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domingo, 11 de junio de 2017

Retos que plantea la situación de Venezuela, por Pedro Trigo SJ




Pedro Trigo SJ 10 de junio de 2017

En estos días en nuestro país la situación está tan ideologizada, la versión a la realidad tiende a ser tan lateral y tan mediatizada por cargas emocionales y posturas tomadas, la polarización está tan introyectada, hay tales dosis de compulsión y en campos tan diversos, que es muy difícil un uso analítico, crítico y propositivo de la razón. Además, las protestas de los últimos meses, muchas de ellas violentas y reprimidas con más violencia todavía, han sembrado tales dosis de agresividad, impotencia, incertidumbre y miedo, que no pocos empiezan a preguntarse con una tremenda angustia si no se estará agotando o se habrá agotado ya el camino de la política y están temiendo que la confrontación ocupe todo el horizonte.

Son muchas las causas que han contribuido a generar estas vivencias atormentadas, este quiebre de la cotidianidad, este vivir en trance; pero el hecho es que por estas múltiples vías la subjetualidad se ve asaltada y está en gravísimo peligro de menguar tanto que uno se reduzca en un mero miembro de conjuntos o a un individuo que tiene que vérselas por sí mismo en esta lucha de todos contra todos, o a una mezcla de ambas dimensiones: emplear la pertenencia a los conjuntos para sacarles provecho.

La ideologización y la polarización llevan a sustituir la realidad por los estereotipos y a funcionar en base a ellos. En la medida en que uno se vaya cuadrando con esas tomas de posición hasta convertirlas en el horizonte a cuya luz se camina, y hay que advertir que la compulsión social empuja perentoriamente en esa dirección, se inhabilita para ser sujeto. Podrá manejar su discurso con soltura y sofisticación e incluso hacerlo con gran eficacia persuasiva o disuasiva; pero será pura retórica, vacía de realidad. Y el sujeto humano solo florece en la realidad, porque el ser humano es un animal de realidades.

Además, la bajísima producción y productividad, debida a que el Gobierno está en la onda del control social y la imposición de un modelo fantasmagórico, en base a la renta petrolera, con la consecuencia de que ni produce ni deja producir, le añade otro ingrediente fundamental a la dificultad de constituirse en sujeto ya que el trabajo productivo es un medio indispensable de subjetualidad humana, porque el que produce bienes y servicios realmente útiles se produce también a sí mismo como sujeto social creador y, al trasformar la realidad humanizadoramente, adquiere una conciencia muy concreta de la realidad y de su imbricación personal en ella.

Los millones que cobran un sueldo del Estado sin producir se asumen por referencia al Estado como clientes de él o como adherentes a su ideología. De ambos modos no viven como sujetos, sino como destinatarios de la acción del Estado o como adherentes o participantes del proceso.

A la clase media y popular asalariada, que ven cómo se desploma su poder adquisitivo y no les llega para vivir, se les hace muy cuesta arriba luchar sin cuartel por seguir viviendo humanamente, teniendo que gastar todas las fuerzas en el empeño con un resultado muy magro, mientras ven que otros saltan a la opulencia fraudulentamente solo por ocupar un puesto en el Gobierno. La tentación es vivir maldiciendo del fetiche que les roba la posibilidad de vida. Si caen en ella, dejan de ser sujetos humanos.

En una situación así es muy difícil no cuadrarse con el Estado o la oposición o, si alguien rechaza ambas opciones, no convertirse en un lobo solitario que trata de hacerse su vida por sí y para sí, absolutizando ese propósito y no mirando más allá de sus intereses, sin reparar en daños colaterales.

De ambos modos, tanto si se asume como miembro de conjuntos, como si se concibe como un mero individuo, como si simultanea las dos opciones para optimizar el propio provecho, uno deja de asumirse como una persona humana que reconoce la dignidad absoluta de los otros y así asume la suya propia.

La personalización del sujeto entraña la afirmación de los demás

Porque no es posible asumirse como persona, sin asumir la condición personal y, por tanto, inviolable, de los demás. Si no asumo la de todos y expresamente la de los pobres y la de los distintos y, sobre todo, la de los enemigos, me defino por mi particularidad, por mi idiosincrasia o como miembro de los conjuntos que me posibilitan y limitan, pero no como ser humano. El camino del reconocimiento de la propia dignidad pasa inexorablemente por el reconocimiento de la de los demás, con las especificaciones que hemos resaltado.

