Maristella Svampa y Roberto Gargarella 09 de junio de 2017
Cuando
cayeron los gobiernos de muerte y opresión que se impusieron en Latinoamérica
hasta fines del siglo XX, nos quedamos todos –finalmente, sobrevivientes– con
al menos dos certezas: una, en torno a los valores irrenunciables de la
democracia; otra, la defensa de los derechos humanos. Democracia como
respuesta a la tragedia del poder concentrado y la discrecionalidad
bruta, la decisión en manos de algunos iluminados que dicen actuar en nuestro
nombre. Derechos humanos, como respuesta a la tragedia de que
algunos, con la excusa de estar velando por nuestros intereses, persigan al que
piensa diferente, o se muestren capaces de herir de muerte a quienes se le
opongan.
El
compromiso con la democracia que nos enseñó a sangre y muerte la dictadura no
requiere de nosotros el resignarnos al sometimiento con elecciones: no hablamos
de democracia en el sentido leve, superficial o “formal” de “otro que decide
por nosotros, no importa lo que queramos o hayamos votado”. Hablamos de
democracia, en fin, en el sentido elemental de elecciones periódicas, con gente
en las calles, acuerdos y disensos que se forjan a través de disputas
continuas, en donde tenemos la posibilidad de escucharnos mutuamente, para
luego dirimir nuestras peleas en las urnas. Por su parte, el
compromiso con los derechos humanos es el que pone el piso, la base mínima e
innegociable del respeto mutuo, que impide la tortura, la muerte del oponente,
la resolución de nuestros conflictos a los tiros.
En la
Venezuela de hoy existen tres elementos negativos que, aun estando presentes en
la gestión de Hugo Chávez, se han profundizado de manera dramática bajo la
gestión de Maduro, y nos advierten sobre los peligros que afrontan la
democracia y los derechos humanos. El primero tiene que ver con la
concentración del poder en el ejecutivo, en un contexto de quiebre de la
hegemonía electoral del chavismo. Más allá del carácter siempre controversial
de la oposición antichavista, de lo que digan ciertas derechas unidimensionales
u oportunistas, el caso es que objetivamente hablando el proceso de pérdida de
la mayoría electoral del chavismo generó una respuesta de no-reconocimiento y
de deriva autoritaria cada vez mayor por parte del gobierno de Maduro.
Esta
dinámica que arrancó a partir del desconocimiento por parte del ejecutivo de
otras ramas del poder (la Asamblea Legislativa) donde la oposición hoy cuenta
con la mayoría, luego del triunfo en las elecciones de diciembre de 2015, se
fue agravando y potenciando exponencialmente con el posterior bloqueo y
postergación del referéndum revocatorio –una herramienta democratizadora
introducida por la propia constitución chavista–, la postergación de las
elecciones a gobernador el pasado año, hasta llegar el reciente y fallido
autogolpe del ejecutivo. Todo ello generó un nuevo escenario político,
marcado por la violencia y la ingobernabilidad, cuyas consecuencias dramáticas
aparecen ilustradas en el incremento diario de víctimas que arrojan
los enfrentamientos entre la oposición y las fuerzas gubernamentales, en un
marco de represión institucional cada vez mayor.
A esto
hay que añadir un elemento regresivo más, vinculado a la crisis
económica producida por la caída del precio del petróleo. Uno de ellos es
la consolidación de un Estado rentista, que hoy se manifiesta de diferentes
maneras: desde la incapacidad para producir bienes básicos para la población y
la destrucción del tejido productivo en un contexto de desabastecimiento; hasta
el incremento sideral de la corrupción que atraviesa importantes sectores de
las clases gobernantes (lo cual incluye militares, hoy en altos puestos y
gobernaciones). Otro es la radicalización del extractivismo, pues
en su desesperada búsqueda de divisas, el gobierno de Maduro abrió a la
explotación megaminera casi 112 mil kilómetros cuadrados, 12% del territorio
nacional, creando una Nueva Zona de Desarrollo Estratégico Nacional “Arco
Minero del Orinoco, por lo cual suscribió alianzas y acuerdos con diferentes
empresas transnacionales (chinas, rusas, entre otras), cuyo contenido se
desconoce, pues el decreto de estado de excepción y emergencia económica
permite que las contrataciones puedan tener discrecionalidad y no requieran la
autorización de la Asamblea Nacional.
Como
subraya Edgardo Lander, reconocido intelectual de izquierda venezolano, al que
pocos podrían calificar de antichavista, se han acentuado los peores rasgos que
estaban presentes en Chávez, mientras han desaparecido aquellos otros elementos
positivos de aquel gobierno, que apuntaban a un empoderamiento de las
organizaciones sociales y de la democracia participativa. En
consecuencia, es necesario reconocer que la Venezuela de 2017 nos enfrenta a un
régimen crecientemente deslegitimado y autoritario, con una crisis generalizada
que atraviesa todos los estratos sociales y afecta el conjunto de la vida
política, social y económica.
En
esta línea crítica, el propio Lander lanzó hace poco más de un mes una suerte
de llamado a sus colegas reprochando el apoyo incondicional de las izquierdas
de la región al chavismo, lo cual habría reforzado desde su punto de vista las
tendencias negativas del proceso. Desde nuestra perspectiva, como
intelectuales latinoamericanos y de izquierda, debemos asumir ese desafío.
Hablar de Venezuela significa decir, no callar.
Hablar
alto y claro, al menos hasta que se asegure otra vez que nadie muere por pensar
distinto. Hablar alto y claro hasta que no haya dudas de que las disputas deben
resolverse, finalmente, a través de las urnas, entendiendo que enfrente no
están los enemigos sino los que no piensan como nosotros, pero que en lo que
importa son iguales a nosotros: seres humanos dignos, que piensan y sienten y
sufren y se emocionan, y que merecen, como nosotros, igual consideración y
respeto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico