Editorial Diario La Nación, Costa Rica 29/6/09
El desenlace de la crisis política hondureña es un serio golpe a la democracia.
Por desgracia, ni el presidente Zelaya ni sus opositores actuaron con sensatez.
La aguda crisis política en que se precipitó Honduras durante los últimos días, ha derivado hacia lo peor que podía esperarse: la destitución del presidente Manuel Zelaya, su expulsión manu militari hacia Costa Rica, y su sustitución por el presidente del Congreso, Roberto Micheletti. Todo se ha hecho mediante procedimientos con visos de legalidad, pero que, en verdad, implican una ruptura del orden constitucional. Estamos, así, en presencia de un golpe de Estado. Es un momento sombrío para la democracia hondureña y centroamericana, con serias repercusiones en el resto del hemisferio.
Sin embargo, y aunque parezca paradójico, el principal responsable de este grave y censurable golpe es el mismo presidente Zelaya. Los militares, los congresistas (incluidos los de su propio partido, el Liberal) y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, fueron sus ejecutores, pero su instigador y culpable original fue el mandatario destituido. La víctima fue también el victimario, propio y, peor aún, de su país.
Tal como mencionamos en nuestro editorial del viernes, que titulamos “Abismo político en Honduras”, Zelaya estaba empeñado en forzar una ilegítima reforma constitucional para, eventualmente, perpetuarse en el poder. Como su iniciativa no tenía asidero institucional alguno, inventó una “encuesta”, sin supervisión ni base legal alguna, que se realizaría ayer. En ella, los ciudadanos opinarían si estaban a favor de que, en las elecciones generales previstas para el 29 de noviembre, se instalara una “cuarta urna” para manifestarse sobre la eventual convocatoria a una asamblea constituyente.
A pesar de que la Corte Suprema de Justicia, el Tribunal Supremo Electoral, la Fiscalía y el Congreso declararon ilegal el procedimiento, Zelaya se empeñó en seguir adelante, con apoyo de Venezuela, que le aportó todo el material para el proceso. En medio de un creciente rechazo popular, el choque de poderes alcanzó niveles inusitados, pero el Presidente, como dijimos en nuestro editorial, persistió en un curso de confrontación total, cerró todos los espacios posibles a la institucionalidad y el diálogo, y creó las condiciones para el golpe. Pareciera que su designio era precipitar la peor crisis posible, en lugar de evitarla.
El desenlace de ayer pudo evitarse con algún asomo de sensatez por parte de Zelaya, o con una actitud más paciente y respetuosa de la institucionalidad de los sectores que se le enfrentaban. Desgraciadamente, ninguna de las dos cosas ocurrió, y hoy estamos ante una verdadera emergencia continental.
En estas condiciones, lo mejor para Honduras y la democracia en general, sería el regreso de Zelaya a la Presidencia, con el compromiso de respetar verdaderamente la institucionalidad vulnerada, primero por él y luego por quienes lo destituyeron. Sin embargo, esta posibilidad enfrenta graves dificultades.
Por un lado, en Honduras reina la normalidad; el Congreso ya tomó la decisión oficial de remover a Zelaya y sustituirlo por Micheletti, con el aval de la Corte Suprema de Justicia; la mayoría de la población parece apoyar la decisión, y los militares controlan plenamente el orden público. Por otra parte, la posibilidad de concertar la acción del Sistema de Integración Centroamericana (SICA), el Grupo de Río y la OEA, para restituir el orden institucional, ha topado con un problema muy serio: el propio Zelaya optó ayer mismo, tras una breve estancia en Costa Rica, por acudir la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA), controlada por Hugo Chávez. De este modo, ha distorsionado la situación, ha acentuado los tintes ideológicos del conflicto, ha empeorado el ambiente confrontativo y ha alejado cualquier posibilidad de solución.
Pareciera que, nuevamente, no son los intereses de la democracia hondureña los que su Presidente destituido ha puesto en primer lugar. Es algo que, sin embargo, no borra la responsabilidad de los participantes en el golpe final. Y lo menos que estos deberían hacer ahora es tomar la iniciativa para minimizar el daño creado, y volver lo antes posible a la total vigencia de la democracia.
http://www.nacion.com/ln_ee/2009/junio/29/opinion2010553.html
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