Esta dirección vital despersonalizadora puede llegar a tanto que ya no se perciba la negación práctica que uno hace de su condición de persona porque implícitamente se ha asumido que ser persona es ser de ese bando y de esa condición. Llegados a este punto, no se capta que se violan derechos humanos cuando no se les reconocen a otro que no es de los míos, sea de mi clase, sea de mi afiliación, sea de mi condición. Se violan impunemente, sin ningún remordimiento de conciencia ni sanción social.

Por eso es fundamental hacerse cargo del problema que plantea esta situación con la mayor concreción posible, de manera que lo vea pormenorizadamente en la realidad para que, después de haber internalizado con la mayor claridad posible el panorama que, me guste o no, es mi horizonte vital, capte en qué medida estoy implicado en esta trama perversa y en qué aspectos, aunque no estoy implicado, me siento más tentado por la situación y en cuáles tengo más propensión por mi idiosincrasia a entrar por ese camino.

Llegados a este punto se vuelve perentoria la tarea de liberar mi voluntad de manera que no responda automáticamente a esos estímulos ambientales, no pocas veces interiorizados. Hay que hacer un trabajo constante para obrar no desde ese nivel de mi realidad, que por más que lo haya absolutizado es un aspecto particular, sino desde lo más genuino de uno mismo que es nuestra condición de hijos de Dios en su Hijo Jesús y, consiguientemente, desde nuestra condición de hermanos de todos, privilegiando a los pobres y sin excluir a los enemigos, y más en general a los excluidores. Tenemos que tener presente que la única manera de liberar nuestra libertad es actuar desde esa condición de hijos y hermanos. En la medida en que lo hagamos iremos adquiriendo consistencia, densidad humana, para obrar no desde los estímulos ambientales o desde nuestra pasión dominante, sino desde nosotros mismos, desde este núcleo sagrado e inviolable que nos liga a los demás, que es el núcleo personal.

Somos agentes personalizadores en la medida en que seamos pacientes 

Lo que venimos diciendo es que quienes configuramos la red social de la Iglesia no somos ante todo agentes sociales y pastorales, es decir, que trabajamos con los demás como una expresión cabal de nuestra condición cristiana, como un ejercicio primario de la caridad. Lo que venimos diciendo es que como red social de la Iglesia somos ante todo pacientes pastorales y que solo en la medida en que lo vayamos siendo y en que logremos, por tanto, esta transformación interior que libere nuestra libertad y nos dé la densidad que necesitamos, podremos configurarnos como agentes o, para decirlo más cabalmente, podremos ayudar a los demás.

Nosotros no somos extraterrestres que incidimos en esta situación como ángeles del cielo. Como dijo Isaías cuando lo llamó Yahvéh, somos gente de labios impuros que habitamos en un pueblo de labios impuros. Isaías tuvo que comenzar por un doloroso proceso de purificación interior. Eso es lo que estoy diciendo. Pero con la diferencia de que si es verdad que, en todo caso, es imprescindible la purificación interior, en nuestro caso, como hemos mostrado, la liberación de la libertad y la consistencia interna no se obtendrán sin esta afirmación concreta de los otros, especialmente de los pobres y sin excluir a los enemigos, a los que nos están excluyendo.

Las relaciones personalizadoras no homogeneizan ni funden; diferencian y unen

Un brevísimo excuso para fundamentar trinitariamente lo que acabamos de decir: las personas divinas se llaman tales por sus relaciones, es decir, no es que exista el Padre, el Hijo y el Espíritu y se relacionen: eso sería triteísmo. Es la relación la que, a la vez, o sea, sin proceso ni menos aún, tiempo, pone la diferencia y la mantiene unida.

Por tanto, es el reconocimiento de todos los seres humanos en cuanto humanos y el ejercicio concreto de la respectividad positiva con ellos lo que nos constituye en humanos. Si no aceptamos esa respectividad constituyente nos asumimos meramente como individuos. Si aceptamos la respectividad únicamente con los nuestros, de cualquier manera que los definamos, nos asumimos como meros miembros de conjuntos. Solo nos asumimos como personas humanas en cuanto ejercitemos esa respectividad en la que con-sistimos, es decir, en la que existimos en este mundo juntamente con los demás. Y complementariamente ese ejercicio de la respectividad, en que consiste el con-sistir nos da consistencia, nos densifica, nos hace de suyo.

