Francisco Fernández-Carvajal 04 de abril de 2024
@hablarcondios
— La
pesca milagrosa. Junto al Señor, los frutos son siempre abundantes. Distinguir
al Señor en medio de los acontecimientos de la vida.
— El
apostolado supone un trabajo paciente.
—
Contar con el tiempo. Poner más medios humanos y sobrenaturales cuanta más
resistencia ofrezca un alma.
I. Jesucristo...
es la piedra angular: ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado
otro nombre que pueda salvarnos1.
Los Apóstoles han marchado de Jerusalén a Galilea, como les había indicado el Señor2. Están junto al lago: en el mismo lugar o en otro semejante donde un día los encontró Jesús y los invitó a seguirle. Ahora han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en su tarea. Acaeció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos3. Son siete en total. Es la hora del crepúsculo. Otras barcas han salido ya para la pesca. Entonces, les dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Le contestaron: Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.
Al
alba, se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca
de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir
explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se
dieron cuenta de que era Jesús, no acaban de reconocerle. Están a unos
doscientos codos, a unos cien metros. A esa distancia, entre dos luces, no
distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la
voz. ¿Tenéis algo que comer?, les pregunta el Señor. Le
contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y
encontraréis. Y Pedro obedece: La echaron y ya no podían sacarla
por la gran cantidad de peces. Juan confirma la certeza interior de Pedro.
Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Es el Señor! Pedro, que se ha
estado conteniendo hasta este momento, salta como impulsado por un resorte. No
espera a que las barcas lleguen a la orilla. Al oír Simón Pedro que era el
Señor, se ciñó la túnica y se echó al mar. Los otros discípulos
vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a doscientos codos,
arrastrando la red con los peces.
El
amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en la orilla: ¡Es el Señor! «El
amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas.
Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque
quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha
estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!»4.
Por la
noche –por su cuenta–, en ausencia de Cristo habían trabajado inútilmente. Han
perdido el tiempo. Por la mañana, con la luz, cuando Jesús está presente,
cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta la faena, las redes llegan
repletas a la orilla.
En
cada día nuestro ocurre lo mismo. En ausencia de Cristo, el día es noche; el
trabajo, estéril: una noche más, una noche vacía, un día más en la vida.
Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para que den fruto. Junto a
Cristo, cuando le tenemos presente, los días se enriquecen. El dolor, la
enfermedad, se convierten en un tesoro que permanece más allá de la muerte; la
convivencia con quienes nos rodean se torna junto a Jesús un mundo de
posibilidades de hacer el bien: pormenores de atención, aliento, cordialidad,
petición por los demás...
El
drama de un cristiano comienza cuando no ve a Cristo en su vida; cuando por la
tibieza, el pecado o la soberbia se nubla su horizonte; cuando se hacen las
cosas como si no estuviera Jesús junto a nosotros, como si no hubiera
resucitado.
Debemos
pedirle mucho a la Virgen que sepamos distinguir al Señor en medio de los
acontecimientos de la vida, que podamos decir muchas veces: ¡Es el
Señor! Y esto, en el dolor y en la alegría, en cualquier
circunstancia. Junto a Cristo, cerca siempre de Él, seremos apóstoles, en medio
del mundo, en todos los ambientes y situaciones5.
II.
Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez puesto
encima y pan. Jesús les dijo: Traed algunos de los peces que habéis
pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento
cincuenta y tres peces grandes. Y aunque eran tantos no se rompió la red.
Los
Santos Padres han comentado con frecuencia este episodio diciendo que la barca
representa a la Iglesia, cuya unidad está simbolizada por la red que no se
rompe; el mar es el mundo; Pedro, en la barca, simboliza la suprema autoridad
de la Iglesia; el número de peces significa los llamados6.
Nosotros, como los Apóstoles, somos los pescadores que han de llevar a las
gentes a los pies de Cristo, porque las almas son de Dios7.
«¿Por
qué contó el Señor tantos pescadores entre sus Apóstoles? (...). ¿Qué cualidad
vio en ellos Nuestro Señor? Creo que había una cosa que apreció particularmente
en quienes habían de ser sus Apóstoles: una paciencia inquebrantable (...). Han
trabajado toda la noche y no han pescado nada; muchas horas de espera, en las
que la luz gris de la aurora les traería su premio, y no lo ha habido (...).
