debieron soportar en los años de su escolarización. Como escribir es responder las preguntas del profesor, raramente escriben algo cuando no están estudiando.
La escritura es un medio de comunicación y de creación, pero también lo es para aprender a pensar. Cuando escribimos, meditamos sobre las ideas que queremos expresar, examinamos nuestros pensamientos, reflexionamos, nos vamos aclarando. Y es que, como expresa el escritor Julio Ramón Ribeyro, “escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a ese conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, caótica. Muchas cosas las comprendemos sólo cuando las escribimos”. De ahí que, si quieres saber lo que piensas, escríbelo. Detrás de muchas resistencias a escribir, se ocultan las resistencias a pensar.
Ningún texto es ideológicamente inocente. Uno escribe siempre lo que es y lo que piensa. De ahí que sólo escribirá realmente el que sepa leer el mundo y la vida, y atrapar al lector, tocar las fibras sensibles de la persona. El oficio de escribir supone estar atento a la realidad dentro y fuera de uno mismo, enamorarse de las palabras y compartirlas con los otros, o sea “expresarse”, echar la presión fuera de sí.
La educación tradicional niega la expresión: el maestro o profesor hablan, el alumno escucha y tiene que oír sin interrumpir y luego repetir cuando se le pregunta. De este modo, se aburre, se le condena al quietismo, a la pasividad, a la mera reproducción. Va asumiendo que la escritura es un ejercicio tedioso, ajeno a su vida, a sus inquietudes y preocupaciones.
De ahí que, si queremos formar escritores, debemos partir siempre del propio mundo, de la vida e historia de los alumnos; y crear un ambiente de libertad que favorezca la comunicación y la expresión. Formar a los alumnos para que sean capaces de decir su propia palabra como expresión de vida, de compromiso, en un mundo dominado por la propaganda, la retórica vacía, la superficialidad y las mentiras. Para, con las palabras-vida, combatir el analfabetismo crítico que tratan de imponernos, la dictadura del pensamiento único, la colonización de las mentes.
El arte de la escritura implica una lucha tenaz con las palabras. Para atrapar al lector, hay que aprender a corregir, a perfeccionar, a no contentarse con una escritura fácil. De ahí la importancia del silencio para madurar en él palabras auténticas. Sólo quien es capaz de escucharse, de escuchar el silencio, de escuchar el mundo y a los otros, será capaz de escribir palabras verdaderas. La genuina escritura es cinco por ciento de inspiración y noventa y cinco por ciento de transpiración.
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