Opus Dei 27 de abril de 2024
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Comentario
al Evangelio del 5.° domingo de Pascua. “Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin
mí no podéis hacer nada”. Cristo mismo quiere podarnos, para que vivamos su
propia vida: pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los
ojos de Jesús.
Evangelio
(Jn 15, 1-8)
«Yo
soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da
fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros
ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en
vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en
la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros
los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque
sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera,
como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y
arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que
queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho
fruto y seáis discípulos míos».
Comentario al Evangelio
Jesucristo
se está despidiendo de sus amigos íntimos. Le cuesta abandonar a los suyos.
Rodeado
de los doce apóstoles, en la última cena, va desgranando las horas en un clima
de gran intimidad. Les abre su corazón y les muestra la profundidad de su amor.
En
otras ocasiones, les había hablado del Reino de los Cielos comparándolo con una
viña que es arrendada a unos labradores. Ahora, introduce una novedad. Él es la
vid.
No
dice: “vosotros sois la vid”, ni tampoco “vosotros sois los labradores de la
viña”.
Sino,
“yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. El hijo mismo, que en la parábola de
la viña era el heredero, ahora se identifica con la vid. Ha entrado en la viña,
en el mundo, y se ha hecho vid. Se ha dejado plantar en la tierra.
Con
ello, Jesucristo les está mostrando la profundidad del Amor de Dios. La vid ya
no es una criatura a la que Dios mira con amor. Él mismo se ha hecho vid, se ha
identificado para siempre con la vid, con los hombres, con la vida de cada uno
de nosotros.
Y, por
ello, la vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada a los
ladrones y furtivos. Pertenece definitivamente a Dios, porque el Hijo de Dios
mismo vive en ella.
La
promesa hecha a Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David, los profetas, se ha hecho
definitiva. Con su Encarnación, Dios se ha comprometido a sí mismo, su amor es
irrevocable.
Pero,
al mismo tiempo, la imagen de la vid y de los sarmientos nos habla de una
exigencia de ese amor. Se dirige a cada uno de nosotros, reclamando una
respuesta. Es preciso, entrar en esa corriente de amor; quitar, podar,
purificar todo aquello que impide que esa corriente llegue hasta el último
rincón de este mundo.
El
viñador toma las tijeras de labranza y poda los sarmientos para que tengan más
sol y luz, para que den racimos de uva sabrosa. Cristo mismo quiere podarnos,
para que vivamos su propia vida. Quiere introducirnos en su Pasión, que la
incorporemos en nuestra propia vida, que la encarnemos.
De esa
manera, recibimos un nuevo modo de ser. La vida de Cristo se vuelve también la
nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con
los ojos de Jesús.
Y como
consecuencia, podemos amar a los demás como él lo ha hecho: en su corazón,
desde su corazón, con su corazón. Y llevar así al mundo frutos de bondad, de
caridad y de paz.
Este
es el deseo de Jesucristo: arrancar nuestro corazón de piedra, y darnos un
corazón de carne, lleno de vida, un corazón compasivo y misericordioso. Y nos
pide que nos pongamos en sus manos llagadas, para que pueda quitar de nuestra
vida lo que estorba, lo que nos separa de Dios.
Las
pequeñas mortificaciones son, precisamente, un modo de decirle al Señor que nos
quite soberbias, avaricias, enfados, iras, perezas, envidias, egoísmos,
vanidades, rencores, impurezas. Dejamos que el Espíritu Santo vaya podando todo
lo que no es vivir en Cristo. Hace que nuestro corazón tenga la medida del
corazón de Jesucristo.
Si
permitimos que la acción de Dios entre en nuestra vida, entonces permanecemos
en su amor, damos fruto verdadero. Con nuestras pequeñas mortificaciones y
actos de penitencia le estamos diciendo a Dios: “quiero vivir en ti, por ti,
contigo”; “quiero hacer presente la fuerza de tu amor allí donde estoy”.
Por
ello, no se trata de hacer grandes mortificaciones, sino de hacerlas con amor,
pidiéndole al Señor que nos cambie el corazón y lo pongamos en los demás.
Cristo
nos da así una vida enamorada. Hacemos nuestra su vida y su muerte, de manera
que Él puede vivir en nosotros por el amor. Y nos hace capaces de seguir sus
pasos, corredimiendo a todas las almas, llevando su vida redentora a todos los
lugares donde nos encontramos (cfr. San Josemaría, Via Crucis, XIV
Estación).
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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