»¡Cuánto
ha esperado la Iglesia de Cristo a través de los siglos (...) extendiendo
pacientemente su invitación y dejando que la gracia hiciera su obra! (...) ¿Qué
importa si en un sitio o en otro ha trabajado duramente y recogido muy poco
para su Maestro? Sobre su palabra, pese a todo, volverá a echar la red, hasta
que su gracia, cuyos límites no guardan proporción con el esfuerzo humano, le
traiga de nuevo una nueva pesca»8.
No sabemos cómo ni cuándo, pero todo esfuerzo apostólico da su fruto, aunque en
muchas ocasiones nosotros no lo veamos. El Señor nos pide a los cristianos la
paciente espera de los pescadores. Ser constantes en el apostolado personal con
los amigos y conocidos. No abandonarlos jamás, no dejar a nadie por imposible.
La
paciencia es parte principal de la fortaleza y nos lleva a saber esperar cuando
así lo requiera la situación, a poner más medios humanos y sobrenaturales, a
recomenzar muchas veces, a contar con nuestros defectos y con los de las
personas que queremos llevar a Dios. «La fe es un requisito imprescindible en
el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de
Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si
perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también
a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución
cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y
otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»9.
III.
Jesús llamó a los Apóstoles conociendo sus defectos. Los quiere como son. A
Pedro le dirá, después de haber comido con ellos aquella mañana: Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?... Apacienta mis corderos... Apacienta
mis ovejas10.
Cuenta con ellos para fundar su Iglesia; les da el poder de realizar en su nombre
el Sacrificio del altar, el poder de perdonar los pecados, les hace
depositarios de su doctrina y de sus enseñanzas... Confía en ellos y los forma
con paciencia; cuenta con el tiempo para hacerlos idóneos para la misión que
han de desempeñar.
El
Señor también ha previsto los momentos y el modo de santificar a cada uno,
respetando su personal correspondencia. A nosotros nos toca ser buenos canales
por los que llega la gracia del Señor, facilitar la acción del Espíritu Santo
en nuestros amigos, parientes, conocidos, colegas... Si el Señor no se cansa de
dar su ayuda a todos, ¿cómo nos vamos a desalentar nosotros, que somos simples
instrumentos? Si la mano del carpintero sigue firme sobre la madera, ¿cómo va a
ser reacia la garlopa en realizar su trabajo?
No es
corta la senda que conduce al Cielo. Y Dios no suele conceder gracias que
consigan inmediatamente y de forma definitiva la santidad. Nuestros amigos, de
ordinario, se acercarán poco a poco hasta el Señor. Encontraremos resistencias,
consecuencia muchas veces del pecado original, que ha dejado sus secuelas en el
alma, y también de los pecados personales. A nosotros nos corresponde facilitar
la acción de Dios con nuestra oración, la mortificación, el quererles de
verdad, el ejemplo, la palabra oportuna, la amistad sincera, la comprensión, el
pasar por alto sus defectos... Si nuestros amigos tardan en responder a la
gracia, nosotros debemos prodigar las muestras de amistad y de afecto, hacer
más sólido el soporte humano sobre el que se apoya el apostolado. Afianzar el
trato humano con esa persona, que parece no querer comprometerse en aquello que
pueda acercarle a Cristo, es señal por nuestra parte de amistad verdadera y de
rectitud de intención, de que nos mueve verdaderamente el deseo de que Dios
tenga muchos amigos en la tierra, y el bien de nuestros amigos.
El
Evangelio nos muestra cómo el Señor era Amigo de sus discípulos, dedicándoles
todo el tiempo necesario: les pregunta si tienen algo que comer, para iniciar
el diálogo, les prepara luego una pequeña comida a la orilla del lago, se
marcha con Pedro mientras Juan les sigue, le dice que continúa confiando en él.
No nos debe extrañar que unos amigos así tratados por el Amigo, den luego la
vida hasta el martirio, por Él y por la salvación del mundo. Pidamos a Santa
María que nos ayude a imitar a Jesús, de modo que en la amistad no seamos «un
elemento pasivo tan solo. Tienes que convertirte en verdadero amigo de tus
amigos: “ayudarles”. Primero, con el ejemplo de tu conducta. Y luego, con tu
consejo y con el ascendiente que da la intimidad»11.
1 Primera
lectura. Hech 4, 12. —
2 Cfr. Mt 28,
7. —
3 Jn 21,
2 y ss. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 266. —
5 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 6ª ed., Madrid
1986, pp. 157 y ss. —
6 Cfr. San
Agustín, Comentario sobre San Juan, in loc. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 267. —
8 R.
A. Knox, Sermón predicado en la festividad de San Pedro y San
Pablo, 29-VI-1947. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 207. —
10 Jn 21,
15-17. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 731.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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