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domingo, 11 de junio de 2017

Venezuela: el desafío de la izquierda, no callar, por Maristella Svampa y Roberto Gargarella



Maristella Svampa y Roberto Gargarella 09 de junio de 2017

Cuando cayeron los gobiernos de muerte y opresión que se impusieron en Latinoamérica hasta fines del siglo XX, nos quedamos todos –finalmente, sobrevivientes– con al menos dos certezas: una, en torno a los valores irrenunciables de la democracia; otra, la defensa de los derechos humanos. Democracia como respuesta a la tragedia del poder concentrado y la discrecionalidad bruta, la decisión en manos de algunos iluminados que dicen actuar en nuestro nombre. Derechos humanos, como respuesta a la tragedia de que algunos, con la excusa de estar velando por nuestros intereses, persigan al que piensa diferente, o se muestren capaces de herir de muerte a quienes se le opongan.

El compromiso con la democracia que nos enseñó a sangre y muerte la dictadura no requiere de nosotros el resignarnos al sometimiento con elecciones: no hablamos de democracia en el sentido leve, superficial o “formal” de “otro que decide por nosotros, no importa lo que queramos o hayamos votado”. Hablamos de democracia, en fin, en el sentido elemental de elecciones periódicas, con gente en las calles, acuerdos y disensos que se forjan a través de disputas continuas, en donde tenemos la posibilidad de escucharnos mutuamente, para luego dirimir nuestras peleas en las urnas. Por su parte, el compromiso con los derechos humanos es el que pone el piso, la base mínima e innegociable del respeto mutuo, que impide la tortura, la muerte del oponente, la resolución de nuestros conflictos a los tiros.

En la Venezuela de hoy existen tres elementos negativos que, aun estando presentes en la gestión de Hugo Chávez, se han profundizado de manera dramática bajo la gestión de Maduro, y nos advierten sobre los peligros que afrontan la democracia y los derechos humanos. El primero tiene que ver con la concentración del poder en el ejecutivo, en un contexto de quiebre de la hegemonía electoral del chavismo. Más allá del carácter siempre controversial de la oposición antichavista, de lo que digan ciertas derechas unidimensionales u oportunistas, el caso es que objetivamente hablando el proceso de pérdida de la mayoría electoral del chavismo generó una respuesta de no-reconocimiento y de deriva autoritaria cada vez mayor por parte del gobierno de Maduro.

Esta dinámica que arrancó a partir del desconocimiento por parte del ejecutivo de otras ramas del poder (la Asamblea Legislativa) donde la oposición hoy cuenta con la mayoría, luego del triunfo en las elecciones de diciembre de 2015, se fue agravando y potenciando exponencialmente con el posterior bloqueo y postergación del referéndum revocatorio –una herramienta democratizadora introducida por la propia constitución chavista–, la postergación de las elecciones a gobernador el pasado año, hasta llegar el reciente y fallido autogolpe del ejecutivo. Todo ello generó un nuevo escenario político, marcado por la violencia y la ingobernabilidad, cuyas consecuencias dramáticas aparecen ilustradas en el incremento diario de víctimas que arrojan los enfrentamientos entre la oposición y las fuerzas gubernamentales, en un marco de represión institucional cada vez mayor.

A esto hay que añadir un elemento regresivo más, vinculado a la crisis económica producida por la caída del precio del petróleo. Uno de ellos es la consolidación de un Estado rentista, que hoy se manifiesta de diferentes maneras: desde la incapacidad para producir bienes básicos para la población y la destrucción del tejido productivo en un contexto de desabastecimiento; hasta el incremento sideral de la corrupción que atraviesa importantes sectores de las clases gobernantes (lo cual incluye militares, hoy en altos puestos y gobernaciones). Otro es la radicalización del extractivismo, pues en su desesperada búsqueda de divisas, el gobierno de Maduro abrió a la explotación megaminera casi 112 mil kilómetros cuadrados, 12% del territorio nacional, creando una Nueva Zona de Desarrollo Estratégico Nacional “Arco Minero del Orinoco, por lo cual suscribió alianzas y acuerdos con diferentes empresas transnacionales (chinas, rusas, entre otras), cuyo contenido se desconoce, pues el decreto de estado de excepción y emergencia económica permite que las contrataciones puedan tener discrecionalidad y no requieran la autorización de la Asamblea Nacional.

Como subraya Edgardo Lander, reconocido intelectual de izquierda venezolano, al que pocos podrían calificar de antichavista, se han acentuado los peores rasgos que estaban presentes en Chávez, mientras han desaparecido aquellos otros elementos positivos de aquel gobierno, que apuntaban a un empoderamiento de las organizaciones sociales y de la democracia participativa. En consecuencia, es necesario reconocer que la Venezuela de 2017 nos enfrenta a un régimen crecientemente deslegitimado y autoritario, con una crisis generalizada que atraviesa todos los estratos sociales y afecta el conjunto de la vida política, social y económica. 

En esta línea crítica, el propio Lander lanzó hace poco más de un mes una suerte de llamado a sus colegas reprochando el apoyo incondicional de las izquierdas de la región al chavismo, lo cual habría reforzado desde su punto de vista las tendencias negativas del proceso. Desde nuestra perspectiva, como intelectuales latinoamericanos y de izquierda, debemos asumir ese desafío. Hablar de Venezuela significa decir, no callar.

Hablar alto y claro, al menos hasta que se asegure otra vez que nadie muere por pensar distinto. Hablar alto y claro hasta que no haya dudas de que las disputas deben resolverse, finalmente, a través de las urnas, entendiendo que enfrente no están los enemigos sino los que no piensan como nosotros, pero que en lo que importa son iguales a nosotros: seres humanos dignos, que piensan y sienten y sufren y se emocionan, y que merecen, como nosotros, igual consideración y respeto.

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