Pretender ser de suyo sin esas relaciones, o sea, autárquicamente, no puede llevar a un de suyo personal, sino a absolutizar un elemento de nuestro yo, aislándolo de la trama en la que cobra sentido y poniendo todo nuestro ser en función de él. Con ello se logra una unificación interior despersonalizada que puede alcanzar un gran poder de irradiación, que puede constituirse en lo que se llama una gran personalidad pero que ni es personal ni puede personalizar, sino que, por el contrario, despersonaliza al propio sujeto y a quien se deja absorber por su radio de influencia.

El costo de vivir como hijos y hermanos

Ahora bien, en una situación como la que hemos descrito, ejercitar esas relaciones de filiación y fraternidad tiene un costo elevadísimo. Ante todo, la incomodidad constante de desmarcarse de lo que se dice y hace, de lo que se valora y de lo que se sanciona. Moverse a otro nivel, al nivel de la aceptación positiva de todos y de querer el bien de todos, crea la sospecha de la deslealtad, de que esa persona no es de los nuestros; más todavía, de que no quiere ser como nosotros y de que esa decisión supone el juicio implícito de que no es bueno ser así, como se es, como son los configurados por el ambiente establecido. En el mejor de los casos esa persona será vista con ambivalencia: por un lado, si esa persona se da mucha maña en que su ser hermano pueda ser percibido por los demás, ellos verán con agrado esa respectividad positiva que además es gratuita; pero, por otro, ella precisamente pondrá en evidencia la resistencia que tienen los otros a la fraternidad, es decir, ellos sentirán ese malestar y tenderán a descargarlo en quien lo causa, aunque no lo haga intencionalmente sino que les exprese, por el contrario, su benevolencia.

La persona tiene que estar muy ganada para la filiación y fraternidad para soportar esa incomodidad e incluso esa hostilidad, es decir, para que ya que le afecta no le influya, sino que lo mueva a afincarse más en la filiación y fraternidad.

Relacionarse con las personas divinas ayuda a hacerlo con las humanas

En general podemos decir que se requiere un ejercicio muy asiduo de filiación para ejercitar en esta situación la fraternidad y más para ejercitarla no como práctica virtuosa, sino como ejercicio genuino de fraternidad, es decir, con alegría. Para nosotros, como para Jesús, ser hermanos es una consecuencia de ser hijos de Dios; por tanto, cuanto más cultivemos la relación con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, más hermanos seremos de los demás desde el privilegio de los pobres y sin excluir a los enemigos. Ahora bien, la relación tiene que ser precisamente con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo porque otros dioses que se cultivan en el cristianismo actual no mueven a la fraternidad, sino a juzgar a los demás y a excluir a los tenidos como pecadores y a encerrarse narcisísticamente en su virtud.

Más aún, ordinariamente, quien quiera vivir como hermano de todos también necesitará pertenecer a colectivos constituidos en base a esta filiación y fraternidad de los hijos de Dios, para que el ejercicio gozoso de ese reconocimiento mutuo entre los hermanos en Cristo fortalezca la determinación de vivir la fraternidad en el ambiente más amorfo e incluso hostil de esta sociedad en esta hora.

Pero lo mismo que dijimos respecto de Dios lo decimos ahora respecto de los colectivos autodenominados cristianos, porque no pocos de ellos se configuran en base a códigos sacralizados y, por tanto, a espíritu de cuerpo que excluye, y no en base al cultivo de la fraternidad evangélica que es siempre abierta. Solo la pertenencia a esos últimos es una palanca poderosa para vivir como hermano de todos.

Y, sobre todo, tendrá que ejercitar constantemente la respectividad fraterna y discipular con Jesús de Nazaret. Él es el Hijo único y eterno de Dios y, al hacerse Hermano nuestro, las criaturas de Dios que nos llamamos tales porque el Creador nos da nuestro ser, llegamos a ser sus hijos porque nos da su mismo ser de Padre y así los pertenecientes a la misma humanidad podemos llegar a asumirnos como verdaderos hermanos, en el Hermano universal.

Porque la paradoja humana consiste en que lo que personaliza al ser humano es un mero don, totalmente fuera del alcance de las posibilidades inmanentes de los seres humanos. Es decir que, de hecho, en nuestra existencia histórica, la única real, hemos sido creados para un fin que nos excede absolutamente. Por eso la iniciativa la tiene Dios que nos envió a su Hijo único y eterno para que se hiciera nuestro Hermano y en la Pascua derramó al Espíritu de su Hijo sobre toda carne para que nos posibilitara vivir como hijos en el Hijo y, por tanto, como hermanos de todos en el Hermano universal. Es decir que, en definitiva, todos podemos vivir como hijos y hermanos, que es el modo concreto y real de ser personas y así llegar a constituirnos en de suyo.

Así pues, el ejercicio de la fraternidad concreta hacia amigos y enemigos, privilegiando a los pobres, es la victoria sobre las actitudes y posiciones ambientales, tanto de la polarización como del individualismo, como del arribismo, como del sectarismo, que equivale a decir la libertad respecto de ellas, que pueden llegar a afectarnos, pero sin influirnos.

Las relaciones humanizadoras en la cotidianidad son decisivas

Esta fraternidad concreta ha de llevarse a cabo, sobre todo, en la cotidianidad. Sin ese entrenamiento, sin ese caldo de cultivo habitual, no se dará tampoco en coyunturas en las que están en juego aspectos muy sensibles de la existencia. La humanidad de cada quien y, por tanto, la paz interior y la paz social se ganan en la cotidianidad. Esto es lo más decisivo. No podemos soñar en grandes metas si descuidamos la vivencia cotidiana en la que, de hecho, vamos edificándonos como personas (como hijos y hermanos) o despersonalizándonos.

Por eso para el encuentro de constructores de paz he propuesto durante varios años una investigación sobre el cultivo de la paz en la cotidianidad, que consistiría no solo en hacer una radiografía de cómo anda la paz en nuestra vida cotidiana como individuos y en la vida cotidiana de cada una de nuestras organizaciones, sino sobre todo en identificar los factores positivos en cada uno de nuestros ambientes específicos para que, apoyándonos en ellos y cultivándolos más todavía, podamos disminuir las negatividades y desterrar lo incompatible con la paz.

Tareas para cualificar la cotidianidad y transformarla superadoramente

Desde ese cultivo de la fraternidad en la cotidianidad viene la propuesta de tareas concretas en áreas específicas, que la ejerciten de modo situado, tanto para cualificar la vida cotidiana como para introducir en ella transformaciones superadoras de negatividades y potenciadoras de positividades. Ante todo tenemos que examinar lo que hacemos en esta dirección en cada una de las organizaciones que componen la red.

La pregunta es si en ellas actuamos como meros agentes o personalmente. Es una pregunta decisiva. Y es imprescindible hacérsela porque la Ilustración concibe la actuación en cuanto agentes, una actuación que no compromete la vida privada ya que acontece a nivel profesional. Esa actuación puede ser muy meritoria y eficaz, pero no humaniza porque es unidireccional y vertical y no horizontal y mutua. Y no puede hacerse recíproca porque se limita a la transmisión de bienes civilizatorios que el ilustrado posee y el otro no. Es la relación de un médico con un paciente o de un profesor con un alumno o, más en general, de un promotor con un promovido, cuando los papeles están absolutizados. Es una relación altruista, no una relación fraterna que solo se da cuando acontece entre esa persona que es promotora y la otra que es promovida, en la que lo absoluto es la condición de persona de ambos y lo relativo sus respectivos papeles.

Ordinariamente está tan connaturalizada la relación ilustrada que no es nada fácil desestructurar la relación para reestructurarla desde la primacía personal. Incluso a veces se ve como una amenaza para el funcionamiento expedito de la institución y, en definitiva, para la institución misma. Esto vale también para la institución eclesiástica en la que tienen que privar las relaciones horizontales y mutuas de condiscípulos, tanto que ellas tienen que modular el modo de comportarse los agentes pastorales.

La humanización de lo político y lo económico es punto de llegada

Solo si se avanza significativamente en este tipo de relaciones personalizadoras en la cotidianidad y en el modo de llevar a cabo esas tareas concretas y específicas, puede llegar a incidirse humanizadoramente en los campos mucho más endurecidos de la economía y la política. No pueden abandonarse esos ámbitos tan decisivos pero, si se les entra directamente, sin ese trabajo previo, ordinariamente se obtiene más de lo mismo y no cambios superadores.

Pero esto no le toca a la red social de la Iglesia, aunque sí a sus participantes en cuanto ciudadanos y más concretamente en cuanto cristianos que son ciudadanos.

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